BURBUJAS EXTRAÑAS
HÉCTOR LLEVABA CAMINANDO UN TRECHO, tras dejar a Irene en su casa, cuando reparó en el Volvo gris.
Podría haberle pasado desapercibido de no ser por la sensación de inminencia que aumentaba a medida que las negociaciones con Razavi parecían rendir fruto. Pullman tenía la certeza de que estaba a punto de ceder.
—La presión de Rusia ha sido fundamental, muchacho. Razavi no se puede permitir el lujo de quedarse sin un combustible por el que ya ha pagado. Nos ha prometido su firma autorizando la revisión extraordinaria que le exigimos en cuanto vuelva de su visita oficial a Afganistán, dentro de una semana. Está furioso con nosotros, pero ya se le pasará cuando comprenda que lo hacemos por su bien.
¡Una semana! Apenas Razavi firmara, la operación Alerta se daría por concluida y podría pasar página. Con suerte aún tendría su oportunidad con Irene.
El Volvo era un modelo antiguo, todo aristas rectangulares, con una pesada carrocería de carro de combate y grandes faros cuadrados en el morro. Le llamó la atención que el vehículo circulara tan lentamente por una vía rápida como la rue de Lyon, pero no le dio mayor importancia, absorto como estaba en sus pensamientos.
Cinco minutos más tarde, al cruzar la Servette, lo vio de nuevo, aparcado en zona prohibida, frente a los cines de Les Grottes. Aun así, no se había alarmado. Pero cuando le rebasó por tercera vez, supo que estaba en un aprieto.
Acababa de tomar un atajo hasta su apartamento, cortando por el barrio residencial que se extendía al noreste de la place des Nations. La calle estaba desierta a esas horas. El Volvo le adelantó, rodando casi a su paso, y se detuvo a unos veinte metros de él con las luces de freno destellando como los ojos de un depredador nocturno.
Héctor reaccionó llevándose la mano a los riñones, buscando su pistola, un segundo antes de darse cuenta de que no la llevaba encima. Las puertas del auto se abrieron. Héctor murmuró una maldición y apretó los puños, indeciso entre echar a correr o enfrentarse con las manos desnudas a los dos individuos que salían del auto.
—Estamos en guerra, mayor —dijo una voz seca y despectiva—. ¿Cuándo piensa darse por enterado?
Le acompañaba Dijstra, cuyo aspecto de granjero simpático y algo simplón contrastaba marcadamente con el porte de cobrador de seguros de Velasco.
—Yo también me alegro de verle, coronel —contestó Héctor, aliviado.
—Le encuentro caminando a deshoras y desarmado por una calle solitaria. Si hubiéramos sido terroristas a sueldo de la República Islámica, ya estaría muerto. ¿Dónde está su pistola?
—No creí necesario llevarla esta noche… —aventuró Héctor. Lo cierto es que llevaba semanas haciendo caso omiso de la orden de ir armado. No había necesitado el hierro para enfrentarse a la pandilla el día que conoció a Irene y no soportaba la idea de llevarlo pegado a los riñones cuando salía con ella.
—Quizá no he sido lo bastante claro, mayor —interrumpió Velasco—. Se lo repetiré una vez más. Lleve su arma encima siempre. Es una orden.
Héctor sintió los trapecios a punto de reventar, pero consiguió mantener la adrenalina bajo control.
—Sí, señor.
—Venga, vamos al coche. Tenemos una comunicación urgente con el teniente Trischuk.
—¿A estas horas? ¿Hay noticias? —preguntó Héctor, notando que su estómago se encogía como si acabara de encajar un directo al hígado.
—Sí —dijo Velasco—. Y no son buenas.
* * *
Pullman, Geldman y Popov estaban esperándoles en la sala de operaciones. Formaban un extraño trío: el aristócrata, el rabino y el bolchevique. La edad y el cansancio asomaban a sus rostros. Tenían algo de anacrónico, de espías viejos cuyo tiempo ya había pasado. El rostro barbilampiño de Trischuk flotaba en la pantalla de cuarzo líquido, impasible como siempre.
—Qué hay de nuevo, socio —dijo Héctor, sentándose frente al monitor.
—Le envío los datos —contestó Trischuk—. Que el teniente no estuviera de humor para charadas ni Velasco para protestar por violar el protocolo daba cuenta de que la cosa iba en serio.
Un gráfico apareció en el ángulo superior derecho de su pantalla. Eran dos líneas más o menos paralelas: una continua de color gris y otra formada por una secuencia de puntos rojos. Mostraban la cantidad total de combustible en el interior del reactor de Bushehr. Los puntos, correspondientes a las medidas de RAN, corrían por encima de la línea gris, obtenida a partir de la potencia térmica del reactor, lo que demostraba el exceso de uranio albergado en éste.
De repente ambas líneas se precipitaban al cero.
—¡Mierda! —masculló Héctor—. Han detenido el reactor.
—¡Sin avisar a nadie! —exclamó Popov, pasándose la mano por la calva sudorosa—. ¡Los muy cabrones!
—Hay que hacer algo —dijo Pullman. Su rostro no expresaba emoción alguna, pero su voz rezumaba una rabia gélida que le erizó el vello de la nuca—. ¿Cada cuánto tiempo se actualiza la medida de RAN?
—Cada veinticuatro horas —confirmó Héctor.
—¡Un día! —exclamó Velasco—. Han tenido todo un día para sacar el jodido plutonio delante de nuestras narices.
