EL GUSTO POR LA SANGRE
HÉCTOR ESTUDIÓ A SU OPONENTE con el rabillo del ojo mientras Marcel le ayudaba a ajustarse los guantes. Era un mozo casi imberbe, pero con la envergadura de un orangután. La cabeza, rapada al cero, parecía atornillada entre los fuertes trapecios, los brazos eran gruesos, peludos y no cesaban de lanzar rápidos y violentos mazazos al aire.
—Tres asaltos —dijo Marcel cuando Héctor se coló entre las cuerdas elásticas del cuadrilátero—. Sin calentarse. No quiero lesiones.
El grandullón le dedicó a Marcel una sonrisa estúpida. Héctor alzó los brazos, golpeando un guante contra el otro. Marcel le echó una mirada de interrogación, como preguntándole de nuevo si estaba seguro de querer batirse con semejante bestia.
—Oye, che, estoy necesitando un sparring para Bruce. ¿Te hacen tres asaltos? —Marcel se había acercado a él mientras aporreaba el saco, dejándole hacer hasta que estuvo bien sudado.
—Claro, boss. Pero ¿dónde andan los jóvenes?
—Acojonados —masculló Marcel—. Bruce pega muy duro, ya sabes.
—Creía que a eso veníamos al gimnasio —dijo Héctor, secándose con la toalla que el entrenador acababa de tenderle.
—A eso vienes tú. Esos de ahí vienen a presumir. —Marcel apuntó con la barbilla hacia los tres o cuatro chavales que repetían las rutinas un poco más allá—. En esta ciudad sobra plata y faltan agallas.
Cierto, pensó Héctor. Ninguno de ellos duraría un minuto delante de cualquiera de los morenos que frecuentaban lo del negro Príamo.
—¿Te animas o no?
—Claro, hombre.
Marcel le palmeó el hombro, satisfecho. Habían hecho buenas migas en el par de meses que llevaba en Ginebra, el púgil retirado, metido a manager del único gimnasio de boxeo que merecía tal nombre en toda la ciudad, y el físico ejerciendo de chupatintas en la ONU. Los dos se veían obligados a aparentar lo que no eran. Eso tenían en común. Marcel soportaba tan poco a los niñatos que entrenaba como él a sus trajeados colegas de oficina.
—Boxea lindo, ¿okay? —dijo el entrenador, golpeándose la calva entrecana con los nudillos—. Tienes buenos sesos y las piernas ligeras. Cánsalo bien. Ojo con el primer asalto. Te va a saltar al cuello.
Eso fue exactamente lo que hizo, apenas Marcel hizo sonar la campana. Echársele encima, soltando guantazos, corriéndolo alrededor del ring. Héctor retrocedió ante la embestida, parando, esquivando, procurando que el orangután no le cercara con aquellos brazos largos que parecían estar en todas partes. Cada golpe que le caía encima era como una bola de demolición contra la fachada de un edificio viejo.
El primer minuto era siempre el peor. Eterno. La lengua hinchándose. La garganta como si hubiera tragado arena. El protector molestándole en las encías. Los hombros como mantequilla, las piernas flojas. La respiración. Tenía que controlar la respiración antes de que el flato le doblara. Bruce era muy rápido. Se movía a saltos por la lona, como un simio. Mantener la guardia alta. No parar de moverse, cerrar la boca, levantar los guantes. El orangután le perseguía por todo el cuadrilátero, babeando, lanzándole una puñada detrás de la otra.
Marcel tenía la jeta avinagrada al final del primer asalto.
—¿Quieres dejarlo? Casi te ha reventado.
Héctor hizo un esfuerzo por dejar de jadear.
—Estoy bien, Marcel —dijo cuando consiguió controlar la respiración—. Me las he visto con tipos peores.
Era verdad. Pero entonces tenía veinte años y mucha rabia encima. La misma que parecía estar sudando el gorila en el otro rincón del cuadrilátero.
—Bruce te tiene ganas, che —aseguró Marcel—. Debí haberme dado cuenta de que se picaría. Llevas poco tiempo aquí, pero te has ganado fama de tener pelotas. Y ese de ahí quiere que te las comas.
Vaya que si quería. Apenas sonó la campana del segundo asalto lo tenía de nuevo encima, buscándole los morros.
Pero ahora estaba más tranquilo. Bruce había descuidado la guardia, confiando en que el único que pegaba allí era él. Repetía una y otra vez la misma combinación, gancho de izquierda, directo de derecha. Cada vez más cerca, más fuerte, más descuidado. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Héctor empezó a bailar, obligándose a relajar las rodillas, centrando el peso en el estómago. El orangután se limitaba a perseguirle, abriendo la boca, mostrándole el protector, torciendo los labios en una mueca idiota, lanzando una trompada detrás de la otra. Pero estaban empezando a caerle al aire.
Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Héctor esperó al segundo directo, esquivándolo a la vez que lanzaba el guante y conectaba en plena cara. Enseguida retrocedió, cubriéndose, dándole tiempo a Bruce para que retomara su rutina. Como había previsto, no se molestó en cambiarla. Héctor fintó, lanzó la izquierda, volvió a conectar. Su rival se abalanzó sobre él, furioso. Le mantuvo a distancia con golpes medidos, esperando el momento oportuno. El gancho llegó justo por donde lo esperaba. Se encogió sobre sí mismo, dejándolo pasar por encima de la cabeza y sin estirarse, metiendo toda la cadera para reforzar el golpe, lanzó un directo al esófago y un croché hacia arriba que se estrelló contra la mandíbula de su oponente. El orangután se tambaleó, pillado por sorpresa, los brazos colgándole inertes al costado. Héctor lanzó la izquierda, tres veces, golpes cortos, secos, que llovían sobre mojado en la cara amoratada de Bruce, mientras el brazo derecho retrocedía, preparando un gancho devastador que diera con su enemigo en la lona.
¿Su enemigo? Era un crío, un mocoso, que todavía tenía la cara llena de granos.
El puño de Héctor llegó sin fuerza. Aun así su adversario estuvo a punto de irse abajo. Marcel saltó al ring, parando el combate.
—Ya vale por hoy. A la ducha.
Héctor juntó los puños, ofreciéndoselos a Bruce, que hizo lo propio a regañadientes. Chocaron guantes.
—Otro día no vas a tener tanta suerte, abuelo —dijo, como de broma, pero levantando la voz para que le oyera todo el mundo. Sus ojillos de mono, hinchados por los golpes, eran un pozo de resentimiento—. La próxima vez te voy a dejar K.O.
—Antes tendrás que aprender a boxear —cortó Marcel secamente.
Se le veía preocupado una hora más tarde mientras tomaban una cerveza en el bistró de Alí, pero no soltó lo que pensaba hasta la tercera jarra.
—Deberías haberlo tumbado —dijo después de dar un largo trago, limpiándose la espuma que le blanqueaba el espeso bigote con el dorso de la mano—. No se merecía otra cosa.
—Es un crío, Marcel.
—Un crío que te hubiera mandado al hospital de haber podido. Deberías haberlo tumbado.
—¡Bah! —sonrió Héctor—. Ya ha tenido lo suyo. A qué exagerar.
—Sin bromas, amigo. Otra vez que lleves la ventaja aprovéchala. Déjate la compasión para cuando tengas a tu enemigo en el suelo.
—Lo tendré en cuenta, boss.
—No, no lo tendrás —negó Marcel, sacudiendo la cabeza, pesimista—. Menos mal que te dio por estudiar. No hubieras sido un buen boxeador. Tienes buena técnica y mucho valor, pero te falta el gusto.
—¿El gusto? —preguntó Héctor sin saber a qué se refería el viejo púgil.
—El gusto por la sangre —concluyó Marcel, pasándose la lengua por los labios, como recordando un sabor largo tiempo olvidado.
* * *
Jozef Linsen tiene buenas razones para sentirse satisfecho esta mañana, mientras cruza el aparcamiento, camino de su automóvil. La entrevista con el delegado inglés no podía haber tenido más éxito, y los de Bélgica y Polonia están ya en el saco. No cabe duda de que la suerte viene de cara. Tira un poco de las mangas de su chaqueta, examina con aire crítico sus impolutos zapatos. Tiene una cita para almorzar con el delegado italiano, un tipo casi tan fastidioso y elegante como él y no ha escatimado detalles para causarle buena impresión. Luce un imponente Armani, cuya formalidad suaviza con el exquisito pañuelo de seda de Estambul, que hoy sustituye a la corbata.
Con los italianos, se dice, no es difícil hacer negocios. Calcula que bastará con un sillón directivo para el preboste y unos cuantos puestos menores para sus subalternos a cambio de su voto en las inminentes elecciones. Muy razonable, aunque, por supuesto, tiene toda la intención de regatear cada detalle del acuerdo durante el almuerzo. Jozef Linsen se considera un buen negociador, y la prueba de ello es que ya ha ganado ocho de los veinte votos del Consejo para su causa. Sólo necesita recabar otros tres en los seis meses que faltan para las elecciones y tendrá garantizado el cargo.
Silbando una tonadilla, llega al aparcamiento reservado donde le espera su nuevo Mercedes deportivo. Entre las numerosas prebendas de los altos funcionarios del CERN se cuenta el derecho al uso de matrículas diplomáticas en sus vehículos, lo que permite adquirirlos casi a mitad de precio. Cierto es que, comparado con los salarios de los directivos de la banca suiza o de los ejecutivos de compañías como Merrill Lynch y Dupont, los ciento cincuenta mil euros libres de impuestos que Linsen ingresa al año suponen un sueldo modesto, pero, realmente, no se queja. Con ese módico salario puede pagarse un ático en el centro de Ginebra, costearse su exquisito guardarropa y comprar buenos vehículos con seguro a todo riesgo, como ahora que acaba de sustituir su antiguo coche por un nuevo y reluciente descapotable.
Saca el mando automático del bolsillo de su chaqueta y aprieta un botón. El Mercedes responde iluminando los cuatro faros y emitiendo un agradable pitido de bienvenida. Bien pensado, se dice, el pequeño altercado de un par de meses atrás fue para bien. El anterior modelo, abollado por culpa del gordito imbécil, carecía de algunas de las virguerías de última generación y, en todo caso, nunca viene mal estrenar juguete nuevo.
