EL ARTE DE LO POSIBLE

IRENE SE TUMBÓ EN EL SUELO, apoyando la cabeza en uno de los cojines que constituían, aparte de la mesa de trabajo y un par de sillas, su único mobiliario.

Le dolía la espalda. Demasiadas horas encorvada frente al ordenador. Le dolía la cabeza. Demasiadas noches en blanco. Le dolía el estómago. Imposible alimentarse sólo de café.

En cambio, pensó, el corazón no le dolía. El corazón era una víscera cuya única misión es bombear sangre al organismo. Una bomba que aspira y expele, sístole y diástole, contracción y expansión, pura hidráulica. Una y otra vez.

Hasta el día en que reventaba.

Se sentó en el suelo, cruzó las piernas en la postura del loto, estiró los brazos por encima de la cabeza, arqueando la espalda para relajar las vértebras lumbares. En el balance positivo: su artículo, casi listo para enviar a Science. También había reproducido el cálculo de Nakamura y había obtenido los mismos resultados que él. Helena estaría contenta. Tenía que hablar con ella cuanto antes.

En cuanto tuviera ánimos para hablar con alguien.

Siguió repasando: carta de Raúl, siete folios repletos de nuevos juegos matemáticos, como le gustaba llamarlos, recién inventados para ella por su padre. Leila adjuntaba unos rápidos renglones y una partitura.

Cuidadosamente soltó las manos y las bajó hasta la altura de las lumbares, describiendo un semicírculo. Las enlazó de nuevo, tras la espalda, estirando hacia arriba hasta sentir la tensión en los hombros y los tríceps.

En el balance negativo: el correo de Héctor. Conciso y al grano, como era de esperar en él. Un me marcho. Un lo siento.

Se levantó, apoyó las palmas de las manos en la pared y empujó contra ella; así propagó la tensión a lo largo de la espalda. Luego, con un movimiento circular, se recogió sobre sí misma y se llevó las manos a los tobillos, manteniendo las piernas casi estiradas y aguantando la airada protesta de su femoral.

Ya estaba. Se sentía mucho mejor. Con el corazón roto pero en forma.

* * *

Shiraz olía a jazmines.

El aroma le asaltó apenas bajó del taxi y le persiguió mientras cruzaba el vestíbulo del hotel. El recepcionista sería de su edad, aunque el orgulloso bigote, espeso y negro como piel de nutria, le daba un aire severo, acentuado por sus modales ceremoniosos, no exentos de altivez. Bastó con que echara un vistazo a su pasaporte, sin embargo, para que sus rasgos se distendieran en una sonrisa de bienvenida.

Salara, Robles aga —saludó, llevándose una mano al corazón.

Salam aleikum —contestó Héctor, imitando su gesto.

—Es un placer recibirle —dijo el recepcionista en un castellano tentativo pero correcto—. ¿De qué parte de España viene?

—De Ciudad Real —contestó Héctor, asegurándose de pronunciar con la falta de entonación típica de los españoles. Le salía casi natural después de seis semanas de practicar a diario.

—No está mal, Robles. Otra vez.

Velasco parecía encontrarse a sus anchas de vuelta en Livermore, con uniforme de faena y trabajando bajo presión. Se había dirigido a él desde el primer día utilizando su nombre falso, recriminándole si no reaccionaba inmediatamente, bufándole si alguna vez respondía o incluso movía un músculo cuando le llamaba, siempre de improviso, Espinosa, o Héctor, o mayor.

Incluso de repente se dirigía a él en español. No era algo inconcebible, el coronel era otro mestizo, uno de tantos portorriqueños de Nueva York nietos de los derrotados republicanos, exiliados en San Juan al finalizar la guerra civil española. El hecho de que jamás le hubiera oído hablar otra cosa que inglés en los años que le conocía nunca le sorprendió, dado que la jerga del Harlem latino donde Velasco se había criado era el spanglish. Simplemente había asumido que no se encontraba a gusto expresándose en una lengua que no dominaba con soltura.

Y, sin embargo, el castellano de Velasco era rápido y seco, con erres explosivas y jotas como papel de lija. Por comparación, su propio acento era zumo de papaya.

—Demasiado azúcar. Cualquier tonto sabría que viene de Miami. Vamos a empezar de nuevo.

