ARIA DA CAPO
ES CASI MEDIANOCHE CUANDO, finalmente, la bruja aparece. Friedrich aguarda a que pida su té y salga a la terraza antes de encararse a ella.
—Te crees muy lista, ¿verdad? Crees que puedes engañar a todo el mundo y salirte con la tuya.
Se lo ha dicho a bocajarro, sin saludar. Sabe que su voz rezuma todo el odio que siente por ella y por eso mismo no le queda otro remedio que reconocer el impecable autocontrol del que hace gala la mujer. Alza las cejas ligeramente, da una calada a su cigarrillo recién encendido, le dedica una sonrisa hipócrita.
—Lo sé todo —dice él—. He hablado con Panman. Tu protegida, De Ávila. Lo entretuvo mientras el loco de Mauricio boicoteaba la máquina, ¿verdad?
Friedrich tiene más pruebas y está dispuesto a irlas esgrimiendo una tras otra hasta dejar a la bruja sin excusas. Sabe también que se ha entrevistado con sir James, sin duda parte de la conspiración. Pero ella no le da ocasión. Incluso derrotada, tiene una habilidad malsana para frustrarle.
—Irene no tiene nada que ver en esto —dice—. En cuanto a la acción de Mauricio, asumo toda la responsabilidad.
Ni siquiera intenta justificarse. Parece creerse inmune a las consecuencias de sus actos. La única explicación que se le ocurre es que no se haya percatado todavía de la gravedad de su situación.
—Voy a destruir tu carrera, ¿me oyes?
—Estás en tu derecho de intentarlo, querido amigo.
Friedrich no puede resistirlo más. Le enfurece la sangre fría de la mujer y le enfurece aún más la certeza de que no va a ser tan fácil aniquilarla sin comprometer su propio prestigio, sus posibilidades de ganar el Nobel.
—¡Vas a ir a la cárcel! ¿Me oyes? ¡Como una vulgar delincuente!
Se ha acercado mucho a ella y está levantando la voz más de lo que debería, pero no puede remediarlo. De todas formas la terraza está casi desierta excepto por uno de los guardias del CERN, realizando su ronda de rutina. El guardia, sin embargo, se acerca, probablemente atraído por los gritos. Friedrich le hace un gesto imperativo con el brazo para que les deje en paz. Pero el estúpido portero le ignora, dirigiéndose a Helena.
—Buenas noches, señora —dice—. ¿Todo va bien?
—Haga el favor de dejarnos tranquilos —contesta Friedrich, impaciente.
El guardia le ignora. Friedrich repara en que se trata de un crío casi imberbe. Incapaz de tolerar tanta insolencia, le aferra de un brazo.
—¡Le he dicho que haga el favor de seguir!
El guardia se gira hacia él y le ase de la muñeca, apretándosela fuertemente hasta hacerle daño. A la vez se lleva la mano a las esposas que cuelgan de su cinto.
—No se ponga violento o tendré que maniatarlo —dice con una voz que deja clarísimo que es muy capaz de cumplir su amenaza.
—¡No sabes con quién estás hablando, estúpido! —grita Friedrich—. ¡Mañana estarás despedido!
Pero ha perdido la mayor parte de su brío. El guardia es robusto y parece perfectamente capaz de cumplir su amenaza. Además, ya le ha cantado las cuarenta a la bruja. En cuanto al gorila, ya se ocupará de ponerlo de patitas en la calle al día siguiente.
—Gracias, Pablo —dice Helena—. El profesor Von Zhantier y yo ya habíamos acabado de charlar. ¿Me acompañas hasta mi coche?
—Naturalmente, señora.
—Que descanses, Friedrich —dice la bruja antes de marcharse—. ¿Por qué no lo piensas y hablamos mañana?
Pero Friedrich no tiene nada que pensar, excepto cuál es la mejor manera de hundir a esa mujer. Cruza la terraza a grandes zancadas, casi a la carrera, sulfurado por la humillación a la que le ha sometido Pablo Furtado; rebusca exasperado en sus bolsillos las llaves del Porsche antes de darse cuenta de que las ha dejado puestas en el contacto con las prisas. Finalmente arranca y escapa del CERN a toda velocidad.
