LA CAÍDA DE LOS DIOSES
ANTES DE TOMAR EL ASCENSOR hasta la oficina de Helena, Irene decidió pasarse por el quiosco y comprar aspirinas. La falta de sueño o quizá el champán del desayuno le habían levantado un intenso dolor de cabeza. Al pasar frente a la enorme sala de conferencias que todo el mundo llamaba el auditorio reparó en que aquella noche el club de cine del CERN proyectaba una película de Visconti. La caduta degli dei. Una de las preferidas de Leila.
Había cola en el quiosco. Irene se entretuvo curioseando entre los souvenirs y las bolsitas de chocolatinas envueltas en la bandera roja con la cruz blanca. Ojeó los periódicos sin mucho interés, ignorando, como era su costumbre, la prensa local a favor de los diarios internacionales. Le Monde no decía gran cosa, ni tampoco el Herald Tribune. La dependienta devolvía el cambio a un cliente, contando parsimoniosamente las monedas. Todavía quedaban otros dos delante.
Por puro aburrimiento echó un vistazo a La Tribune de Genève.
En primera página una fotografía con una vista aérea del CERN, sobre la que se había dibujado el perímetro del acelerador. Y en el centro de éste, superponiéndose a una maqueta del detector Omega, explotaba algo que podía pasar por un agujero negro.
O una burbuja extraña.
Lo supo antes de leer los titulares. «¿Puede el LHC destruir el planeta?» Antes de leer el nombre del autor, Matthieu Marquet. Antes de ver su propio nombre en el texto.
De acuerdo con el cálculo de la doctora Irene de Ávila, una de las autoridades mundiales en Física Nuclear, cada año se producen en el LHC miles de partículas de un nuevo estado de la materia, denominado por los expertos «materia extraña». En su celebrado best seller «Armagedón», el destacado filósofo sir James Reeves menciona la posibilidad de que estas partículas, o «burbujas extrañas», puedan reaccionar con la materia ordinaria y así iniciar una reacción en cadena capaz de aniquilar el planeta…
Por si fuera poco, venía una foto de ella, posando frente al reloj de flores, en un recuadro, bajo el cual se resumía su curriculum. Irene recordaba que Matthieu se había llegado a enfadar con Corinne, que insistía en posar con ella.
—Vous désirez, madame?
La dependienta, con cara de pocos amigos. Irene agitó el periódico, pidió aspirinas, le tendió un billete de diez francos y salió a toda prisa sin esperar el cambio.
* * *
Al igual que el resto de las tiendas del abigarrado Bazar, la relojería era un local pequeño y abarrotado de objetos que ocupaban cada milímetro cuadrado de la escasa superficie disponible. Relojes de todo tipo y tamaño se arracimaban como frutas exóticas en mostradores y perchas colgantes. Plástico japonés, modelos vetustos de corona rectangular y correa de cuero, imitaciones de productos de marca, radios, reproductores de música y pequeños electrodomésticos. Cuando le tendió su Rolex, Esfandiari lo estudió un rato con la expresión embelesada de un catador de vinos frente a un caldo con solera antes de desaparecer en la trastienda.
—Vuelva dentro de un par de horas —le pidió.
Mientras Esfandiari se ocupaba de su reloj, Héctor localizó el restaurante donde había quedado para cenar con Arash y su novia, una muchacha tímida, de bellos ojos, con un poco de acné en las mejillas, llamada Nasim. Le habían prometido llevarle a un restaurante tradicional. Colchones sobre un suelo alfombrado en lugar de mesas, comida servida en bandejas plateadas, abundante y no demasiado variada —los inevitables kebab y las infinitas variantes del yogur y la berenjena componían el noventa por ciento de la carta—. En las paredes se apretujaban cuadros, tapices, lámparas, telas multicolores. Un grupo de tres músicos se afanaban con dos instrumentos de cuerda parecidos a guitarras y una especie de larga flauta sin boquilla. Los jóvenes ya le aguardaban, instalados en unos de los colchones próximos a la pequeña orquesta.
—Música tradicional persa —dijo Arash, señalando a los intérpretes con orgullo.
Era una melodía extraña, ligeramente disonante, monótona, casi hipnótica. El intenso aroma a especias, la decoración recargada, la profusión de colores contribuían a exagerar una rara sensación de bienestar. Se sentía un poco ebrio, como si la simple atmósfera del restaurante pudiera suplantar al inexistente alcohol. Comieron la famosa ensalada de Shiraz, bebieron té y la bebida nacional a base de yogur, el dug. Nasim no tardó en apoderarse de la conversación.
—¿Cómo se vive en España, Robles aga? ¿Es cierto que la mitad de los ministros son mujeres? ¿Es fácil encontrar trabajo? ¿Qué opina del rey?
