LAS RAZONES DE UN ESPÍA
LES BERGES. En Ginebra no faltan hoteles de cinco estrellas. El Ramada Park, el Hilton o el Hotel de la Paz, por ejemplo, ofrecen todas las comodidades imaginables a quien pueda pagarlas. De hecho, el Hotel des Berges no es ni el más caro ni el más lujoso de la ciudad. Sin embargo, en lo que se refiere al estilo carece de rival.
Un antiguo palacio, en el mismo borde del lago, cuya renovación ha requerido la fortuna de un príncipe saudí. Ciento tres habitaciones, amplias y confortables, cada una de las cuales podría ganar un concurso de art déco. Botones cuyos uniformes se asemejan a los de un almirante; recepcionistas que dominan ocho idiomas; una carta exquisita en el restaurante. Y el buen gusto, presente en un millón de pequeños detalles, que van desde los grabados originales de Escher que adornan la biblioteca hasta los delicados palitos de canela en rama que se sirven con cada capuchino.
Henry Pullman ocupa una de las suites más exquisitas del hotel, un ático desde cuyo balcón se domina la ensenada en la que el Ródano se abre al lago Lemán. Son las diez y cuarto de la mañana. Contrariamente a sus hábitos, el senador no ha madrugado hoy. Se ha acostado tarde y al sonar el despertador, a las siete menos cuarto, lo ha apagado sin contemplaciones. Trasnochar le sienta cada vez peor, a él, que todavía unos pocos años atrás podía encadenar dos noches en blanco. Pero el tiempo no pasa en balde.
Fuera, el cielo se ha cubierto de nubarrones grises. Cuando comienza el chaparrón, Pullman contempla durante un rato la tormenta antes de cerrar las cristaleras. En unos minutos las calles peatonales que rodean la suite se vacían de gente. El senador enciende uno de sus diminutos puros y se lo fuma parsimoniosamente tras la ventana, contemplando la ciudad desierta.
Suena el teléfono. Una voz obsequiosa le informa de que el señor Geldman le aguarda abajo. Pullman había previsto salir a almorzar fuera con su viejo amigo, pero el aguacero y el cansancio le hacen cambiar de idea.
—Dígale que suba.
Simón Geldman entra en la suite, lastrado con una vieja cartera de piel y sacudiendo un sombrero de fieltro empapado. Sus ojos miopes recorren la estancia como asombrados, admirando los cuadros de las paredes y los muebles de época. Parece un viejo judío recién salido del gueto en su primera visita a la gran ciudad. Pullman reprime las ganas de reír a carcajadas. Cuarenta años atrás, durante la guerra de los Seis Días, con el uniforme del ejército israelí manchado de sangre y la pistola al cinto, Simón aún no parecía el inofensivo rabino que tan bien ha aprendido a aparentar.
—Shalom, hermano —dice Pullman, acercándose a él y abrazándole calurosamente.
—Shalom, amigo mío —responde Geldman, devolviéndole el abrazo con idéntico afecto—. ¿Cómo va todo?
—Cada día tengo más achaques —suspira Pullman.
—No eres el único —contesta Geldman, dejándose caer en una de las butacas estilo Luis Felipe que adornan la pieza.
—¿Te apetece algo? ¿Un poco de té?
—Henry, estoy preocupado.
Debe de estarlo, piensa Pullman, para ir al grano tan rápidamente. A Simón le suele gustar un poco de conversación antes de pasar a los negocios. No quedan ya tantos con los que se puedan evocar los viejos tiempos. Pullman descuelga el teléfono y da una rápida orden antes de tomar asiento cerca de su amigo.
—¿Qué te inquieta?
—Se trata de la operación en Irán. Hay algo que no me gusta.
—¿Qué, exactamente?
Geldman se frota nervioso las manos, como para entrar en calor. El gesto le recuerda a Pullman los altos del Golam y una noche gélida, en la que las balas silbaban en torno a ambos, mientras el fuego de mortero se iba acercando cada vez más. Estaba convencido de que no saldría con vida de aquélla, pero todo el peligro inminente no le permitió olvidar, ni por un instante, el mordiente frío que les congelaba los dedos.
—Hay demasiada gente metida en este negocio. Deberíamos haberlo gestionado entre nosotros, como solíamos hacer.
—Eran otros tiempos, Simón. No podíamos dejar fuera a nuestros aliados, ni tampoco a los rusos.
—¿Y todos esos burócratas? ¿Y la ONU? ¿De qué sirve un tipo como Gregoire?
—No es más que un correveidile para mantener informado al secretario general.
—Demasiada gente —insiste Geldman, estrujando su sombrero—. Cuanta más gente, más fácil resulta que alguien se vaya de la lengua.
—No es tu estilo ahogarte en un vaso de agua. Dame algo más concreto.
—¡Si pudiera! Es mi intuición, Henry.
Geldman parece tan cansado como él. Se están haciendo viejos. No es bueno que ancianos como ellos manejen tantos hilos. A partir de cierta edad todo se ha sedimentado ya. Las ideas, las creencias, la capacidad de amar, las ganas de luchar. Deberían ir pensando en retirarse.
Llaman al timbre. Entra una camarera, empujando un carrito con un servicio de té. Geldman aguarda a que salga y a continuación se acerca hasta la puerta, arrastrando los pies, la abre, echa un vistazo al pasillo —Pullman tiene la certeza de que alguno de sus hombres no anda lejos—, vuelve a cerrarla y regresa a su lado. El senador, entre tanto, sorbe su té, saboreando el ligero aroma a jazmín que desprende, un aroma que le recuerda los jardines de Eram hace media vida. Pasan un rato así, callados, oyendo llover. No es la primera vez que comparten ni el silencio ni el diluvio sobre sus cabezas.
