ARMAGEDÓN
HELENA LE GUIN CONSULTÓ LA HORA en su Patek Philippe. Faltaban cinco minutos para las nueve. Le quedaba el tiempo justo para fumar un cigarrillo en el balcón antes de que llegara Alessandro Calvetti. Cinco minutos exactamente; la puntualidad de Alessandro era inusitada en un italiano. Aunque después de todo su viejo amigo era de Turín, lo cual le convertía casi en alemán, excepto cuando se enfadaba. Y Helena estaba segura de que acudiría a su cita muy enfadado.
Desde el balcón de su despacho se divisaban los viñedos que rodeaban el CERN, envueltos en neblina, a esa hora temprana de la mañana. Helena se arrebujó en su abrigo mientras fumaba. Otro día de enero en Ginebra, pensó, frío y desapacible. El cielo, de un color gris sucio, parecía cernirse a un palmo del techo del edificio.
Tuvo el tiempo justo de apagar la colilla y acomodarse en su escritorio antes de que Alessandro irrumpiera en la oficina. Como había previsto, venía de un humor pésimo.
—¡Te lo dije, Helena! —exclamó, derrumbándose en una butaca, sin quitarse siquiera la gabardina—. ¡Te dije que ese farsante nos iba a complicar la vida!
Alessandro tenía el rostro congestionado y empuñaba su pipa por la cazoleta como si fuera una daga. No era difícil imaginárselo apuñalando a sir James con ella.
—Cálmate, Sandro. No será para tanto.
—¿Que no? ¡Echa un vistazo!
Helena ojeó el libro, de pequeño tamaño, que Calvetti había arrojado sobre su escritorio. Tenía una cubierta roja y negra, en mitad de la cual se veía una fotografía de la Tierra tomada desde el espacio, hábilmente retocada para crear la impresión de que el planeta estaba a punto de estallar en mil pedazos. El título rezaba Armagedón. Un poco más abajo, una apostilla: Riesgos de la ciencia irresponsable. En la parte inferior de la cubierta el nombre del autor, sir James Reeves.
—¿Otro catálogo de plagas?
—¡Ni te lo imaginas! Nanorreplicantes, virus letales, el cambio climático, una guerra termonuclear…, pero lo peor es el capítulo que dedica a las burbujas extrañas.
—¿Me lo resumes? No me siento con ánimos de leer este panfleto.
—Su discurso habitual, pero con un tono mucho más agresivo. Afirma que el acelerador supone una amenaza para el planeta y exige del Consejo del CERN que prohíba el programa de alta intensidad.
Helena se recostó en su butaca. El Departamento de Autocontrol funcionaba a toda máquina, pero los obreros que demolían algún pecio viejo en el interior de su cabeza habían arrancado de nuevo los martillos neumáticos.
—¿Crees que se lo va a tomar alguien en serio?
Calvetti resopló, exasperado.
—Reeves no es más que un mercenario. El CERN le sale demasiado caro a los estados miembros y me temo que algunos de ellos están deseando encontrar una excusa para recortar gastos. No es casualidad que un libro así se publique cuando muchos de los delegados murmuran que el nuevo acelerador es una máquina demasiado ambiciosa.
—Y a menos de un año de las elecciones a director general —suspiró Helena.
—A las que se presentará Jozef Linsen, pregonando una alternativa radicalmente diferente a la tuya.
—¡La alternativa del avestruz!
—La letanía que los delegados quieren oír. Reducir gastos y plantilla, moderar las aspiraciones del laboratorio…
—Jozef es un imbécil. Su gestión hace diez años fue catastrófica y si gana ahora las elecciones conseguirá que nos cierren la casa.
—Posiblemente eso es lo que buscan los que le apoyan.
Calvetti sacó una delgada lata metálica del bolsillo de su chaqueta, la abrió y comenzó a cargar su pipa con picadura aromática.
—Desde el Nobel de Cario Rubbia en el ochenta y cuatro, el CERN no ha realizado un solo descubrimiento relevante —dijo mientras aplastaba cuidadosamente el tabaco en el interior de la cazoleta con un delgado punzón metálico—. ¡De eso hace veinticinco años! Llevamos cinco lustros sin producir nada que interese a los políticos. Y los últimos quince los hemos pasado construyendo un acelerador que ha costado el doble de lo que presupuestamos.
—Cierto —murmuró Helena—. El LHC[2] nos ha dejado arruinados.
—¿Y qué nos ha dado a cambio? ¿Dónde están las partículas supersimétricas cuyo descubrimiento nos iba a sacar de apuros? ¿Dónde está el bosón de Higgs?
—Quizá deberíamos haber seguido con el programa de protones, Sandro. Quizá me equivoqué al cambiar a los núcleos de plomo antes de tiempo.
