NOCTURNO

LE DESPERTÓ EL SONIDO DEL PIANO DE LEILA, interpretando un nocturno. Irene se arrebujó entre las sábanas, adormilada. Había visto amanecer antes de derrumbarse sobre el colchón, abrazada a la libreta de Mauricio.

Pero había finalizado el cálculo de la probabilidad de fusión por efecto túnel entre un hipernúcleo de materia extraña y otro de helio. Obtenía un resultado sorprendente y sobre el que, sin duda, Helena Le Guin también querría echar tierra. Irene la imaginó tratando de convencerla para que se callara, persuasiva como un psicólogo, tierna como una amante.

Podía estar tranquila. Desde el paseo por Central Park con Raúl, la doctora De Ávila había perdido la prisa.

¿Prisa? ¡La piscina! Leila nunca se sentaba al piano antes de las nueve para no despertarla y llevaba un buen rato escuchándola. Si quería nadar un par de kilómetros antes del mediodía, tenía el tiempo justo para desayunar y salir disparada hacia la YMCA.

Irrumpió como una exhalación en el comedor con los ojos todavía llenos de legañas.

—¡Buenos días, mamá! Me voy corriendo a…

No era posible. El hombre sentado en el sofá, serio, moreno, más delgado aún de lo que recordaba, sus ojos verdes fijos en ella. Irene lo reconoció, pero siguió andando, camino de la cocina, negándose a asimilarlo. Dio tres o cuatro pasos más, como un soldado que sigue corriendo un trecho después de que una bala le ha perforado el corazón.

—Tienes visita, cariño —dijo Leila.

¿Dónde estaba su retórica, maldita sea? Había ensayado innumerables veces en su imaginación la exacta reacción cuando llegara ese momento. La mirada fría, el tono cortés y seco, los modales despectivos.

—Hola, Irene —dijo Héctor, levantándose.

Llevaba el sufrimiento escrito por todas partes. En la forma en que los pómulos resaltaban en el rostro demacrado. En los labios afiebrados. En las manos vendadas. Le tendía un pañuelo rojo y azul, bordado con estrellas de la suerte, como los que, mucho tiempo atrás, había descubierto enterrados en los cajones de Leila.

Todavía discutía por lo bajo consigo misma mientras le abrazaba.

* * *

El taxista que lleva a los dos caballeros al aeropuerto de San Francisco podría ser el alma gemela de Pablo Furtado, aunque uno trabaje de guardia de seguridad en el CERN y el otro conduzca una limusina del Hotel Fairmont. Aunque uno sea hijo de emigrados portugueses y el otro un dentista paquistaní cuyo título es papel mojado en Estados Unidos. Aunque Pablo tenga veintipocos años y Hossein casi cincuenta. Ambos son curiosos, inteligentes, observadores y aspiran a una vida mejor, que parece escapárseles no por culpa suya.

Hossein echa un vistazo por el retrovisor al asiento trasero. Uno de los pasajeros ocupa las dos terceras partes del espacio. Es obeso, calvo, suda a mares y parece de un humor estupendo. El segundo es todo lo contrario. Vestido de negro, con su sombrero en la mano, flaco, triste, tímido y miope, se contenta con la mínima esquina que deja libre la inmensa anatomía del otro.

Curiosamente, sin embargo, la voz de este último es grave y sonora, mucho más imponente que la del gordo.

—Hay que hacer algo respecto a Gregoire —dice. El asiento trasero de la limusina está separado del suyo por un cristal de seguridad insonorizado, pero sus pasajeros han olvidado cerrar el micrófono que les permite comunicarse con él y la bombilla del chivato está fundida. Sus voces se escuchan nítidamente. Hossein sabe que debería cerrarlo él mismo, pero ha sido una larga jornada conduciendo en la soledad insonorizada de su cabina y se resiste a desaprovechar la oportunidad de distraerse un poco, cotorreando vidas ajenas.

El hombrón asiente con un suspiro de resignación.

—Es verdad —dice—. No podemos dejarlo correr. Sería un mal ejemplo.

—Henry va a estar en contra —replica el flaco triste—. Y eso me ata las manos. No quiero oponerme a él.

—Me parece muy bien —asiente el gordo, dándole a su compañero unas palmaditas cariñosas en los hombros—. Dos amigos no deben discutir por un feo asunto como éste… No te preocupes. Puedo ocuparme yo.