—¡Nasim! —protestaba en vano el siempre prudente Arash.
—Ya sé que su rey no es un tirano como el sha, Robles aga. ¿Pero no preferirían una república? ¡La monarquía es un anacronismo del pasado!
En una atmósfera menos onírica, la imagen de una muchacha con la blusa abotonada hasta el cuello y un pañuelo cubriendo su cabello, protestando sobre anacronismos, le hubiera hecho reír a carcajadas. Pero la intensidad de Nasim, sus ganas de vivir, le recordaban demasiado a Irene. Los hábitos que vestía, simplemente, no podían contenerla.
* * *
Helena, pensó Irene, estaba furiosa y no le faltaban razones para ello. Estudiaba el artículo de La Tribune, dándole vueltas y más vueltas a una pluma de nácar entre los dedos sin dirigirle la palabra. Llevaba quince minutos escudriñando el texto como si pretendiera aprendérselo de memoria. En cambio Calvetti, el director del Comité Científico del CERN, le sonreía con una expresión comprensiva en el rostro. Por alguna razón le recordaron a sus padres. Leila, exigente y circunspecta; Raúl, distraído y demasiado tolerante. Y ella, la adolescente problemática, dando cuentas de su última trastada.
—No tenía ningún derecho a publicar toda esa bazofia —dijo, tratando de romper el hielo.
—Sin embargo, da a entender que le concediste una larga entrevista —contestó Helena. Su voz era mesurada y hablaba muy bajo, pero había un filo cortante en ella.
—Se trata de un amigo…, o eso creía yo.
—¿Entonces toda la información que maneja proviene de ti?
—Supongo…, sí, creo que sí.
Irene recordó a Matthieu, tomando notas febrilmente en La Bohéme de Carouge, en el parque de La Grange, en el yate de Corinne, chupando de ella como un vampiro aferrado a su yugular. Héctor había intentado prevenirla en vano.
Estúpida.
Estúpida, estúpida, estúpida.
—¿No sabías que era periodista? —preguntó Calvetti.
—Estoy dispuesta a denunciarle —contestó Irene—. Nunca le autoricé a que publicara nada de lo que le contaba.
—Sería inútil —terció Helena—. No podrías demostrar delante de ningún juez que te sonsacó con mala fe. Y aunque pudieras, el daño ya está hecho.
—Lo siento de veras —murmuró Irene—. No tenía ni idea de que pudiera ocurrir esto.
—Esta basura nos perjudica enormemente —afirmó Calvetti, señalando al periódico con la boquilla de una pipa apagada que, sin embargo, no cesaba de llevarse a la boca—. No quiero ni imaginarme el revuelo que se va a organizar en el Comité.
—¿Por qué no viniste antes a hablar conmigo, Irene? —preguntó Helena.
—Quería repasar el cálculo de Nakamura…, convencerme de que podía reproducir sus resultados. De hecho, he utilizado una técnica completamente diferente a la suya.
—¿Y?
—Obtengo lo mismo que él. Es muy probable que las burbujas sean metaestables, pero a cambio parece imposible que sean negativas.
—¿Predice tu modelo las distribuciones de energía y ángulo con que se producen las burbujas?
Irene sacó unos folios grapados de su mochila y los dejó encima del escritorio de la directora. Estaban un poco arrugados, pero los gráficos se veían perfectamente.
—Es el borrador de un artículo que pensaba enviar a Science —dijo.
Helena y Calvetti se precipitaron hacia los folios, estrujándolos como si se tratara de la carta de un hijo lejano. Componían una extraña pareja: Calvetti de pie detrás de Helena, con una mano apoyada en el respaldo de su butaca y la otra en el escritorio, las cabezas muy juntas, los hombros rozándose. Se notaba que estaban acostumbrados a la proximidad física, a la confianza que sólo da el roce prolongado con otra persona. Los rumores, por supuesto, afirmaban que había algo entre ellos. Pero los rumores afirmaban que la directora del CERN había tenido affaires con todos los hombres importantes de Europa. No había nada en la actitud de aquellos dos que sugiriera algo más que una vieja amistad.
—Mon Dieu! —exclamó Helena de repente, alzando más la voz de lo que Irene jamás le había escuchado.
—¿Qué he hecho mal ahora? —preguntó Irene.
—¿Mal? Nada, nada. Al contrario. Mira esto. —Helena golpeaba con el índice el gráfico—. ¡La señal está concentrada en una región estrechísima de ángulo y energía!
—¡No es de extrañar que Omega no la haya detectado! —exclamó Calvetti—. Tienes que saber exactamente dónde buscar para poder separarla del ruido de fondo.