—¡No digas eso! Era lo razonable. Aguantamos dos años sin evidencia alguna de nuevos fenómenos físicos. ¿Cuánto más debíamos esperar? ¿Y si malgastábamos una década sin encontrar nada?
—En ese caso la propaganda de Reeves no hubiera sido necesaria —dijo Helena—. Si el LHC no realiza un descubrimiento pronto, el CERN está condenado.
Calvetti le mostró la pipa, alzando las cejas en un gesto de interrogación, pidiendo permiso para encenderla. Helena sacó de su bolso una pitillera de plata y un delgado Dupont de oro macizo; extrajo un Camel de la pitillera, lo encendió y le alargó el encendedor a Alessandro.
—Recuérdame que abra el balcón luego —dijo—. Heike me riñe si huele a humo.
—¿Tu secretaria te riñe?
—Se preocupa por mi salud, ya sabes.
Alessandro asintió con la resignación de quien también estaba acostumbrado a que le fastidiaran por su propio bien y llevó la llama del encendedor a la pipa, haciéndola girar repetidamente sobre el tabaco. Helena tiró de su cigarrillo, cerrando los ojos, saboreando la primera bocanada de humo en los pulmones. Como siempre que lo hacía, visualizó la fábrica en el interior de su mente, trabajando a pleno rendimiento, cada uno de los departamentos cumpliendo su labor. Mientras razonaba con Calvetti, Autocontrol se ocupaba de mantenerla relajada y con una sonrisa en los labios. Contabilidad, entre tanto, no dejaba de repasar cuentas, sumando y restando los millones que el CERN debía. Logística tramaba sin cesar, tratando de encontrar una estrategia para contrarrestar el dañino ataque de sir James. Finalmente, el Departamento de Megafonía voceaba ideas, consignas y prohibiciones a través de potentes altavoces, como los que ahora resonaban en su cerebro.
—No deberías fumar tanto —decían en ese momento.
Megafonía, a ratos, era peor que Heike.
—Al menos, con el programa de núcleos de plomo tenemos una oportunidad —dijo—. Friedrich tiene una evidencia casi firme del plasma de quarks. Estamos en el umbral de un gran descubrimiento.
—Un premio Nobel no se gana con un «casi» —retrucó Calvetti.
—Por eso necesitamos el programa de alta intensidad —dijo Helena.
—Y por eso sir James argumenta que a mayor intensidad, mayor probabilidad de que se formen burbujas de materia extraña. Siamo fregati, cara mia.
—No nos queda más remedio que contraatacar —dijo Helena—. Carl Penrose me ha invitado a participar en un debate con sir James. Creo que voy a aceptar.
—¿Penrose? ¿Te refieres a Cosmos, el programa de la BBC? ¿No es muy arriesgado?
—Es una ocasión de pararle los pies a nuestro querido filósofo.
—No será fácil. Echará mano de todos sus trucos de retórica catastrofista.
—Pienso rebatírselos uno a uno.
Alessandro emitía humo como una caldera defectuosa. Tenía razón, era una temeridad enfrentarse a sir James, en directo y en hora de máxima audiencia. Pero no le quedaba otro remedio.
—En cuanto al programa de alta intensidad, condicionaremos aprobarlo a que Friedrich demuestre que su experimento no encuentra evidencia alguna de formación de materia extraña en el LHC. Quiero esgrimir ese argumento contra sir James.
—Es el tercer estudio que le pedimos a Friedrich en lo que va de año. Se pondrá hecho una fiera.
—Lo sé, pero no creo que nos quede otra alternativa.
—¡Si al menos contáramos con una teoría razonable! —exclamó Calvetti, golpeando con saña la cazoleta de la pipa contra el cristal de un cenicero, desparramando un reguero de restos calcinados sobre éste—. Es difícil argumentar cuando carecemos de un modelo para describir la formación de materia extraña.
—Eso no es del todo cierto —objetó Helena—. Tenemos Cousins y De Ávila.
Las manos de Calvetti se contrajeron en dos pinzas, los pulgares golpeando repetidamente los dedos corazón y anular.
—Dai, cara. ¡El modelo teórico de Cousins y De Ávila sólo es válido en estrellas de neutrones!
—He telefoneado a Bob Cousins esta mañana. Está convencido de que podría extrapolarse al caso del LHC.
—¿Y quién va a hacerlo? No me parece que él esté muy activo desde que es rector de Harvard.
Helena hizo girar su estilográfica sobre el dorso de la mano, proporcionándole un golpe seco con el pulgar a uno de los extremos. El plumín de oro trazó una circunferencia perfecta y se quedó apuntando al pecho de su amigo.
—¿No te lo había comentado? —dijo—. Irene de Ávila llega la semana que viene al CERN. Voy a pedirle que trabaje en este problema.