—Tendrás que ser discreto… Henry sospechará.

—No te preocupes. Tengo alguien apropiado para el trabajo.

—Sería mejor si no estuviera en nómina… Henry hará averiguaciones, ya sabes.

—Tengo un agente libre en Ginebra…, muy fiable y con métodos poco convencionales. No te preocupes.

—Sin ensañarse, ¿de acuerdo? El pobre tipo no lo merece.

—Descuida, Geldman. Será de lo más limpio.

El flaco rabino contesta algo, pero Hossein no lo oye. Se ha apresurado a cerrar el micrófono, aterrorizado ante la perspectiva de que sus pasajeros se den cuenta de que les está escuchando y procura concentrarse en el tráfico que se espesa a medida que se acercan al aeropuerto, procura olvidar lo antes posible todo lo que ha oído y, sobre todo, procura convencerse a sí mismo de no haber entendido su significado.

* * *

Se dio cuenta de que llevaba más de tres horas escuchando a Héctor porque su estómago gruñía, hambriento. Leila se había evaporado, haciendo gala de su discreción habitual y estaban solos en casa.

—¿Tienes permiso para contarme todo esto?

Héctor se encogió de hombros.

—Le prometí a Karim que no habría más secretos entre nosotros. No los habrá… si tú quieres.

—Karim. Háblame de él.

—Era amigo de Leila.

—¿Leila? —exclamó Irene, incrédula—. ¿Mi madre?

Héctor asintió.

—Cuando el sha escapó de Irán, los guardias de la Revolución desataron una represalia terrible contra sus allegados. En cuestión de semanas detuvieron a casi toda la familia de Leila.

—¿Murieron? ¿Todos?

Héctor buscó sus ojos.

—Tu tío Ramin fue asesinado en una emboscada —dijo—. En cuanto a tus abuelos, prefirieron no dar el gusto a los revolucionarios de detenerlos. Cuando los guardias de la Revolución irrumpieron en su mansión, los encontraron muertos a ambos, en su cama, tras haber ingerido una sobredosis de barbitúricos.

—¿Cómo se salvó mi madre? —preguntó Irene, sin intentar contener las lágrimas que rodaban por sus mejillas.

—Gracias a un amigo. Un joven estudiante de Derecho, de clase humilde, islamista militante, llamado Sohrab.

»Sohrab fue detenido por la policía del sha durante las revueltas que precedieron a su derrocamiento. Al cabo de algunas semanas un grupo de revolucionarios tomó al asalto la cárcel en la que estaba preso. Cuando empezó el tiroteo, los guardias ametrallaron las celdas donde él y otros muchos detenidos se encontraban. Sobrevivió de milagro. El jefe de los asaltantes le encontró inconsciente, rodeado de cadáveres. Sohrab despertó entre sus brazos mientras le llevaba en volandas hasta la enfermería, y lo primero que pensó, me dijo, fue que le transportaba algún arcángel hasta el Paraíso.

»El arcángel en cuestión se llamaba Rostam Sistani. Sohrab se convirtió en su ayudante. Como tal, participó en las purgas que siguieron a la caída del sha. Leila acababa de ser detenida cuando su antiguo amigo tuvo noticias de ello y actuó rápidamente a espaldas de su mentor. Ésa fue la primera vez que se opuso a la voluntad del general, pero no sería la última. También fue la primera vez que actuó a distancia, por mediación de terceros, para ayudar a Leila a escapar a través de las montañas de Turquía con un pasaporte falso, algún dinero y los números de las cuentas suizas donde su familia, como toda la élite del Irán de la época, había puesto a buen recaudo una buena parte de su gran fortuna.

Los ahorros, pensó Irene. Los famosos ahorros que habían costeado sus estudios en Harvard. Los misteriosos ahorros, inexplicables en una familia que había vivido siempre con lo puesto, con el salario de Raúl y las clases de Leila. ¿Gran fortuna? ¿Cuentas bancarias? ¿Eran ricos sus padres? Recordó a Corinne exigiendo un piano de cola al que no llegó a sentarse media docena de veces. Había tenido suerte.

—¿Qué fue de Sohrab? —preguntó—. Me gustaría agradecerle algún día lo que hizo por mi madre. Quizá escribirle una carta.

—Su dirección es fácil de recordar —dijo Héctor—. Sayed Sohrab Razavi, primer ministro. República Islámica de Irán.