TALÓN DE AQUILES

IRENE NO SE SORPRENDIÓ al ver a Boiko levantándose de un salto un instante después de que el salvaje puñetazo le derribara. Tampoco albergaba duda alguna respecto al resultado del combate. La única incógnita era cuánto tiempo resistiría vivo Héctor.

Tenía que impedirlo. Boiko no le haría daño a ella.

Era preciso que detuviera aquella locura. Los dos hombres ya se embestían de nuevo como bestias enloquecidas. Irene se precipitó hacia ellos, decidida a interponerse entre ambos.

Un tirón brutal la detuvo en plena carrera. Una mano peluda como la de un simio la aferraba del cabello.

—Quietecita aquí —masculló la voz de Klaus en su oído.

* * *

Helena Le Guin se ha sentado en una esquina de la terraza de la cafetería, bajo un pino sexagenario cuya edad coincide con la del laboratorio. Siente frío, a pesar de que la temperatura todavía ronda los veintitantos grados. Frío y un cansancio infinito. Friedrich la ha derrotado, apoyándose en el miedo de Alessandro, en la vileza de Linsen, en la necedad de los delegados. La muerte del pobre John le pesa en el alma, su fantasma parece rondarla entre las sombras del brazo del espectro de su pobre amigo Corrado.

—Tienes que hacer algo —anuncian por Megafonía—. El cálculo de Irene es correcto.

—Quizá no exista riesgo después de todo —responde Helena, intentando que su voz interior suene convincente—. El modelo de Irene predice burbujas positivas, y las burbujas positivas no pueden reaccionar con el helio.

Los altavoces no responden, pero Helena sabe que volverán a la carga por la mañana. Si le conceden un respiro es porque, a esas horas, los obreros de la fábrica están tan agotados como ella.

Es hora de irse a dormir. Trabajosamente se levanta, camina hasta el aparcamiento, arranca su Audi y se dirige hacia la salida del CERN.

Pablo Furtado está de guardia. Un par de luces se encienden en el interior de la fábrica, pero su brillo es tenue, el desánimo que siente esta noche es tan grande que está a punto de pasar sin detenerse cuando él abre la barrera.

Pero no lo hace. Su pie pisa el freno sin que nadie en los Servicios Centrales se lo haya ordenado. La sonrisa del muchacho es lo primero agradable que le ha pasado en todo este largo día.

Le tiende su pitillera y el mechero. Hace ya meses que han establecido este curioso ritual y ambos se sienten a sus anchas repitiéndolo. Pablo abre la caja metálica, extrae dos cigarrillos, le alarga uno a la señora, se pone otro en los labios, le da fuego, enciende el suyo y contempla maravillado ambos objetos antes de devolvérselos. La pitillera es preciosa, pero más precioso aún es el encendedor, delgado, rectangular, con sus aristas casi cortantes de tan pulidas y su brillo dorado, con el clic preciso con el que enciende, sin fallar jamás, con su llama que es casi del color de los ojos de ella.

Siguen un par de minutos de conversación. El portugués de la señora es perfecto. Pablo ha oído que habla muchos idiomas, y también los rumores que aseguran que aprendió cada uno de éstos con un amante distinto, pero le parecen maledicencias de vieja. Los físicos del CERN se parecen a las comadres de su barrio, siempre metiendo las narices en los asuntos de los demás, siempre hurgando en las vidas ajenas.

La señora está guapísima esta noche. También parece triste. Pablo daría cualquier cosa por encontrar la manera de animarla, pero no sabría qué decirle, no es más que un pobre guarda que se pasa las noches estudiando en la garita con la esperanza de dejar de ser un paria algún día.

Helena, por su parte, se aferra como un náufrago al cariño que emana del muchacho, ignorando las protestas de Megafonía.

* * *

Boiko estaba jugando con él. Mantenía la guardia baja, mostrándole la nariz rota, el rostro ensangrentado y la sonrisa demente. Esquivaba sus golpes sin esfuerzo, moviendo la cabeza lo justo para evitar el puño o apartándolo de un manotazo, como si se sacudiera un moscón de encima.

Iba acorralándolo poco a poco contra la furgoneta, dejándolo sin espacio para esquivarlo, lanzándole golpes demoledores, demasiado rápidos para que Héctor pudiera hacer otra cosa que detenerlos con los antebrazos, escondiendo la cabeza entre ellos como una tortuga acosada por un grizzly.

Estaba agotado. Era cuestión de minutos hasta que empezara a bajar la guardia. Llegaba un momento en que los hombros se cansaban tanto que ni siquiera la certeza de un golpe asesino bastaba para mantener los puños altos.

