VUELO NOCTURNO A GINEBRA

VELASCO DE UNIFORME. Parecía más alto, más recio y, sobre todo, menos cínico.

El coronel se quitó la guerrera y la colgó del respaldo de la única silla de la habitación. Héctor se incorporó en la cama no sin esfuerzo. Una punzada en el tórax le recordó las dos costillas rotas que, milagrosamente, no habían perforado los pulmones.

—Me alegro de verle, coronel.

Velasco le contempló de arriba abajo, frunciendo el ceño, como un comerciante examinando un lote de mercancía defectuosa.

—Está hecho unos zorros, mayor.

Héctor contempló sus manos vendadas.

—Podía haber sido peor —dijo.

—Hay que reconocer que tiene agallas, Espinosa.

Velasco olía a loción de afeitar. La camisa azul con botones dorados y la corbata negra no desentonaban con la huella de la viruela en el rostro.

—Tuve suerte. No era rival para Boiko.

El coronel asintió, ecuánime.

—Eso lo sabía de antemano. No era la primera vez que se las veía con él.

Héctor alzó las cejas.

—No le hacía al tanto de esos asuntos.

Velasco negó con la cabeza. El gesto pesimista del sargento que no consigue meter en vereda al recluta díscolo.

—Tendrá que andarse con más cuidado en el futuro —rezongó—. No puedo pasarme la vida haciéndole de niñera.

—Hablando de eso, ¿cómo nos localizó?

Los finos labios torciéndose en la familiar sonrisa sardónica. Quién iba a imaginarse, se dijo, que aquella mueca de viejo zorro llegara a conmoverle algún día.

—Esfandiari hizo algo más que cambiarle la pila a su flamante Rolex —dijo Velasco—. ¿Nunca se ha preguntado cómo le encontró el hombre de Ebrahim cuando se escondió en las ruinas de Persépolis?

—La verdad es que yo…

—Su reloj lleva instalado un localizador. Nada tan sofisticado como sus neutrinos, pero suficiente para saber dónde estaba en cada momento.

—¡Podía habérmelo explicado!

—¿Y arriesgarme a que se le ocurriera dejar de llevarlo, igual que se paseaba por Ginebra sin su arma? Ni hablar. Y mucho menos después de que Richard Gregoire apareciera muerto en Central Park.

El coronel examinó los gemelos dorados de sus bocamangas.

—Gregoire se había ganado algunos enemigos de los que no perdonan —dijo—. Decidieron eliminarle en contra de la opinión del senador; de ahí que prefirieran utilizar un agente libre. No contaron con que el mercenario tuviera sus propias buenas razones para hacer turismo en Nueva York.

—Le debo una, coronel.

Velasco dejó escapar un suspiro que podía significar cualquier cosa. Resignación, tristeza, frustración, alivio por haber pasado página. O quizá estaba leyendo en él su propio estado de ánimo. Recordó las lágrimas de Irene, mezclándose con la sangre que empapaba el pecho de Boiko. Los ojos de niño bueno mirando a las estrellas, muy atentos, como contándolas. Le había costado mucho apartarla de él y arrastrarla suavemente hasta el coche del coronel.

—No se preocupe, señorita —le había dicho Velasco mientras Dijstra cubría el cadáver con una manta—. Nosotros nos ocuparemos de él.

El coronel se levantó de la silla. Héctor le tendió su mano vendada.

—Gracias por todo. Quizá volvamos a trabajar juntos algún día.

—Espero que no, amigo mío —dijo Velasco, tomándola cuidadosamente entre las suyas.

* * *

Habían ocurrido tantas cosas que le costaba aceptar que sólo hubieran pasado cuarenta y ocho horas desde que se había encontrado a Héctor esperándola en el comedor de su casa. Es casi cómico darse cuenta de que sus padres ni siquiera se habían inquietado por su ausencia. Había bastado un telefonazo por la mañana y una vaga e innecesaria excusa.

Mejor así. El militar con la cara picada de viruela se lo había dejado muy claro.

—Confío en su discreción, señorita. Por el bien de todos.