—Estoy preocupado por Ebrahim —dice Geldman de sopetón.
—¿Ebrahim? ¿Por qué? ¿Algo va mal en Shiraz?
—No, todavía no. Pero antes o después alguien va a equivocarse.
—Ebrahim lleva veinte años en este negocio, Simón. ¿Por qué habría de fallar ahora?
Geldman mira al suelo y estruja su sombrero.
—Durante todo este tiempo le hemos dejado en paz. Una comunicación cifrada de vez en cuando, extremando al máximo la seguridad. Pero otra cosa muy distinta es obligarle a participar activamente en una operación encubierta que implica traslado de gente y material en territorio enemigo.
—Lo cierto es que sin su ayuda Velasco nunca habría conseguido montar Pato Cojo —dice Pullman—. Pero ese objetivo ya se ha conseguido. No necesitamos seguir importunándole.
—¿Hasta cuándo?
—Si todo va bien, no será precisa otra intervención local. De hecho, con un poco de suerte, todo este asunto puede haber concluido en unas pocas semanas.
—Inshalla, hermano. Ojalá sea así.
Pullman mira por la ventana. Ha dejado de llover.
—¿Damos un paseo?
—¿Nunca te preguntaste por qué alguien como él podría querer trabajar para nosotros, Henry?
—¿Las razones de un espía? Hace tiempo que dejé de hacerme ese tipo de preguntas, amigo mío.
* * *
Irene se dio cuenta de que iba a ser imposible trabajar aquella mañana después del telefonazo de Helena Le Guin.
—Irene, me gustaría hablar contigo. ¿Quieres que cenemos juntas? Doy una charla esta tarde en la Esfera. Me gustaría mucho que asistieras. Si te parece, luego tomamos una pizza.
Consultó su reloj, la cuarta vez que lo hacía en la última media hora. Eran apenas las doce. Faltaba un buen rato para la conferencia, que no empezaba hasta las cuatro de la tarde. ¿Qué mosca le habría picado a Helena Le Guin para desear verla con tanta urgencia?
—Tengo un trato que proponerte —le había dicho—. Te lo cuento delante de una botella de Chianti.
Algo que ver con el trabajo, sin duda. El caso es que no iba a ser capaz de concentrarse hasta que se despejara el misterio y no valía la pena seguir perdiendo el tiempo en la oficina. No se lo pensó dos veces.
Diez minutos más tarde llegó a la rivera de un arroyo que desembocaba en el Ródano, aseguró con un candado su bicicleta y echó a andar, a paso vivo, decidida a llegar al estanque en no más de media hora.
Conocía bien el sendero. Era uno de sus paseos favoritos. Lo había recorrido innumerables veces, casi siempre acompañada. De hecho, se le hacía un poco raro andar sola por allí.
O es que la soledad siempre resultaba extraña.
Cuando caminaba con su madre, no le preocupaba otra cosa que escuchar su voz pausada, desgranando para ella cuentos de hadas con final triste. Si era Corinne quien la acompañaba, su cháchara las absorbía tanto que igualmente podían haber estado paseando por Júpiter. De la mano de André, sólo pensaba en el siguiente beso. Sin nadie con quien compartir el instante, era como si la escarcha helada en las ramas de los castaños, los restos de nieve en la vereda, el olor embriagador a tierra mojada fueran un decorado para una función cancelada en el último momento.
Llegó a la rivera del Ródano jadeando pero contenta. La rápida caminata la había hecho entrar en calor y se sentía animada, con la cabeza despejada y el corazón menos confuso que antes. No había nadie en los alrededores, excepto un corredor, a unos metros a su derecha, que aprovechaba la barandilla metálica en la que acababa de reclinarse para realizar estiramientos.
Era muy flexible. Se inclinaba sobre la pierna izquierda, muy alzada, apoyada en el barrote de acero cromado. Los brazos rodeaban sin dificultad la zapatilla embarrada y la frente descansaba cómodamente en su espinilla. Tenía el pelo moreno y rizado, llevaba una camiseta zarrapastrosa y unos pantalones cortos que dejaban al descubierto unos músculos largos y fibrosos. Las pantorrillas eran como dos bolas de cañón. Los cuádriceps de la pierna derecha, ligeramente flexionada, parecían esculpidos a cincel en la piel, color oliva.
Irene se acercó a él sin preguntarse a qué venía la súbita falta de oxígeno en sus pulmones.
—Hola, Héctor.
—¡Irene! —exclamó él. Un púgil con chándal de algodón, gorro de lana y guantes le atizaba a un saco de boxeo en su camiseta—. ¡Me alegro de verte!
Era más alto y más enjuto de lo que recordaba. Sobre todo, pensó, no debía atolondrarse. No hablar por los codos. No mezclar idiomas.
—Pues aquí me tienes. Yo también me alegro de verte.
A la luz del día su piel era menos oscura de lo que le había parecido la otra noche. También parecía un poco menos seguro de sí mismo.
—¿Puedo hacer algo por ti? —preguntó Héctor, abriendo los brazos—. ¿Salvarte de algún peligro? ¿Invitarte a un café?
—Pensaba seguir paseando un rato.
—¿Necesitas un guardaespaldas?
—Me vendría mejor un amigo.
—Aquí tienes uno —dijo él, tendiéndole la mano.