En cierto sentido había sido una fortuna verse obligado a dedicarle al imaginario Rafael Robles, profesor universitario de literatura, residente en una ciudad de provincias, empedernido turista, internauta y gran aficionado a la cultura persa, todo el tiempo libre que le dejaban sus maratonianas jornadas de trabajo, poniendo a punto el detector de neutrones. Era como haberse dejado abandonado en Ginebra a Héctor Espinosa con sus confusos ideales, su mala conciencia, su arruinada historia de amor.

—¿Dónde está la librería Litec?

—Cerca de la catedral de la Virgen del Prado.

—¿Cuánto cuesta el plato del día en la cafetería Goya?

—Seis euros sin café —contestaba Rafael Robles, procurando no comerse las eses.

Velasco se echaba las manos a la cabeza, desesperado con su pobre imitación. Él, por su parte, memorizaba datos sobre Irán, como uno de esos sabelotodos que pululaban por los concursos televisivos.

—¿Qué tamaño tiene el país?

—Algo menos que Alemania, Inglaterra, Francia y España combinadas.

—¿Cuántos habitantes?

—Más de setenta millones.

—¿Su sistema político?

—Irán es una teocracia. La religión oficial es el chiismo.

—¿Cuál es la autoridad máxima del Estado?

—El supremo líder, elegido entre los ayatolás o clérigos de mayor rango.

—¿Y el presidente?

—Es elegido por sufragio universal, pero los candidatos deben ser aprobados por el Consejo de Guardianes, integrado por la élite clerical.

—Hábleme de Shiraz.

—Es una de las ciudades persas más antiguas y también una de las más prósperas. Alrededor de dos millones de habitantes. Clima moderado, una de las mejores universidades del país, centro cultural e histórico. Próxima a Persépolis.

El interrogatorio podía continuar durante horas. Pero por mucho que estudiara, por bien que se supiera la lección, el coronel no estaba nunca satisfecho.

—Es para echarse a llorar —se lamentaba—. No engañaría ni a un becario del servicio secreto en su primer día de prácticas.

Sin embargo, hasta el momento todo había resultado sencillo. El funcionario que había revisado sus papeles en la aduana del aeropuerto de Teherán se limitó a darle unas pocas vueltas a su pasaporte, examinando los visados que aseguraban el interés de Rafael Robles por el turismo —India, Malasia, Japón, Nueva Zelanda— y despachándole con un par de preguntas rituales cuyas respuestas había ensayado innumerables veces. La conexión con Shiraz había sido rápida y mucho más agradable de lo normal —nada de largas colas frente a los detectores de metales ni gorilas de uniforme a la caza de líquidos y cortaúñas, como en el aeropuerto Charles de Gaulle, en París—. El breve vuelo había transcurrido sin darse cuenta, conversando animadamente sobre fútbol con su compañero de asiento, un parlanchín comerciante de sedas, que conocía de memoria los nombres de cada jugador del Real Madrid. Afortunadamente, Velasco también había previsto el interés de los persas por el balompié.

—Digiéralo lo antes posible —le había dicho al poco de llegar a Livermore, alargándole un dossier enorme—. Si no entiende de fútbol, nadie va a creer que sea español.

A medida que se aproximaba la fecha de partida el rostro de Velasco iba acusando una tensión que él no sentía, quizá porque las doce horas diarias asimilando a un hombre imaginario surtían el efecto de hacerle vivir una realidad distorsionada en la que lo único tangible era el detector de neutrones, cuya puesta a punto progresaba más rápidamente que su capacidad de absorber las interminables listas de datos con que el coronel le castigaba.

—¿Cómo se llama el líder de la oposición en España?

—¿En qué año murió Federico García Lorca?

—¿Qué moneda se utilizaba antes del euro?

En cambio Velasco parecía no darle importancia a aspectos que a él se le antojaban dificilísimos. El transporte del detector —no había conseguido sacarle si el plan era utilizar uno de los rápidos helicópteros espías de la OTAN o un submarino Nautilus— y la puesta en marcha de la compleja infraestructura local eran cosas que, en apariencia, no le preocupaban demasiado.