Héctor seguía vivo. Se había pasado un día entero a su lado en el hospital militar del Bronx velando su sueño sedado y murmurando su agradecimiento a la divinidad yoruba que le protegía.

Recordando los ojos de Igor, fijos en el cielo.

Y llorando.

* * *

La teoría especial de la relatividad.

Irene camina a paso vivo por la alfombra mecánica que conecta la terminal de llegada del aeropuerto de Ginebra con la aduana, esquivando a otros viajeros con menos prisa que se limitan a dejarse arrastrar por la cinta sin fin.

La teoría especial de la relatividad, recuerda, asegura que el tiempo transcurre más lentamente para un observador en movimiento que para otro en reposo.

A la velocidad de la luz, simplemente, el tiempo se detiene. Los fotones, por tanto, viven en el eterno presente. Lo mismo les ocurre, milielectrón voltio más o menos, a los neutrinos que estudia Héctor.

En cuanto a ella, se siente como si hubiera saltado a bordo del sistema inercial en que se desplazan esos veloces pedacitos de nada, capaces de cruzar el universo sin sentirlo, congelados en un perenne ahora.

Ahora. Las últimas setenta y dos horas se solapan en su conciencia, como si fueran parte del mismo segundo. El piano de Leila tocando un nocturno. La mano de Héctor acariciando la suya en la cocina de su casa. El aparcamiento del Bronx y dos hombres que pelean por ella, o utilizándola como excusa. El olor de la pólvora y la caricia de Igor, antes de desplomarse. Héctor tumbado en el catre de un hospital con vendas en el rostro, el torso y las manos. La voz de Helena al otro lado del teléfono, revelando que Carpenter ha encontrado miles de burbujas en la región predicha por su modelo. Confesando que Carpenter ha muerto. Rogándole que vaya.

—Te necesito, Irene.

El vuelo nocturno a Ginebra, cuya duración no ha excedido el tiempo que le ha costado cerrar los ojos, apenas despegó el avión, para volver a abrirlos cuando las ruedas tocaron el suelo.

La cinta mecánica por la que corre, veloz, veloz, mientras multiplica en su cabeza, una y otra vez, el ingente número de burbujas extrañas que el acelerador produce por la probabilidad de que una de ellas inicie una reacción de fusión por efecto túnel.

* * *

—Ha cambiado —anuncian por Megafonía.

Recuerda a la niña enfadada de tez cadavérica perdonándole la vida durante su última entrevista en Les Berges y se le antoja que no tiene nada que ver con la mujer que se sienta a su lado, examinando con absoluta concentración el último gráfico de John Carpenter.

—El CERN ha aprobado el programa de alta intensidad —dice Helena—. Eso implica cien mil burbujas extrañas al año.

—¡Pero la probabilidad de fusión por efecto túnel que obtengo es de una entre cien mil! —exclama Irene—. Si multiplicas ambos números, obtienes una probabilidad de uno. O lo que es lo mismo, la certeza de que en un año de operación se producirá una reacción en cadena. Puede ocurrir en cualquier momento. Ahora mismo si están colisionando los haces.

—Lo están —afirma Helena—. Y cada día que pase la intensidad va a aumentar más a medida que los ingenieros vayan perfeccionando la inyección. ¿Cuán segura estás de tu cálculo?

Irene se encoge de hombros.

—Hay aproximaciones que podrían ser dudosas —dice—. Sería deseable que otros lo abordaran.

—No podemos sentarnos a esperar mientras lo hacen. Me entrevisto con Calvetti dentro de un rato. Con tu resultado en la mano espero hacerle entrar en razón.

—¿Y si no? —pregunta Irene.

—Recurriré a sir James. Me entrevistaré con él y se lo contaré todo. Daremos una rueda de prensa conjunta si hace falta.

—Arruinarías tu carrera —murmura Irene.

—No sólo eso. Arruinaría también el futuro del laboratorio.

—¿Y si me he equivocado en mis cálculos? ¿Y si no existe riesgo después de todo?

—No te has equivocado hasta ahora. No podemos jugar con fuego. Mi obligación es detener la máquina.

