NINGÚN LUGAR SAGRADO
CARPENTER NO TARDÓ MUCHO EN MARCHARSE una vez que Boiko le alargó la mercancía que había ido a buscar. La ansiedad con que acariciaba el paquete envuelto en papel de plata, como si se tratara de una carta de amor, le produjo a Irene una sensación extraña, mitad tristeza, mitad compasión.
—Buen amigo —dijo Boiko cuando Carpenter hubo desaparecido, tragado por la marabunta de cuerpos, cada vez más numerosos, a medida que avanzaba la madrugada y se iban cerrando bares y discotecas, que enviaban nuevas remesas de trasnochadores a L'usine.
Entre ellos, iba llegando la gente de la banda. Nunca eran exactamente los mismos, aunque había algunos permanentes, como Misha, que nunca se despegaba de Boiko excepto hacia el final de la noche, cuando el exceso de alcohol solía dejarle tumbado en alguna esquina.
Misha le caía bien. Hablaba poco y bebía demasiado, pero había una calidez en él que hacía que se sintiera bien a su lado. Era el único de todos que no temía a Boiko y el único al que éste trataba con afecto. Sobre todo conforme el vodka iba encendiendo las mejillas del hombrón a la vez que apagaba el brillo de sus ojos.
También estaba Klaus, bravucón, pendenciero, charlatán y despreciado por todo el grupo, incluido Boiko. Alguna vez le había sorprendido mirándola de soslayo, pasándose la lengua por los labios con un gesto que le recordó al del infame Matthieu.
El resto de la banda se le difuminaba, nombres y rostros que no conseguía memorizar. Algunos de ellos eran eslavos. Otros, sin embargo, hablaban francés sin acento, vestían trajes caros y su relación con Boiko era distinta, más tensa y precavida.
¿Clientes? No sabía.
No quería saber.
Toda su relación con Boiko se fundamentaba en ese simple principio. No saber. No pensar.
Pero la conversación con Carpenter había removido algo en su interior, una costra que parecía haberse solidificado en las semanas que habían pasado desde su estrepitoso fracaso.
¿Qué había hecho desde entonces?
Pasarse las hora muertas en L'usine. Recorrer la ciudad de madrugada, aquella Ginebra espectral y solitaria, extrañamente íntima, de las horas que precedían al alba. Despertarse, a la luz de la mañana, entre los brazos de un hombre con el que había pasado la noche haciendo el amor sin intercambiar más de una docena de frases entrecortadas. Bajar las persianas, caer en un sopor profundo del que no salía hasta media tarde. Encontrarse, sin reconocerse, en un colchón solitario con las sábanas revueltas, húmedas y acusadoras, con el corazón encogido, con la mente en blanco.
Ducharse, desayunar, llegar al CERN en el autobús de las cinco y media de la tarde, cruzándose con la caravana de coches que salían del laboratorio, la legión de burócratas que imponían sus ritmos adormilados, su tedioso estilo, sus horarios de oficina a la Fábrica del Saber.
Otra fábrica que no producía nada excepto ruido. Como L'usine.
Pasaba por su oficina, leía sin interés su correo. Al día siguiente de su charla había uno de Helena Le Guin pidiéndole que fuera a verla. Le había contestado con dos líneas tan envenenadas que la directora no había osado molestarla de nuevo.
De vez en cuando se preguntaba qué haría si llegara un e-mail de Héctor. Era otra forma más de matar el tiempo, ensayar mentalmente los desplantes que le propinaría, las frases cortantes con que lo dejaría sin argumentos, las rotundas negativas con que respondería a sus peticiones de clemencia.
Pero Héctor no escribía y el despacho se le caía encima a los cinco minutos de haber llegado. Si el auditorio estaba libre, se sentaba al piano y trabajaba la partitura de Leila durante dos o tres horas, las únicas del día en la que su mente parecía sacudirse la modorra. Si no, perdía el tiempo en el despacho de Mauricio Gatto, escuchándole predicar sobre la inminente destrucción del mundo y murmurar planes de venganza contra Friedrich von Zhantier.