La furia que siente no disminuye hasta que llega al lugar donde Corrado suele materializarse. Pero Corrado no aparece por primera vez en diez años.
—¿Dónde estás, amigo?
De repente se siente terriblemente solo. Solo y traicionado incluso por el fantasma.
—¿También tú te pones de su parte?
Nadie responde. Quizá, piensa, Corrado no consigue condensarse hoy, quizá su exaltado estado de ánimo le desconcierta, impidiéndole tomar forma.
Para tranquilizarse se concentra en la carretera apenas llega al inicio del col de la Faucille. Ni siquiera la agitación que siente afecta su talento para conducir. Al contrario, está más inspirado que nunca, negociando cada una de las curvas a una velocidad sobrehumana.
Es tanta su concentración, tan grande su felicidad que olvida frenar a tiempo y la curva donde se despeñó Corrado se le echa encima. Pero Corrado no se ha aparecido esta noche y la curva no tiene complicaciones. Friedrich comienza a girar el volante al tiempo que cambia de marcha con un doble embrague y acelera en el momento justo, lo que hace derrapar las ruedas de su deportivo sobre el asfalto.
Y en ese mismo instante unos brazos fortísimos le aferran por detrás, arrancando sus manos del volante.
—¡Corrado! —grita Friedrich—. ¡Suéltame!
Pero el rostro deforme que distingue en el retrovisor un instante antes de que el Porsche embista el quitamiedos y se precipite barranco abajo no es el de Corrado Gatto, sino el de su hermano Mauricio.
* * *
Reconoció a Helena a lo lejos, a pesar de que era la primera vez que la veía con ropa informal. Unos vaqueros, que le sentaban estupendamente, y una blusa de manga corta, que dejaba al descubierto los hombros. Estaba morena. Aparentaba veinte años menos de los que tenía.
—¡Qué mujer tan guapa! —exclamó Héctor, guiñándole un ojo—. Mejorando lo presente.
Irene se echó a reír. Una frase así merecía el idioma de su padre y el acento caribeño de Héctor. «Mejorando lo presente» era uno de esos giros caprichosos del castellano, que significaba exactamente lo contrario de lo que parecía querer decir.
Las Variaciones Goldberg. La víspera de su viaje de regreso a Ginebra Leila se había sentado al piano después de la cena, y tocó el aria y las treinta variaciones sin interrupción. Antes de tocar el aria da capo, el tema inicial que también se repetía al cierre, Leila se había detenido a tomar el té preparado por Raúl.
—El aria nunca suena igual después de escuchar las Variaciones.
Había entendido lo que su madre quería decir. El aria final era idéntica a la que abría el concierto y a su vez totalmente diferente. Lo que cambiaba no era la música, sino quien la escuchaba.
Variaciones.
Pocos meses atrás era ella quien saludaba, una tarde cualquiera, a la pareja que paseaba abrazada a lo largo del muelle. La sola imagen le hizo comprender que no les guardaba rencor a Corinne y Matthieu. Después de todo no había tenido más amigos que ellos al principio de su estancia en Ginebra, por más que uno pecara de desaprensivo y la otra siguiera corriendo por todas las ciudades del planeta, veloz y atolondrada como un cachorro que persigue su propia cola. No les guardaba rencor, pero tampoco les echaba de menos.
No con Héctor a su lado mientras Helena se acercaba a ellos a paso vivo, sonriendo. Héctor agitaba una mano, en la que las heridas aún no habían cicatrizado del todo, para saludarla. Cojearía durante muchos meses y su rostro recordaba todavía cada uno de los golpes que había recibido.
Cada uno de esos golpes, se prometió, contaría.
El número veintinueve de la rue de Lyon volvería a ser su casa. La casa de ambos. Un hogar compartido donde ser felices.