—¡Lo conseguirás! —exclama Irene—. Cuando les expliques el riesgo que corremos a Calvetti y los delegados, es imposible que no te escuchen.

—¿Recuerdas la historia de Galileo en Roma? —pregunta Helena.

* * *

La escasez de despachos en la División de Física Teórica era un tema favorito de todas las tertulias de sobremesa en el CERN, tan socorrido como hablar del lluvioso tiempo de Ginebra.

Lo cierto, se dijo Irene, era que la falta de espacio se había hecho todavía más acuciante, si cabía, por culpa del LHC. Las secretarias de la División se pasaban la vida maniobrando con los calendarios de los físicos de plantilla, aprovechando cada día de sus vacaciones para alojar en sus despachos a visitantes temporales. Ella no había sido una excepción.

En el mes largo que llevaba ausente posiblemente habrían pasado por allí tres o cuatro visitantes. Aunque discretos, cada uno había dejado su marca, alterando ligeramente la geografía del despacho. El escritorio, ligeramente desplazado hacia la ventana. Nuevos diagramas de Feynman en la pizarra. Unos dibujos infantiles fijados con chinchetas al panel de corcho.

Minucias que, sin embargo, habían conseguido romper el hechizo, desacelerándola bruscamente, desde la velocidad de la luz hasta los pasos inseguros de quien no reconoce su hogar tras una larga ausencia.

Excepto por el paquete de Marlboro, en la esquina exacta de siempre.

Irene se dio la vuelta y corrió, pasillo adelante, hasta el despacho de su amigo, pero se quedó sin aire, detenida en plena carrera sin dar crédito a sus ojos.

Las paredes desnudas, descascarilladas, de un color amarillento sucio. La habitación vacía, sin otra cosa que la vieja mesa metálica, la silla en la que se sentaba Mauricio y el flexo, proyectando un pequeño cono de luz sobre la libreta en la que escribía.

Ni un papel. Ni un libro. Ni uno de los miles de artículos que solían rodar por la pieza. Por no quedar, no quedaba ni basura, ni tazas con posos de café, ni mondaduras de naranja, ni un cenicero atestado de colillas.

Era, se dijo, como si el fin del mundo hubiera empezado en ese despacho.

* * *

Genio y figura, pensó Helena, era algo que no había más remedio que reconocerle a sir James. Había respondido a su llamada invitándola a almorzar, sin preguntarle por sus razones, como si se tratara de lo más habitual del mundo. Le había dado cita en La Perle du Lac, uno de los restaurantes más finos de la ciudad, tras reservar mesa en la terraza acristalada con vistas al lago. Y, cómo no, se había cuidado mucho de entrar en materia hasta bien avanzada la comida.

—¿Y bien, querida? ¿Por qué querías verme?

Helena había mantenido la mirada fija en el lago, hechizada por la calma que emanaba de la gran masa de agua inerte. Acababan de servir los segundos platos —el camarero se había llevado su primero casi intacto— y sir James había decidido dar por concluidas las galanterías.

Había llegado la hora de la verdad.

* * *

Cuando Irene de Ávila entra en la sala de control del LHC, Jacob Panman está dando cabezadas, somnoliento tras una larga y anodina jornada de domingo. No es que Panman tenga nada en contra de un día tranquilo tras los meses de febril actividad; de hecho, la calma no va a durar más allá del fin de semana. El lunes los haces vuelven a subir en intensidad, la tercera vez en los últimos quince días. Pero el lunes comienzan también sus vacaciones y serán otros los que tengan que vérselas con los inevitables problemas para alcanzar el máximo operativo mientras él se tuesta al sol en una playa del Mediterráneo.

La visita de Irene le supone una agradable sorpresa. Se conocen superficialmente de las reuniones de la asociación de personal del CERN, de la que Jacob es miembro militante y a las que la muchacha, nueva en la casa, asiste con frecuencia. Han simpatizado desde el primer día. De Ávila es una chica despierta y con energía, capaz de arrimar el hombro para que la asociación funcione mejor. No son pocas las desigualdades en una organización como el CERN, que ya pasa del medio siglo de antigüedad y emplea tanta gente como la siderúrgica que empleaba al padre de Panman, el intrépido sindicalista del que éste aprendió a sacrificarse para mejorar las condiciones de los trabajadores.