Mauricio operaba un efecto extraño en ella. Cuanto más tiempo pasaba a su lado, más aborrecía el teatro de guiñol en que se había convertido el CERN para ella.
Hacia las diez regresaba a Ginebra. A medianoche estaba en L'usine para encontrarse con su amante.
—¿Pensando?
—Me gusta pensar a veces.
—Pensar no es bueno. Duele la cabeza.
Boiko tenía razón. Si no pensaba, si se limitaba a navegar el río del presente continuo en que vivían, todo iba bien. El rostro de muchacho bueno se distendió en una sonrisa que tenía algo de desvalido. Irene se inclinó hacia él y le besó en los labios. No pensar, se dijo. Dejarse arrastrar por la corriente de la pasión, por la ternura de aquellos dedos poderosos acariciando su nuca, por el espejismo de una felicidad imposible.
* * *
Apenas hablaron mientras devoraban la parca cena a base de kebab frío, un poco de pan de pita reseco, una lata de caviar y unos dátiles de postre. Bebieron té y fueron pasándose la botella de whisky pausadamente, dando sorbos cortos, haciéndola durar. Más tarde encendieron el ghelyum y fumaron arrebujados en las mantas. Héctor estaba empezando a cabecear, exhausto por las emociones del día, cuando la voz de Ebrahim le espabiló de repente.
—Estudiábamos en Shiraz —dijo—. Leila, su hermano Ramin, Sohrab y yo. Nos conocimos en mil novecientos setenta y siete durante el primer curso en la universidad, aunque estudiábamos disciplinas muy distintas. Ramin y yo nos habíamos matriculado en Arqueología, Sohrab en Derecho y Leila en Bellas Artes. Sin embargo, fuimos inseparables desde el primer día.
»Ramin militaba en el Tudeh, el partido comunista de Irán. Ese año se metió en muchos líos, pero su padre era un hombre influyente y siempre salió indemne de ellos. En cambio a Leila la política le traía sin cuidado. Era una niña prodigio. A los quince años ya era la mejor pianista de Irán y una de las mejores del mundo. Había interpretado innumerables veces para el sha, que la quería como una hija… ¿Te ocurre algo, Rafael?
Le costó un instante darse cuenta de que se refería a él. La sorpresa le había dejado tan aturdido como para cancelar incluso el reflejo de responder a su falso nombre. A falta de mejores ideas dio un largo trago de whisky.
¿Leila? ¿La madre de Irene? ¿Quién si no?
Todo encajaba de repente. Pero no era cuestión de interrumpir. Ebrahim aún no había acabado su historia.
—No es nada. Sigue, por favor —dijo, tendiéndole la botella.
—Sohrab, por su parte, era un islamista convencido, lo cual no le impedía beber los vientos por Leila. Pero Sohrab provenía de una humilde familia de artesanos, mientras que Leila pertenecía a la aristocracia más exquisita de Irán. El suyo era un amor prohibido…, aunque menos prohibido que el que me unía con Ramin.
También Ebrahim bebió como un náufrago antes de lanzarle el frasco de Johnny Walker de vuelta.
—En los círculos universitarios de Shiraz había un cierto margen de tolerancia hacia la homosexualidad. Si se era discreto, la gente pretendía no darse por enterada. Nosotros lo éramos. Ramin era alto y delgado como tú. Su padre quería enviarlo a Princeton, pero él se negó en rotundo. Yo acababa de perder al mío y aunque me había dejado bastantes recursos como para costearme los estudios en Irán, Estados Unidos quedaba fuera de mi alcance. Y él no quería abandonarme.
Un nuevo silencio, roto sólo por la respiración de ambos, el lento exhalar del humo, formando una atmósfera espesa e íntima a su alrededor.
—Yo era el más prudente de todos. Evitaba las manifestaciones y no me dejaba ver casi nunca en público. La herencia de mi padre consistió en algo más que los modestos ahorros con los que iba tirando. Aprendí de él que la mejor garantía de seguridad en un país como el nuestro era pasar inadvertido.