Aria da capo.
* * *
—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Héctor.
Irene contempló maravillada cómo la signora Gabriella recogía los platos con los restos de las pizzas que habían tomado para cenar y les servía tres grappas. Las variaciones iban sucediéndose, a la vez familiares e impredecibles.
—El LHC estará reparado antes de lo que pensé gracias a la ayuda de los americanos y los japoneses —dijo Helena—. En cuatro o cinco meses a lo sumo. La investigación concluirá que la culpa fue de Mauricio… Y mía, naturalmente. Jozef Linsen se ocupará de informar a todos los delegados de mi negativa a ordenar el retiro anticipado de nuestro pobre amigo.
—¡Pero no es justo! —exclamó Irene—. Yo…
La mano de Helena buscó la suya.
—Está bien. Lo único que puede conseguir difamándome es que pierda las elecciones.
—¿Y te parece poco?
Helena se recostó en su silla, sacó la pitillera y empezó a jugar con ella, dándole vueltas entre las manos.
—Me parece muy bien, de hecho. Mientras Jozef se concentra en atacarme, Alessandro Calvetti está preparando su candidatura. Las pocas semanas en las que el LHC operó a alta intensidad son suficientes para confirmar el descubrimiento del plasma. El CERN se apuntará el gran descubrimiento que necesita y Calvetti se beneficiará de ello. También Archibald Ross, dicho sea de paso. Ha sido nombrado nuevo director de Omega y, por tanto, si hay un Nobel, será él quien se lo lleve. ¡Pobre Friedrich! Se pasó toda su vida persiguiendo ese premio.
—¿Le compadeces? Él no hubiera dudado en aniquilarte.
—Friedrich era un hombre solitario y obsesionado con alcanzar la gloria. Pero también un gran científico que no dudó en dedicar su vida a buscar el plasma. Es triste que no haya podido ver su sueño realizado.
—¡Quién podía pensar que Mauricio hiciera algo así! —exclamó Irene—. Estaba convencida de que era inofensivo como un niño.
—Todos sabíamos que odiaba a Friedrich —dijo Helena—. Le hacía responsable de la muerte de su hermano. El peligro estaba ahí, anunciado, a la vista de todos. Pero no quisimos verlo.
—¿Qué hará Calvetti si gana las elecciones? —preguntó Héctor.
—Volverá al programa de protones. Gracias a la alta intensidad es mucho más fácil realizar nuevos descubrimientos ahora que cuando empezamos, hace unos años.
—¿Los choques entre protones no pueden crear burbujas?
—No, las condiciones son muy diferentes a las colisiones entre núcleos de plomo. El plasma de quarks no llega a formarse y en consecuencia tampoco se forma materia extraña —dijo Helena—. Por otra parte, los protones nos permitirán explorar una región muy alta de energía y quizá descubrir nuevos fenómenos… Hace falta un poco de suerte, en todo caso.
—Amén —dijo Héctor, levantando su vaso de aguardiente italiano.
—¿Qué hay de sir James? —quiso saber Irene.
—Volverá a la carga —contestó Helena—. Y puede que sea bueno que lo haga. Los riesgos que invoca no son imaginarios, y es nuestra obligación asegurarnos de que nunca se den las calamidades que barrunta. Los arsenales nucleares son reales. El peligro de producir un virus letal que asole el planeta es real. La posibilidad de crear burbujas extrañas es real. Donde discrepo de sir James y sus amigos es en la manera de enfrentarnos a esos peligros. No podemos volver a la era de las cavernas, es impensable detener la investigación, amordazar a la ciencia, frenar la tecnología. Podemos aprender a evaluar y controlar cualquier posible riesgo siempre que no nos lo impida nuestra arrogancia. Siempre que no seamos necios.
—¡Bien dicho! —exclamó Héctor.