Por eso, cuando Irene aparece por su turno, con un borrador recién elaborado del proyecto para financiar una nueva guardería y musitando una excusa por llevárselo en horas de trabajo, Jacob, que normalmente hubiera estado demasiado ocupado para atenderla, no duda en invitarla a la sala vecina, donde una máquina de café y un par de butacas permiten un rato de calma en las raras ocasiones en que las condiciones de la máquina son tan relajadas como hoy.

Además, Panman está agotado, tanto, de hecho, como los dos operadores de la sala de control, ambos adormilados sobre sus pantallas. Resulta envidiable que la muchacha esté tan fresca como si acabara de levantarse, aunque es bien sabido que a los físicos teóricos les gusta trasnochar. Hay que añadir que Irene de Ávila es una chica muy atractiva y Jacob no es indiferente a su belleza. Quizá, si no estuviera tan cansado y los ojos de la muchacha no fueran tan bellos, habría caído en la cuenta de que ha dejado abierta la pantalla principal de control sin activar el programa que exige una clave que sólo los jefes de turno conocen para acceder a las funciones de la máquina.

* * *

Es una locura.

El plan es tan descabellado que Irene no consigue creerse del todo que hasta el momento esté saliendo bien. Se había esperado que Panman la echara con cajas destempladas, y en lugar de eso lo ha encontrado somnoliento y amable, aunque lo cierto es que parece más pendiente de su vestido, bastante corto, que del borrador del proyecto de guardería que justifica su visita.

¿La monja boba exhibiendo las piernas? Sería para desternillarse de risa, excepto que no es gracioso verse obligada a recurrir a esas tretas con un buen hombre como Jacob.

Pero ¿qué puede hacer? ¿Encañonarle?

Helena le ha contado que el día que se estrelló, Corrado Gatto llevaba en el coche su fusil de reglamento del ejército suizo. Quizá su propósito era el mismo que la anima a ella en ese momento.

Detener el LHC.

Panman hurga en sus bolsillos, extrayendo una a una las monedas que necesita echar a la máquina para obtener un par de cafés. La máquina está en la esquina de la habitación opuesta a la puerta que da acceso a la sala de control. Irene se queda rezagada mientras el jefe de servicio se afana con las bebidas. Echa un vistazo por encima de su hombro y ve que Mauricio se cuela en la sala de control. Se mueve como un espectro, sin hacer ningún ruido, y los operadores que sestean en sus butacas no se despiertan. En un instante ha alcanzado el monitor de control frente al que trabajaba Panman y comienza a teclear algo. Pero ahora hace tanto ruido como el tableteo de una ametralladora. Tanto ruido como está metiendo su corazón, a punto de saltarle del pecho. Pero por algún milagro los operadores no se despiertan. Jacob avanza hacia ella con dos vasos de plástico en las manos. Irene se aparta de la puerta y casi le empuja hacia las butacas, situadas junto a la máquina, lo más lejos posible de la sala. Panman la mira, algo extrañado por su vehemencia, e Irene le larga un panegírico, protestando contra algunas de las más descaradas y machistas regulaciones del CERN.

—¡A las barricadas! —exclama a falta de mejores ideas, recordando una de las frases preferidas de Raúl.

Jacob se ríe de buena gana mientras Irene ruega por lo bajo para que su carcajada no espabile a los operadores antes de que Mauricio acabe de reprogramar los imanes.

* * *

Cuando Makoto Sakuda llega, poco antes del mediodía, encuentra a Jacob Panman cansado pero contento. Con razón, puesto que se trata de su último turno en un mes. Esa misma tarde sale de vacaciones.

Makoto le despide con unas palmadas en el hombro, ocultando el fastidio que siente. Le espera un día duro y lo sabe. El acelerador ha subido ya hasta dos tercios de la nueva intensidad, pero falta el tirón final, el último treinta por ciento, que siempre es el más complicado. Afortunadamente todavía es muy temprano y Sakuda espera haber completado la parte más delicada de la inyección de los haces para cuando la sala de control empiece a llenarse de gente. Además, se dice, Andrea Donini, el jefe de servicio que reemplaza a Jacob, tiene casi tanta experiencia como éste.