»Éste era nuestro refugio favorito. Solíamos pasarnos días aquí, a veces semanas enteras, recorriendo estas cumbres de un extremo al otro. Ramin era un gran atleta. Me enseñó a escalar… me enseñó muchas cosas.
»Cuando estalló la revolución, Leila y Ramin fueron detenidos, pero él consiguió escapar en un descuido de los guardias. También Leila se salvó gracias a un milagro…, un extraño milagro, pero no quiero hablar ahora de eso. Espero que todavía viva, aunque no he vuelto a saber de ella. En cuanto a sus padres, prefirieron no darle el gusto a los revolucionarios de ejecutarlos, como les ocurrió a tantos parientes y amigos del sha.
Héctor se mordió los labios para guardar silencio.
—Ramin debería haber huido de Irán, pero no lo hizo. Eligió quedarse, en la clandestinidad, alimentando la esperanza de que el Tudeh se impondría al régimen islámico. De tarde en tarde nos veíamos en nuestro pequeño refugio, que sin embargo pronto dejó de ser privado. Poco a poco Ramin lo convirtió en un zulo del partido comunista. Comprendí que debía dejar de acudir, pero éste era el único sitio donde podía encontrarme con él.
Un nuevo trago que le hizo toser como un tísico, dejándole maltrecho, con los ojos inyectados en sangre.
—Los guardias de la Revolución nos atacaron un día de mil novecientos ochenta y dos de madrugada. Dejaron su camión a un kilómetro de aquí para no hacer ruido. Supongo que pensaron tomarnos por sorpresa, pero un vigía los vio acercarse. Era imposible escapar, pero nuestros amigos del Tudeh tenían armas y se defendieron valientemente.
»Cuando empezó el tiroteo, Ramin me tomó de la mano y me arrastró hacia la garganta. Llegamos bajo la Puerta del Paraíso y me instó a que subiéramos. Desde lo alto del risco hay un sendero que corre a lo largo de la cresta, paralelo a la carretera por la que hemos venido esta mañana. Si lo sigues, acabas en las afueras de Persépolis. Lo habíamos explorado a lo largo de los años que llevábamos acudiendo al refugio y lo conocíamos como la palma de la mano. Empezamos a escalar. Yo iba el primero. Cuando metí la cabeza en la chimenea, oí gritos y disparos. Comprendí que los guardias estaban ya dentro del túnel. Me colapsó el pánico. Resbalé y me quedé atrapado entre las dos paredes sin poder moverme. Ramin me ayudó, guiando mis pies hasta los apoyos, animándome para que no me rindiera. Finalmente lo conseguí. La pared se abrió, atrapé la escalerilla metálica que habíamos anclado a la salida de la chimenea y me giré para ayudar a mi amigo. Vi aparecer su cabeza. Oí el tableteo de una ametralladora. Ramin abrió mucho los ojos, como sorprendido. La ametralladora disparó un segunda ráfaga, pero la expresión de su rostro no cambió. Su cuerpo inerte bloqueó la Puerta del Paraíso y me protegió de las balas de los guardias.
»Huí tan deprisa como pude. Conseguí llegar a Persépolis y escurrirme en un autobús de vuelta a Shiraz. Tuve la sangre fría de seguir acudiendo a clase hasta que los mulás decidieron cerrar la universidad.
Mientras hablaba, Ebrahim le había ido dando la espalda poco a poco, hasta quedarse mirando hacia la pared de la cueva, abrazándose las rodillas, su rostro oculto en las sombras.
—Ramin dio su vida por mí —murmuró—. Durante muchos años me limité a vegetar, a sobrevivir en un país que no consideraba ya mío. Hasta que un día tuve ocasión de asistir a una conferencia en Madrid. Entré en contacto con el Mossad y empecé a trabajar para ellos. Escogí Israel porque me pareció el mayor enemigo de mis enemigos.
»El odio es un motor poderoso, Rafael. Pero treinta años es mucho tiempo. El mundo ha cambiado y mi país también. Sólo los muertos permanecen inmutables.
