CIUDAD INVISIBLE

HAY OTRAS CIUDADES donde la riqueza se exhibe de manera indecente, incluso obscena. En Nueva York, Tokio, París o Sydney pueden encontrarse tiendas y restaurantes, hoteles y clubes, calles y a veces barrios enteros que vocean la afluencia de sus clientes y propietarios a los cuatro vientos, sin pudor alguno.

También en Ginebra el dinero es visible en multitud de detalles, como las hileras de Ferraris y Mercedes aparcados delante de ciertos locales de moda, los collares de perlas que adornan los cuellos de las damas que frecuentan el casino o los relojes y pulseras engarzadas en diamantes que se exhiben, sin etiqueta de precio, tras los cristales irrompibles de las joyerías de la rue de la Confédération. Pero esta riqueza a la vista de todos se diría discreta, tímida, un poco avergonzada de sí misma. Si no se sabe dónde mirar, es fácil concluir que esta provinciana ciudad, con ser rica, no es, ni mucho menos, tan opulenta como tantas otras.

Pero es que las auténticas fortunas se esconden aquí entre los sólidos muros de las casonas del barrio antiguo, tras los setos altísimos que camuflan las mansiones que bordean el lago Lemán y las discretas puertas de roble macizo que disimulan bancos privados, clubs exclusivos, restaurantes restringidos a una élite cuya presencia pasa inadvertida. No en vano es esta la patria de Calvino. La Ginebra auténticamente adinerada es una ciudad invisible.

A pesar de tanta opulencia la ciudad no carece de jóvenes rebeldes que reniegan de sus familias acaudaladas. Aspiran a ser novelistas, directores de teatro, músicos en alguna banda de rock alternativo. Suelen reunirse en L'usine los fines de semana. L'usine, como su nombre indica, es una antigua fábrica cuyas naves han sido transformadas, con subvenciones del ayuntamiento, en locales donde esta juventud contestataria se encuentra cada noche, baila, bebe, fuma marihuana y quema la velada arreglando el mundo.

Aunque la mayoría de los parroquianos son chicos rondando la veintena, no faltan clientes de mayor edad que acuden al calor de sus tersas pieles con la esperanza de vender algo, ligar o simplemente para ahogar la soledad entre la multitud y el ruido atronador de la música.

Es el caso de John Carpenter, que esta noche tiene aquí una cita para tratar un negocio un poco turbio. L'usine es un buen sitio para este tipo de encuentros, discreto, precisamente por lo multitudinario. Sin embargo, Carpenter no se siente a gusto rodeado de chavales poco respetuosos, que le zarandean a empellones de un lado a otro. Además su asma tiende a agravarse en espacios cerrados y tan recargados como éste, creándole una angustiosa claustrofobia que apenas le permite abrirse paso entre la muchedumbre adolescente.

¡Tovarich! ¡Aquí!

Desde una mesa situada en una de las esquinas del local el hombre con el que ha quedado agita un brazo para llamar su atención. Su nombre es Igor Boiko, acaba de cumplir treinta años y, a pesar de que su ficha policial le identifica como traficante de cocaína, el comisario a cargo de la brigada antidroga tiene órdenes estrictas de dejarle en paz. Son órdenes que vienen directamente desde el Ministerio del Interior, lo cual sorprendería a cualquiera que no fuera un agente de la policía suiza, acostumbrado a no cuestionarse aquello que no es de su incumbencia. Lo mismo piensa el funcionario que ha tramitado la orden después de recibirla del subsecretario, que por su parte debe favores al embajador ruso, el cual no olvida que su carrera depende de ciertos poderosos amigos de la antigua KGB, entre los que se cuenta un hombrón rotundo y jovial, de apetito pantagruélico, que responde al nombre de Yuri Popov.

Igor Boiko viste una camiseta negra, sin mangas, bajo la que se anuda una tremenda musculatura. Sus brazos son prodigiosos. Los bíceps están tan definidos que el músculo muestra claramente sus dos cabezas, cada una de ellas del tamaño de una naranja madura. Sus tríceps sobredesarrollados denotan una fuerza sobrehumana. Los antebrazos son un manojo de fibras protuberantes que terminan en unas manos descomunales. Una cadena dorada rodea su cuello. Cuelga de ella un extraño talismán. Un aro de acero en el que se inscribe la triple aspa símbolo de la radiactividad, como una especie de amenazadora mariposa de tres alas.

La camiseta cubre parcialmente un tatuaje que abarca todo su torso. Es una serpiente bicéfala, cuyas escamas de tinta azul se extienden por los gruesos abdominales, ascendiendo por los densos pectorales hasta la altura del cuello. Allí el tronco del monstruo se divide en dos reptiles gemelos, cuyos anillos coinciden con los poderosos músculos de los brazos en los que están tatuados. Las cabezas abren sus fauces a la altura de las manos.