Franquea la puerta principal del CERN sin dignarse responder al saludo de Pablo Furtado, que a su vez apenas registra el agravio, acostumbrado como está a los desplantes después de tres meses trabajando en el CERN. Además, Pablo ha encontrado un antídoto que le inmuniza contra el desprecio. Cada mañana, cuando llega a las siete en punto, la señora detiene su auto un instante frente a su garita. Un día le pregunta por su familia, otro por sus estudios; las más de las veces no hay tiempo para otra cosa que una frase amable y una sonrisa.
Si está de guardia cuando la señora se marcha a casa, hacia la medianoche, la conversación es más larga, e incluso algunas veces llegan a fumar un cigarrillo juntos. La señora le tiende su encendedor de oro, él le da fuego y luego enciende el suyo antes de devolvérselo. Algunas veces da la impresión de que le cuesta aceptarlo de vuelta y a Pablo ha llegado a ocurrírsele la peregrina idea de que quizá se lo regale algún día. Sabe que son chifladuras suyas, igual que cuando imagina que la invita a cenar a algunos de los restaurantes portugueses de su barrio. Pero soñar es gratis y hace más llevaderas las interminables noches en la garita.
* * *
Linsen acelera a la salida del CERN. El delegado italiano, célebre gourmet, ha propuesto una cita en el Château de Divonne, cuyo selecto restaurante combina las delicias de la nouvelle cuisine con un servicio exquisito y una terraza con vistas al lago Lemán. Divonne, famoso por sus baños termales, está a unos veinte kilómetros de Ginebra. Linsen se apresura al volante de su Mercedes, satisfecho de su pericia como conductor.
Es falso. Pisa el acelerador en las rectas, aprovechando los trescientos y pico caballos de su deportivo, pero frena melindrosamente en cada curva comprometida, donde, sistemáticamente, se pega a su trasera la Kawasaki amarilla y negra que le viene siguiendo, como una peligrosa avispa, desde hace un rato.
Aunque Linsen tiene la cabeza en otras cosas, está empezando a inquietarse por la tenacidad con que le persigue la motocicleta; por fin ésta le adelanta en una curva particularmente cerrada, aprovechando un mínimo hueco en el espeso tráfico que viene de frente y arrancando chispas al asfalto con los avisadores de los reposapiés. Apenas le ha rebasado, la motocicleta se planta delante de su morro con una violenta tumbada que parece contradecir la ley de la gravedad. Linsen frena para darle tiempo a alejarse, pero la motocicleta frena a su vez, obligándole a reducir la velocidad. Intenta adelantar, pero la carretera es muy estrecha y no se decide. Cuando, un poco más adelante, aparece una carretera secundaria, Linsen no duda en tomarla.
La carretera es estrecha y está mal asfaltada. Apenas ha recorrido cien metros, se ve obligado a detenerse. Hay una furgoneta blanca bloqueándole el paso. El Mercedes profiere un frenético bocinazo. Dos tipos grandes, vestidos con monos azules, uno calvo y con la cara como un tomate y el otro con el pelo grasiento recogido en una coleta, salen de la furgoneta. No tienen un aspecto muy amistoso y Linsen decide que es mejor darse la vuelta y regresar por donde ha venido. Pero cuando mira por el retrovisor ve tras él la motocicleta negra y amarilla.
El motociclista desmonta y se acerca a la ventanilla del conductor. Llama con un nudillo enguantado. Lleva el casco puesto y Jozef empieza a sospechar que se trata de un atraco. Rápidamente bloquea las cerraduras. El motociclista levanta las manos al cielo, como protestando. Entre tanto sus compinches han sacado de la furgoneta dos martillos pilones y se dirigen hacia él.
Tres minutos más tarde el Mercedes de Jozef Linsen es una ruina y el subdirector se ha orinado en sus impecables pantalones. Los mazazos han destrozado el morro, el motor, las puertas, abollado el techo y reventado los faros. El motociclista vuelve a llamar educadamente. Linsen, paralizado por el miedo, no se mueve. Un martillazo brutal cae sobre el parabrisas irrompible del automóvil, que se fragmenta sin llegar a quebrarse. De nuevo los golpecitos en su ventanilla. Linsen aprieta un mando y los seguros del coche saltan. La puerta se abre bruscamente. El motociclista le agarra por el cabello, le saca del vehículo de un tirón y golpea su cabeza contra la carrocería del destrozado deportivo. Linsen tiene la sensación de que el golpe le ha abierto el cráneo, pero en realidad ha sido un coscorrón relativamente delicado, aplicado con la fuerza justa para atontarle. La mano que le sujeta del cabello tira hacia arriba y uno de los gorilas vestidos de mono le mete un trapo en la boca y sella sus labios con cinta adhesiva. Linsen lleva unas carísimas gafas de sol, Raiban Senator, que el segundo gorila se prueba, satisfecho, antes de atarle un pañuelo alrededor de los ojos.