Silencio. La pipa se había apagado y la botella estaba casi vacía. Héctor tenía frío, a pesar de la cálida manta de lana que le envolvía. Su mano tanteó en la oscuridad hasta encontrar la de Ebrahim.
—Leila vive —dijo, apretándosela—. Se casó, ha sido feliz. Tiene una hija.
* * *
Cuando Boiko formó dos montoncitos alargados de polvo blanco encima del tablero que hacía las veces de mesa y le tendió una delgada caña, la cultura de Irene no alcanzaba a informarle sobre cómo debía servirse del objeto en cuestión para esnifar la minúscula duna.
—Tengo un poco de whisky por ahí —dijo, devolviéndole la caña a Boiko y enredando en el comedor mientras éste esnifaba, primero por una ventana de la nariz, después por la otra.
Regresó de la cocina con dos vasos de café y una botella de Tullibardine comprada en las tiendas libres de impuestos del aeropuerto de Nueva York, que había sobrevivido, intacta, los meses que llevaba en Ginebra.
—Buen licor —dijo Boiko, llenando los vasos hasta casi rebosar—. Fiesta grande.
Irene se armó de valor y repitió la maniobra que le había observado hacer. La sensación inmediata fue de un intenso picor en la nariz que la hizo estornudar varias veces. Boiko le alargó el vaso de whisky.
—De un trago —le dijo.
No llegó ni siquiera a mediarlo. Tampoco le hizo falta. La sensación de placer era como un fluido cálido y refrescante a la vez, que parecía emanar de su estómago, ramificándose en dos grandes arterias. Una subía a lo largo de la garganta y se desbocaba en un estuario que inundaba su cabeza. La otra descendía, enroscándose en torno a su sexo, como la pitón tatuada en el cuerpo de su amante.
—¡Uf! —balbuceó—. Esto pega.
—Nieve muy pura —asintió Boiko satisfecho—. Buen colocón.
El torrente que había anegado su cerebro se retiraba lentamente. Irene tuvo la sensación de que cada una de sus neuronas se había incendiado como una supernova. La Vía Láctea, encendiéndose en el interior de su cabeza. Una persona tenía tantas neuronas como estrellas una galaxia. Tantas estrellas como granos de arena en todas las playas del mundo. Tantos granos como la suma de todos los vivos y todos los muertos. ¿Había un mensaje, un sentido oculto, una conexión obvia que se le había escapado hasta el momento? Tuvo la sensación de que si se concentraba lo bastante, si utilizaba el infinito poder de la nebulosa que brillaba en su mente, podría dar con la clave, con cualquier clave que se propusiera.
Pero había otras cosas de las que preocuparse.
La pitón, por ejemplo.
Extraño que alguien pudiera considerar repugnante un animal tan hermoso. La piel de la serpiente, húmeda y resbaladiza, se frotaba contra el interior de sus muslos, haciéndola estremecerse de placer. Los poderosos músculos iban separando poco a poco sus piernas mientras la lengua bífida se colaba bajo su ropa interior, tanteándola, recorriéndola, mortificándola con sus caricias.
Irene abrió los ojos. Había otros dos montoncitos de nieve esperando. Esta vez no le cedió el turno a Boiko.
Tampoco necesitó la ayuda del whisky. Esta vez la explosión en el interior de su cerebro la dejó ciega y sordomuda, precipitándola a un pozo sin fondo en el que lo único tangible era el placer que la traspasaba.
Cuando recuperó la vista estaba desnuda, tumbada sobre el colchón, y Boiko dejaba caer un delgado hilo de polvo blanco sobre sus pezones, formaba un reguero que descendía hasta su pubis y espolvoreaba una nube sobre su sexo.
También él estaba desnudo y la gran serpiente corría por su piel. Tenía la botella de whisky en la mano. Bebió y luego se la puso entre los labios. Irene tragó. El licor era una erupción invertida, lava hirviente que descendía desde su garganta hasta el interior de su cuerpo.
¿Llovía? La inesperada sensación de humedad. Boiko hacía gotear la botella sobre su cuerpo, siguiendo el reguero de coca.
—Ningún lugar sagrado —murmuró antes de seguir el mismo camino con su boca.