—¿Quién iba a preverlo? —dijo Popov, alzando los brazos al cielo y enviándoles de paso una bocanada de olor agrio proveniente de sus axilas.
—¿Podría tratarse de un imprevisto? —preguntó Héctor—. ¿Una emergencia, algún error de operación que les haya obligado a parar?
—No —replicó Popov—. Nos hubieran avisado inmediatamente, y no han rechistado.
—Hemos sido unos estúpidos —intervino Geldman—. Tenía que haberlo previsto.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Popov.
—¿Pero es que no os dais cuenta? —exclamó el rabino, quitándose las gafas y tirándolas con rabia sobre la mesa—. No pude ser más obvio. Sabían que les estábamos espiando y se han adelantado a nosotros. ¡Tenemos un topo!
—Un traidor —murmuró Pullman—. Tienes razón, Simón. No le veo otra explicación.
—Pero ¿quién? —preguntó Héctor.
—No estoy seguro todavía, muchacho —dijo Pullman, con la rabia congelada en la voz—. Pero te aseguro que voy a averiguarlo.
* * *
Irene estudió reconcentradamente la pantalla de su Sony portátil. Era la tercera vez que repetía el cálculo y la tercera vez que obtenía el mismo resultado.
Una vez más, se dijo.
Abrió la gruesa libreta y comenzó a repasar ecuaciones, pasando la punta del lápiz sobre ellas mientras murmuraba por lo bajo. Al llegar al final de la hoja pasó página y repitió la misma operación, recorriendo un segundo folio y un tercero hasta alcanzar una ecuación encuadrada por cuatro fuertes trazos en tinta roja. Comprobó cuidadosamente que el resultado parcial que se leía en ese recuadro era idéntico al que le ofrecía el ordenador y continuó leyendo hasta alcanzar un segundo recuadro, un tercero…
Cuatro horas y treinta páginas más tarde había terminado.
Obtenía lo mismo que antes.
Uno entre un millón.
¡Tenía un resultado! ¡Y qué resultado! La probabilidad que obtenía de formar burbujas extrañas en el LHC era muchos órdenes de magnitud más alta de lo que había esperado.
Irene se levantó de la silla y se puso a dar vueltas alrededor de la mesa, murmurando para sí entre dientes. Quizá había cometido algún error, quizá sus hipótesis eran incorrectas, quizá debería consultar con alguien…
Ni hablar, se dijo. Era su cálculo. Su trabajo.
—Podrías mandárselo a Bob Cousins —pareció susurrarle al oído la monja boba—. Ha sido tu director de tesis. Te tiene aprecio. Puede ayudarte.
—Claro. A cambio de publicar juntos. ¿Cousins y De Ávila otra vez? Nada de eso.
El caso es que debía su resultado a la bendita teoría que había desarrollado coco con codo con su mentor durante sus años en Harvard. Cousins y De Ávila eran una herramienta mucho más poderosa de lo que se había imaginado al principio. Las extrapolaciones parecían sólidas, y el error que estimaba en el resultado, razonablemente pequeño.
—Pero discrepas de los demás en demasiados órdenes de magnitud —insistió la monja.
—¿Y qué? —contestó ella, agitando los brazos como si se estuviera dirigiendo a toda una audiencia de escépticos—. No hay un solo modelo teórico en la literatura que merezca ese nombre. Son meras aproximaciones.
Necesitó casi media hora, recorriendo el cuarto a la carrera, para cansarse de discutir consigo misma y sentarse de nuevo a la mesa.
Garabateó unas cifras en su cuaderno. Cada segundo los haces de núcleos de plomo que circulaban por el interior del LHC chocaban unas mil veces entre sí. En un año, teniendo en cuenta que el acelerador sólo funcionaba a pleno rendimiento un treinta por ciento del tiempo, se producían diez mil millones de colisiones.
¡Y la probabilidad de formar una burbuja extraña era de una entre un millón! Por tanto, podían producirse hasta diez mil de esos objetos en un año.
No era de extrañar que Corrado Gatto hubiera encontrado una señal en ARPA. Lo que no tenía sentido era que Omega no las hubiera detectado ya. Debían de estar produciéndose a razón de varios centenares al día.
Tenía que hablar con Helena inmediatamente.
No, se dijo, todavía no. Faltaba calcular la carga y la estabilidad de las burbujas.
Revolvió entre la pila de artículos que tenía sobre su mesa hasta dar con uno de ellos. Era el mejor trabajo entre las docenas que había estudiado. Lo había escrito un oscuro físico japonés, Hitoshi Nakamura, y obtenía un resultado sorprendente. De acuerdo con sus cálculos, los agregados de materia extraña que se producían a alta temperatura eran siempre metaestables y, por tanto, peligrosísimos, ya que tenían tiempo de reaccionar con el helio de los imanes superconductores antes de desintegrarse, de no ser por el detalle de que también eran siempre positivos y, por ello, repelidos por los núcleos de helio. Si su modelo y el del japonés eran correctos, explicaban simultáneamente el hecho de que se produjeran burbujas copiosamente en el LHC y que éstas no supusieran peligro alguno.
Helena estaría encantada.
Pero antes de hablar con ella quería rehacer los cálculos de Nakamura.
Y escribir su artículo. Debía tenerlo preparado para mandarlo a Science o a Nature, las revistas científicas más prestigiosas, lo antes posible. Otros podían estar sobre la pista. Quizá el mismo Bob.
Se estaba poniendo paranoica. Posiblemente no era para tanto.
O sí lo era. Había dado con algo importante.
Y quería el crédito para ella sola.