En contraste con el cuerpo salvaje, las facciones del hombre son hermosas, casi delicadas. Su cabello es rubio, ondulado y suave; los ojos, oscuros y melancólicos. Excepto por la profunda cicatriz, en forma de herradura, que nace bajo el párpado derecho y rodea el pómulo, el suyo podría ser el rostro del entrenador del equipo de balonmano femenino de la universidad o el del cajero del círculo ecologista.

John Carpenter se abre paso hasta la mesa y se deja caer en una silla, derrengado.

—¿Tomamos una copa? —dice, sacando de su cartera un billete de cien francos suizos y dejándolo encima de la mesa. Boiko se apodera del billete sin prisa y lo hace desaparecer en su bolsillo.

¿Gin tonic, tovarich?

John Carpenter le contempla caminar hacia la barra, fijándose en cómo penetra sin esfuerzo a través de una sólida muralla de cuerpos, que se apartan de él como si su contacto produjera una descarga eléctrica. En realidad el efecto es parecido; Boiko sabe administrar empujones y codazos tan discretos como inclementes, que le ayudan a abrirse paso fácilmente. Luego le observa regresar a la mesa con las bebidas en la mano, deleitándose en las expresiones a la vez ofendidas y asustadas de los jovencitos a los que va apartando sin que se derrame una sola gota de líquido de los vasos.

Carpenter saca un paquete de Gitanes, enciende un cigarrillo y ofrece otro. Fuman en silencio durante un rato, sorbiendo sus bebidas. Ninguno de los dos es ni hablador ni impaciente.

Cuando terminan, Carpenter deposita un sobre color Manila encima de la mesa. Boiko lo coge con tanta calma como se ha apoderado antes del billete y lo hace desaparecer en el interior de una cazadora de cuero negro que cuelga de la silla. A su vez Carpenter recibe ciertos productos, envueltos en papel de plata, que también pone a salvo sin demora.

—Gracias, Igor… Oye…

Boiko le mira, interrogante. Carpenter apura su gin tonic, mientras piensa que el paso que está a punto de dar quizá implique un cierto riesgo y quizá no valga la pena. Pero hay algunas cosas que no puede seguir soportando. Han sido demasiadas humillaciones en su vida y tiene por fin la ocasión de resarcirse. Es una oportunidad única, piensa, y no deja de ser curioso que se le haya presentado gracias a la coca. Sin ella nunca hubiera conocido a alguien como Boiko. Sin ella nunca se hubieran hecho amigos.

Es una extraña amistad, de eso no cabe duda. Cualquiera que les viera juntos se preguntaría qué pueden tener en común dos tipos tan dispares. Pero a él le gusta imaginarse que son algo así como Séneca y Superman. Cada uno poderoso a su manera, su cociente intelectual tan excepcional como los músculos del ruso. Ambos igualmente solitarios, especiales, aislados del resto del mundo por una idéntica tragedia personal. La de haber nacido en el lugar y el tiempo incorrectos. En Roma, en Esparta, Igor hubiera sido un general o un rey. Y él podría haber ganado un premio Nobel o la medalla Fields de matemáticas si sus padres hubieran podido costearle los estudios.

Pero no se queja, ni Boiko tampoco. Los dos se han hecho a sí mismos, cada uno a su manera, y eso les une. Es un hecho que Igor le da trato preferente sobre cualquier otro cliente, que aprecia su compañía. A menudo le tira de la lengua, le pide que le hable del CERN, de los experimentos, de las bombas que se empeña en imaginarse almacenadas por megatones en el laboratorio. Puede escucharle durante horas sin interrumpir apenas, sin que nadie se atreva a acercarse a ellos, excepto Misha, el único de sus compinches que no le teme, el único al que Boiko trata con deferencia.

—¿Todo bien, tovarich?

Está esperando a que suelte lo que le preocupa, contemplándole con su rostro de niño bueno, mientras las manos, que podrían partirle el espinazo en dos sin esfuerzo, tamborilean indolentes sobre la mesa.

—Necesito pedirte un favor… El otro día, en el aparcamiento del CERN, un tipo me abolló el coche de mala manera. El imbécil dio marcha atrás sin darse cuenta de que yo entraba. Me ha destrozado todo el morro. La culpa era sólo suya y, sin embargo, el desgraciado me echó una bronca tremenda. Es uno de los capullos de la dirección, un imbécil engreído que se cree el amo del mundo porque lleva placas diplomáticas.

—¿Quieres que Boiko te ayude a ajustar cuentas?

Una vez más Carpenter titubea, inseguro de su decisión. Después de todo Linsen ha sido director general del CERN y sin duda se trata de un tipo importante, con influencias. Si le descubren, lo pasaría mal. Pero el recuerdo del rostro congestionado mugiendo a un milímetro de su nariz, salpicándole con su saliva apestosa, le da valor.

—Eso es.

—Mejor esperar un par de meses. Nadie se acuerda ya de tu coche. Entonces Boiko visita. ¿Te va bien así?

—Claro, hombre —dice Carpenter, complacido.

Si algo le sobra es, precisamente, paciencia.