Para su asombro Helena emitió un suspiro de alivio, dejándose caer en el respaldo de su butaca como una marioneta abandonada a su suerte por el titiritero. Calvetti le apretó un hombro cariñosamente. Luego rodeó el escritorio y se sentó junto a Irene, sonriendo satisfecho.
—Eso nos permite contraatacar —afirmó Helena—. Con suerte aún podemos darle la vuelta a la situación.
—¿Cómo? ¡Contad conmigo para lo que sea!
—Voy a organizar un seminario especial, seguido de una rueda de prensa para mañana mismo. A las cinco de la tarde, para que podamos retransmitirlo vía satélite a Fermilab, SLAC y KEK. —Helena sonrió con una mezcla de ironía y ternura que le trajo por segunda vez a Leila a la memoria—. Vas a tener pendientes de ti a los físicos de California, recién levantados, y a los de Japón trasnochando por tu culpa. Espero que ofrezcas un buen espectáculo.
—Me prepararé a conciencia. Yo…
Helena se inclinó hacia ella.
—Irene, nos jugamos mucho. Si todo sale bien mañana, estaremos aún a tiempo de neutralizar a ese desaprensivo. —La había cogido de la mano y apretaba con fuerza—. Sir James tendrá que tragarse su charla agorera de una vez por todas. Cero, ¿entiendes? ¡Cero! Es el único número que puede taparle la boca. Si no hay burbujas negativas, es imposible que reaccionen con los núcleos de helio.
—Por eso no hablé contigo antes —dijo Irene—. Quería estar segura…
—No te preocupes —afirmó Helena—. Mañana va a ser un gran día.
—¿No deberíamos poner a Friedrich sobre aviso? —preguntó Calvetti.
—Al contrario —replicó Helena—. No pienso darle ninguna ocasión de apropiarse del crédito que Irene se merece. Sería capaz de llegar a su charla mañana pretendiendo que Omega ha encontrado la señal sin utilizar sus predicciones.
—Se va a quedar de una pieza —dijo Calvetti, mordisqueando la boquilla de su pipa.
—Eso espero —retrucó Helena.
* * *
Ebrahim le abordó en una de las tiendas del Saraye Moshir, no lejos de la relojería de Esfandiari, mientras curioseaba entre las docenas de pañuelos colgados de los estantes, los recipientes de laca y lapislázuli, las cajas de madera de cedro pintadas en oro con grabados representando escenas mitológicas. Como una premonición, el héroe Rostam aparecía en casi todas ellas, ejecutando alguno de los numerosos trabajos, comparables a los de Hércules, que la tradición le atribuía.
Era ya de noche y el Bazar, escasamente iluminado, parecía extenderse hasta el infinito, repitiendo una y otra vez el mismo patrón de bóvedas apuntaladas en arcos de medio punto y abigarrados tenderetes con sus propietarios sentados delante de la puerta, como modernos Alí Babá exhibiendo los tesoros de su gruta mágica.
—Salam, señor. ¿Le gusta el arte persa?
El rostro se correspondía al de la foto, pero poseía una cualidad extraña, a medio camino entre lo entrañable y lo desvalido que el papel no reflejaba. Apenas tenía arrugas, excepto por las bolsas muy pronunciadas bajo los ojos, y su cabello era una pelusilla que parecía sostenerse a duras penas en una delgada corona rodeándole el cráneo. Costaba sustraerse a la ilusión de que llevaba una capa de carmín en los labios, carnosos y de un color granate intenso. Vestía pantalón y chaqueta de pana y un jersey de color oscuro en lugar de camisa. No le había visto entrar en la tienda ni podía precisar cuánto tiempo llevaba, prácticamente codo a codo con él, sin que hubiera reparado en su presencia.
—Salam aleikum —contestó Héctor—. ¿Puede haber alguien a quien no le guste?
—¡Así se habla! —asintió complacido el dueño de la tienda.
—Permítame presentarme —dijo el hombre que le había abordado, tendiéndole la mano—. Me llamo Ebrahim.
—Rafael —contestó Héctor, estrechándosela.
Héctor escogió un pañuelo rojo y azul con las omnipresentes estrellas de la fortuna bordadas a lo largo, pensando que si alguna vez tenía la ocasión, se lo regalaría a Irene. El hombre, por su parte, compró un delgado estuche de laca.
—Para guardar mis lápices —dijo—. Me gusta mucho dibujar.
—¿Qué tipo de dibujos? —preguntó Héctor mientras le alargaba, distraído, un billete al tendero.
—Oh, motivos tradicionales, sobre todo —contestó Ebrahim, pagando a su vez—. ¿Vamos en la misma dirección? Si le apetece, podemos pasear juntos. Dígame, ¿conoce Persépolis?