DIOS DEL FUEGO
HELENA LE GUIN LE HABÍA DADO CITA en la cafetería del CERN. Irene se acercó de puntillas con su artículo recién escrito en la mano y la sorprendió besando a Mauricio Gatto. El jorobado se levantó de un salto y salió huyendo despavorido.
—¿Lo has traído? —preguntó Helena.
Irene le tendió los folios. Las luces de la cafetería se atenuaron y un camarero se paseó por la terraza, agitando una campanilla.
—Dos minutos para la medianoche —gritaba por encima del repiqueteo de la campana—. Última copa.
—¿Quién más lo sabe? —preguntó la directora. Parecía triste, pero no asustada.
—¡El fin del mundo! —empezó a gritar Mauricio Gatto desde la penumbra—. ¡El fin del mundo!
—Dos minutos para medianoche —canturreaba el camarero—. Última copa.
La campanilla emitía un sonido estridente, largos y urgentes timbrazos, atronándole en los oídos.
Se despertó maldiciéndose por haber olvidado desconectar el teléfono antes de acostarse. A tientas estiró el brazo hasta alcanzar el aparato, situado en el suelo, al lado del colchón donde dormía, y descolgó el auricular.
—Dígame.
—¿Todavía sobando, reina? —la voz de Corinne al otro lado del hilo con su sabor a pastel de crema y sus ganas de coña—. Confiesa. Anoche estuviste de juerga hasta las tantas con tu novio.
—¿Qué hora es? —preguntó Irene, todavía adormilada.
—¡Casi mediodía, guapa! Hemos quedado a la una en el yate. ¿Es que no te acuerdas?
—Oye, me he acostado hace menos de tres horas…
—¡No me digas! ¿Haciendo lo que me imagino? ¡Porque ya va siendo hora!
—Trabajando.
—¡Trabajando! ¿Para eso te sirve tu novio?
—¡Corinne! —gritó Irene exasperada—. Héctor no es más que un amigo. Déjate de bobadas, ¿quieres?
La risa estridente al otro lado del auricular. No mucho tiempo atrás Irene se hubiera contagiado de inmediato. Sin embargo, ahora se le antojaba algo tonta, como las continuas bromas en las que se cimentaba su famosa amistad.
—No te preocupes. Te juro que seré modosita. Anda, corre a empolvarte la nariz.
Irene colgó y se dirigió a la cocina para prepararse un café que la resucitara. No valía la pena hacerse mala sangre con Corinne. Al final todo se reducía a lo mismo, eran muy diferentes, siempre lo habían sido, pertenecían a dos mundos completamente dispares. De niñas no era importante. Pero la niñez se iba quedando atrás.
El pitido socarrón del microondas le anunció que había vuelto a recalentar demasiado el café. Se quemó la lengua con el primer sorbo y lo tiró por el desagüe de la cocina, malhumorada. La ducha de agua fría que se obligó a tomar la espabiló pero acentuó todavía más su humor de perros.
Llevaba semanas durmiendo poquísimo. El esfuerzo enorme que el cálculo había requerido la tenía completamente desquiciada.
Un timbrazo en la puerta indicaba que alguien llamaba desde abajo. No podía ser otro que Héctor y ni siquiera había tenido tiempo de peinarse. A toda prisa echó mano del bañador, se enfundó en sus vaqueros y se puso una camiseta con el logo del CERN. Era de un horrible color rosa y exhibía una manida frase de Einstein, pero mejorar su guardarropa era otra de las tantas cosas que se iban quedando pospuestas en su vida.
* * *
Héctor se escurrió hasta un rincón cercano a la proa del yate, se caló la gorra azul marino que el tal Matthieu le había prestado y se recostó en la cubierta, fingiendo dormir.
No le vendría mal, pensó. Apenas había pegado ojo en las últimas horas desde que RAN detectara la parada imprevista del reactor.
¿Qué iba a suceder?
—No lo sé, muchacho —le había respondido Pullman a esa misma pregunta la noche anterior—. El general nos ha ganado esta mano. ¡Detener la central, aprovechando el viaje a Afganistán de Razavi, literalmente horas antes de que autorizara una inspección! No hay nada que hacer hasta la reunión del lunes. Descansa lo que puedas. La semana que viene va a ser dura.
—Tu novio se ha quedado frito —dijo la amiga de Irene, pretendiendo cuchichear, pero en un tono de voz lo bastante alto como para que Héctor la oyera perfectamente—. ¿Seguro que no os habéis pasado la noche haciendo deporte?
—¡Corinne! —protestó Irene en voz baja.
La niñata soltó una ruidosa carcajada.
—Anda, mona. No seas estrecha y vete a hacerle arrumacos.
¡Pobre Irene! Corinne llevaba intratable desde que habían puesto el pie en el barco. Parecía incapaz de respirar si no era el centro de la atención de todo el que la rodeaba. Protegido por la visera de su gorra de marino se la imaginó como un faisán paseándose por el corral con la cola desplegada. Primero había presumido hasta el agotamiento del yate de papá, que venía con patrón y todo para que los pasajeros sólo tuvieran que preocuparse de freírse al sol y ponerse hasta arriba de vodka con limón. Luego se había pavoneado un rato por la cubierta con un diminuto tanga, mostrando unas nalgas un poco esmirriadas y sus estupendas tetas, bajo las cuales todavía se distinguía la marca del bisturí del cirujano plástico. Después se había restregado un rato contra Matthieu, hasta que éste se la quitó de encima con malos modales. Finalmente, entre copa y copa, no había dejado de provocar con sus bromas.