—¡Vamos, tovarich! —exclamó Boiko—. No te rindas tan pronto.

Supo que el gancho que caía por su izquierda no era más que un señuelo, pero no por ello atinó a evitar la patada lateral que llegó desde la derecha, dirigida a su cabeza. Todo lo que consiguió fue levantar el brazo, protegiéndose a medias el rostro. Una segunda patada, sin que Boiko se molestara en bajar la pierna que le golpeaba, le derribó por el suelo. Héctor giró velozmente sobre sí mismo, procurando alejarse lo más posible de su oponente, sabiendo que podía patearle a voluntad mientras estuviera en el suelo. Pero Boiko quería divertirse un rato más. Aprovechó la coyuntura para arrancarse la camiseta, que partió dos pedazos con la misma facilidad que si rasgara una hoja de papel. Utilizó uno de ellos para limpiarse la sangre del rostro y le tendió el segundo.

—Límpiate.

Necesitaba un arma. Imposible seguir enfrentándose a él con las manos vacías. Cualquier cosa, siempre que fuera punzante o al menos dura. Un bolígrafo. Una piedra.

Su reloj. Todavía llevaba en la muñeca el regalo de Velasco. La esfera irrompible del Rolex sería mucho más efectiva que sus destrozados nudillos.

Se puso en pie, asió el trozo de camiseta que le había arrojado Boiko, se secó la frente, las manos y los antebrazos. De paso, disimuladamente, soltó el cierre de la cadena de acero y dejó que el Rolex se deslizara hacia las falanges.

Un directo. Tenía que intentar conectar un directo de izquierda. Boiko avanzó hacia él. Héctor le dejó acercarse antes de lanzar la derecha intentando distraer a su oponente. Boiko la bloqueó, indolente, casi aburrido, su rostro totalmente al descubierto.

Ahora. Héctor lanzó la izquierda con todas sus fuerzas.

La mano de Boiko deteniendo la suya en pleno vuelo. El aire, escapándose de sus pulmones. Algo, como un vendaval, alzándole en vilo, lanzándole por el aire. Su espalda golpeó el retrovisor de la furgoneta, arrancándolo de cuajo. Al menos una costilla rota, quizá más, a juzgar por la punzada cruel en sus pulmones.

—Buen intento, tovarich.

Boiko había visto venir la maniobra, había tenido todo el tiempo del mundo para detener su golpe y propinarle a cambio una tremenda patada lateral que casi había pulverizado su caja torácica. Había perdido la ventaja de la sorpresa y no era enemigo para él.

Se levantó como pudo. Intentó alzar los brazos. Esta vez el golpe cayó en su hígado. Perdió el equilibro. Una zarpa le alzó por el cabello. Un cabezazo en pleno rostro. Un hachazo brutal de espinilla quebrando los ligamentos de su rodilla derecha.

Tumbado boca abajo. Sin sentir apenas el dolor. Casi no veía. Estaba a punto de desvanecerse. Posiblemente no recuperaría la conciencia de nuevo. Agüela, pensó. Si Changó tiene que hacer un milagro, ahora es el momento.

Su mano palpó una superficie fría y dura. Un cristal. Un fragmento del retrovisor. Afilado.

El pie propinándole un suave empujón en el hombro, como para espabilarlo.

—Levántate. Boiko aún no ha terminado contigo.

Si pudiera alzarse. Si pudiera arrojarse sobre él, buscando su vientre o su pecho. Pero no podía. Boiko volvió a hurgarle las costillas. Llevaba unas Nike de color rojo y negro.

Con el talón descubierto, pensó, mientras aferraba el cristal y concentraba las fuerzas que le quedaban en la puñalada.

—Changó siempre cumple, m'hijo.

Boiko cayó de rodillas, rugiendo. Héctor se aferró al chasis de la furgoneta para ponerse en pie. Su pierna derecha apenas le sostenía. Boiko intentó levantarse. Por un interminable segundo Héctor creyó que lo conseguiría, hasta verlo derrumbarse, sin llegar a alzarse del todo. Había vencido. Pero no era cuestión de quedarse allí, celebrando una victoria que le sabía tan amarga como la sangre que le encharcaba la boca.

—¡Irene! —gritó mientras se dirigía, cojeando, hacia ella.

Pero Irene no estaba sola. Klaus estaba a su lado, sujetándola del pelo con una mano. Con la otra empuñaba su pistola. Y le estaba apuntando con ella.