Cuanto antes empiecen, mejor. A un gesto suyo Donini introduce su clave en el sistema y los haces, que se han estado acumulando en el acelerador auxiliar, empiezan a circular por el LHC.

—Todo en orden —dice Donini.

Sin embargo, Makoto se siente intranquilo sin poder precisar por qué. Mira a su alrededor, inquieto, como un comisario buscando pruebas en el escenario del crimen, y se fija en una libreta de tapas negras que ha caído al suelo junto a la consola del jefe de servicio.

—¿Es tuya esa libreta? —pregunta.

Donini echa un rápido vistazo y niega con la cabeza, concentrándose inmediatamente en su monitor.

Makoto se inclina, recoge la libreta y pasa las hojas, contemplando el mosaico de cálculos que llenan cada milímetro cuadrado de espacio.

Algo no va bien, murmura una voz en su interior.

—Subiendo la intensidad —murmura Donini.

—¿Cómo ha llegado aquí esta libreta? —explota Sakuda, cada vez más inquieto.

—¿Qué libreta? —repite Donini, mirándole asombrado. También los operadores que ocupan las pantallas secundarias le contemplan sin entender a qué viene su exabrupto. Y por supuesto no saben nada. Acaban de entrar de turno.

Pero Sakuda ya ha caído en la cuenta de que la libreta es de Mauricio Gatto. Conoce al pobre hombre desde hace treinta años y se considera su amigo, en la medida que se puede ser amigo de un perturbado. Ha visto docenas de esos libros de notas rodando por su despacho y las ha ojeado en numerosas ocasiones.

La voz interior está gritando en sus oídos, exigiéndole que ordene a los operadores volcar el haz. Pero Sakuda no se decide. Si vacían el haz, perderán una semana de trabajo o más… ¿Y cómo justificarse? Pero ¿qué hace esa libreta en la sala de control?

—Makoto —masculla Donini—. Hay algo que va mal.

Makoto se precipita hacia la pantalla. Un agudo dolor ha comenzado a palpitar en sus sienes.

—¿Qué ocurre?

—No consigo estabilizar el haz —dice Donini.

—Comprueba el estado de los imanes —ordena Sakuda—. Puede que alguno esté dando problemas.

—Los he comprobado antes de iniciar la inyección… Espera… ¡No puede ser!

—¿Qué ocurre, Andrea?

—Mira esto. Tenemos tres grupos de imanes colapsando.

—Imposible —dice Sakuda, recordándose a sí mismo que en una situación de emergencia lo importante es mantenerse calmado—. La probabilidad de que un imán colapse es…

—No es un accidente —corta el jefe de servicio—. Alguien ha programado los imanes para entrar en modo de prueba justo a esta hora.

—¿Cómo?

Pero Sakuda sabe muy bien lo que ha ocurrido. Lo sabe antes de que Donini se lo confirme.

—Alguien ha programado los imanes para que colapsen.

—¡Vuelca los haces! —grita Sakuda, reprimiendo a duras penas un juramento. Si se salen de órbita, pueden golpear alguno de los sistemas de la máquina, inutilizándolos. Pero aún están a tiempo de dirigirlos sobre el sistema de volcado, un gran bloque de varias toneladas de grafito capaz de absorber la enorme energía de los iones acelerados.

Tranquilo, se dice. Todo está bajo control.

El rostro desencajado de Donini le confirma su equivocación.

—El sistema de volcado no responde —jadea.

—¿Qué? —exclama Sakuda—. ¿Cómo es posible?

—¡Está bloqueado! ¡Alguien ha boicoteado la máquina!

—¡Estamos perdiendo el haz! —grita uno de los operadores.

Un instante más tarde un concierto de alarmas se ha disparado en la sala de control a la vez que los sistemas centrales cortan la corriente al acelerador. Demasiado tarde, piensa Sakuda. Basta echar un vistazo al panel de control para ver que al menos un veinte por ciento de los imanes se han quemado. El LHC está inutilizado.