Irene, por su parte, le reía las gracias y se dejaba sacar los colores. Era como si no pudiera evitarlo, como si en presencia de Corinne su fuerte personalidad se eclipsara y transformara a la mujer decidida y ambiciosa en una adolescente insegura, la hija de unos emigrantes deslumbrada por los oropeles de su amiga rica.
Pero, al final, parecía haberla cansado incluso a ella, a juzgar por el malhumorado resoplido con que se sentó a su lado. Héctor alzó un poco la visera. Irene llevaba un bañador de una pieza bastante ajustado a su tipo generoso. Estaba guapísima. Su cabello cobrizo refulgía como un baúl de monedas al sol. Lo llevaba suelto, cayéndole sobre los hombros, rebelde, arrogante. No era habitual el espectáculo de sus hombros desnudos. Los deltoides eran anchos y un poco estriados, continuaban en unos brazos robustos y bien torneados. La agüela aprobaría a aquella chica. Una mujer de verdad, fuerte, hermosa, con pechos que no necesitaban implantes y un trasero rotundo y respingón, tanto más sugerente cuanto más celosamente oculto.
La súbita erección estuvo a punto de pillarle por sorpresa. Por fortuna el vodka no había atontado sus reflejos del todo. Se alzó rápidamente, con la fluidez que daba el trabajo diario de abdominales en el gimnasio y se quitó la gorra, dejándola caer encima de su bañador.
—¿Te he despertado? —preguntó Irene. Héctor reparó en la piel, muy pálida, y en las profundas ojeras alrededor de los ojos. Posiblemente no se habría acostado, trabajando en sus cálculos. Con lo cual ya eran dos sonámbulos en el yate.
—No, no —dijo Héctor—. Estaba… Me acordaba de mi agüela. Tiene casi noventa años y todavía sigue fuerte como un roble.
—¿Hay alguien que la cuide? —preguntó Irene.
—Changó la cuida —contestó Héctor, sonriendo.
—¿¿¿Quién???
—Ah, es una larga historia. Si empiezo a hablar de la santería, no paro hasta mañana.
—Empieza —pidió Irene—. Ahora que tenemos a Corinne ocupada.
En efecto, Corinne había desaparecido bajo la cubierta con Matthieu y, de vez en cuando, se escuchaba algún que otro maullido procedente de los camarotes bajo la proa.
—Cierto. Y bien que se preocupa de que nos enteremos de a qué se dedica.
—Estábamos hablando de Changó, ¿no?
—Es un orisha. Una deidad mayor de la santería cubana. Es el dios del fuego, del rayo, del trueno, de la guerra, del baile, de la música y la belleza viril.
—¡Nada menos!
Héctor canturreó, moviendo las manos rítmicamente frente a su rostro:
—Changó tiene un hacha de rayos
»y multiplica la furia de vivir,
»que muerde los fantasmas de los días rotos.
—Es bonito —dijo Irene.
—Changó es trabajador, muy valiente, amigo digno de apreciar. También es algo mentiroso y muy mujeriego. Tiene tres esposas: Oyá, Obba Yurú y Ochún. Pero no le llega con ellas y se pasa la vida engañándolas con infinidad de amantes.
—¿Y tú, Héctor? ¿Te pareces al dios de tu abuela?
* * *
Héctor la miró de frente, seriamente.
—Cobarde no soy —dijo—. Mujeriego, tampoco.
Irene desvió la mirada, concentrándose en el azul oscuro del lago. ¿Por qué Héctor no hacía algo? ¿Por qué se contentaba con mirarla? Los jadeos de Corinne, cada vez más ruidosos, la estaban sacando de quicio.
—Changó es mentiroso… —afirmó.
—Yo procuro decir la verdad —contestó Héctor. Había un deje de resentimiento en su voz—. Pero hay cosas de las que no puedo hablar.
—Y a mí no me gustan los secretos.
—¿Sabes, Irene? A mi agüela le encantaría conocerte.
Irene miró al lago, cuajado de velas blancas. ¿Por qué no se limitaba a besarla en lugar de andarse con tantos rodeos?
—¿Vive sola entonces? ¿No tenéis más familia?
—Mi agüela nunca volvió a casarse. Ha vivido sola toda su vida, y sola sacó adelante a mi padre primero y después a mí.
Corinne interrumpió con un último gemido histérico, anunciando a los cuatro vientos su orgasmo. A falta de otra deidad, Irene suplicó a Changó para que la feliz pareja necesitara una siesta después del ejercicio.
—Ya te conté que mi madre murió siendo yo un bebé. Era hija de españoles. —Sin previo aviso, Héctor tomó su mano y empezó a acariciársela suavemente—. Supongo que eso nos convierte casi en compatriotas. Me crié en Cayo Hueso en la casa de mi agüela, que da al mar del Caribe. Fue un buen sitio para crecer. Yo era un niño enfermizo, con principio de raquitismo. Lo hubiera pasado mal en una gran ciudad como Washington, donde trabajaba mi padre.
¿Raquítico? El físico de Héctor era firme y elegante, la piel color aceituna exageraba la definición de los músculos, largos y bien formados. Las piernas eran fibrosas y potentes, sus abdominales parecían esculpidos a cincel. Los brazos eran nervudos y surcados de venas caudalosas.
—Has mejorado bastante desde entonces. Supongo que tu agüela negociaría un milagro con Changó.
—Hizo algo mejor —dijo Héctor—. Me llevó al gimnasio del negro Príamo.