—Hablando de sir James, estuve a punto de confesarle toda la historia —dijo Helena—. Fue una auténtica fortuna que Sakuda me telefoneara con las noticias un instante antes de que me fuera de la lengua. Estaba tan desesperada que no encontraba otra manera de evitar la catástrofe. Me alegra que otros tuvieran ideas más…, ¿cómo decirlo?…, radicales…
—¿Y tú, Helena? —preguntó Héctor—. ¿Qué planes tienes?
En lugar de responder, Helena sacó un cigarrillo de la pitillera con la que no había dejado de jugar y se lo puso en los labios.
—¿Quién tiene fuego?
Irene rebuscó en sus bolsillos hasta encontrar un mechero.
—¿Has perdido tu precioso encendedor? ¡Con el cariño que le tenías!
—Por eso mismo. Sólo deberían regalarse objetos queridos —contestó Helena con una chispa de felicidad asomando al inescrutable violeta de sus ojos.
* * *
Cuidadosamente, para no despertar a Héctor, Irene abrió el saco de dormir por su lado y se deslizó fuera. Él relajó los brazos, protestando en sueños, como quejándose de dejarla ir, pero no llegó a despertarse. Irene se puso el chándal, echó mano de su pequeña mochila y salió de la tienda de campaña.
De julio a septiembre la Créte de la Neige no hacía honor a su nombre. A pesar de ser el punto más elevado del Jura, la nieve no empezaría a caer hasta mediado octubre. A cambio la Vía Láctea relumbraba en el cielo casi al alcance de su mano.
Se sentó en un pequeño montículo a unos metros de la tienda. Abrió la mochila y rebuscó en su interior hasta encontrar un pequeño estuche que abrió cuidadosamente.
Un disco con las tres aspas de la radiactividad.
Lo primero que pensó la víspera, al ver a Misha aguardándola a la puerta de su casa, es que parecía haber envejecido diez años. Había perdido por completo el escaso pelo que le quedaba en la cabeza y aquella cara encarnada suya se había quedado demacrada y amarillenta. Tenía los ojos acuosos de un anciano.
No habían hablado mucho. Como Boiko, Misha no era hombre de muchas palabras. Le contó que regresaba a Moscú. Puso en su mano un pequeño objeto, envuelto en el papel de plata que Boiko y él solían usar para entregar los encargos de los clientes en L'usine.
—Igor querría que te lo quedaras.
Irene contempló las tres aspas, pensativa. Luego echó a andar, apenas unos metros, hasta localizar la piedra donde Héctor y ella habían encontrado el fósil del nautilus esa tarde.
Doscientos millones de años atrás la Créte de la Neige formaba parte del suelo oceánico, antes de los inimaginables cataclismos que alzaron la cadena montañosa del Jura a casi dos mil metros por encima del nivel del mar. Para entonces el pequeño animal que una vez había estado tan vivo como ella ya se había transformado en parte de la roca donde aún seguía, tan indiferente al paso del tiempo como la luz de las estrellas que llegaba de galaxias distantes.
Junto al nautilus siempre sabría dónde encontrarlo. El cuchillo que llevaba en la mochila no estaba demasiado afilado, pero fue suficiente para excavar un pequeño agujero. Ignoraba dónde se pudrían los huesos de Boiko, pero tenía la certeza de que aquél era un buen sitio para que descansara su espíritu.
Mucho rato después regresó al promontorio y se sentó una vez más a contemplar el cielo.
Cien mil millones de estrellas.
Tantas como todos los vivos y todos los muertos, una perla de luz por cada alma que alguna vez habitara la Tierra.
Un astro por Ardalan, otro por Negar, los abuelos que nunca conoció. Sí, y también por Karim, por Ramin, por todos los muertos ocultos tras el silencio de Leila.
Por Corrado y Mauricio Gatto, por John Carpenter, por Friedrich von Zhantier.
Y por Boiko.
Cien mil millones de estrellas. Tantas como neuronas en su cerebro. Una galaxia dentro de su cabeza.
¿Había algo más extraño en todo el maravilloso universo que esa galaxia interior, esa materia consciente de la que estaba hecha?
Extraña materia. Materia humana.