—¿Por qué habría de preocuparme, señor Robles? —Velasco pronunciaba su falso nombre con retintín, la habitual mueca amarga pasando por sonrisa en un rostro cubierto de diminutos cráteres—. Esa parte de la operación corre a cargo de profesionales.

En cambio el rabino Simón Geldman no había cesado de retorcerse las manos y acariciar nerviosamente las cuentas de su rosario en la reunión en la que había repasado todos los pormenores de la operación.

—Esto es una chapuza —murmuraba como para sí, pero en voz lo bastante alta como para que todo el mundo le oyera.

—Saldrá bien, Simón —aseguraba Pullman—. Si todo funciona, bastará con un par de semanas para hacernos con la evidencia que necesitamos.

—Es una insensatez mandar a un novato —rezongaba Geldman.

—Espino…, el señor Robles es el único que puede manejar el detector de neutrones en tan corto plazo. Su ayuda es imprescindible.

Sin embargo, incluso Pullman estaba nervioso.

—Sigue en todo momento las instrucciones de Ebrahim. Tiene mucha experiencia y conoce muy bien el terreno.

Habían salido a cenar a Sausalito, su única escapada del recinto de Livermore durante seis semanas. Pullman repasaba consignas y consejos sin probar bocado mientras él se concentraba en dar cuenta de una buena ración de salmón a la plancha. Ebrahim era el nombre en clave de su contacto en Shiraz.

—No tenemos una idea clara de cuánto es posible acercarse al depósito sin levantar sospechas. Posiblemente tendréis que improvisar. Pero no corras riesgos innecesarios, ¿de acuerdo, muchacho?

Más tarde, durante los postres, Pullman había recuperado su tono distendido, casi bromista.

—Si fuera veinte años más joven, nadie me impediría acompañarte en tus vacaciones. ¡Lo que daría por volver a Persépolis!

—¿Conoce Persépolis?

—Oh, hace treinta años viajé bastante por ese hermoso país. Fui agregado cultural en Teherán a finales de los setenta. Regresé un par de semanas antes de la toma de la embajada de Estados Unidos por las turbas de Jomeini.

Pullman jugueteó, como ausente, con el diminuto continente de merengue flotando en el mar de natillas de la Isla flotante que había pedido como postre.

—Por cierto —dijo—, Sayed Sohrab Razavi era uno de los líderes estudiantiles que dirigieron el asalto a la embajada. Hay que decir en su favor que ha cambiado mucho desde entonces. Quizá fue la guerra con Irak. Sufrió una herida de bala muy grave en un pie que estuvo a punto de perder. Puede que esa experiencia le transformara.

Pullman se quedó un instante pensativo, contemplando el iceberg inmaculado que flotaba en la superficie de color dorado en el interior de su copa.

—La guerra siempre nos transforma —dijo como para sí—. Si es que sobrevivimos a ella.

—¿Lo dice por experiencia, señor?

Pullman le miró, como desde muy lejos.

—Te decía de Razavi… Realmente es una de las pocas oportunidades con que cuenta Irán para salir del callejón sin salida en que se encuentra.

Otra puerta cerrada, pensó Héctor. Otro más de los misterios a los que ya se había acostumbrado en los últimos tiempos.

—Sin embargo, hasta ahora le estamos manteniendo al margen —dijo.

—Simón no se fía —suspiró Pullman.

—El señor Geldman no se fía de nadie. ¿Por qué le da tanto peso a su opinión?

—Porque su olfato me ha salvado la vida más de una vez.

La cucharilla del senador provocó un cataclismo al partir por la mitad el blanco Atlantis de merengue que flotaba en su copa y sumergir concienzudamente uno de los pedazos en el océano de natillas antes de llevárselo a la boca.

—¿Y si demostramos que el plutonio se esconde en el depósito de Persépolis? —dijo Héctor—. ¿Seguiremos operando a espaldas del ministro?

—Al contrario. En ese momento Razavi puede acusar al general de haber colocado a la República en una situación insostenible. El éxito del complot depende de que Occidente no sepa, o no pueda demostrar, que Irán ha obtenido clandestinamente suficiente plutonio como para manufacturar veinte bombas atómicas. La política es el arte de lo posible, muchacho. Si Sistani consigue fabricar esas bombas, será proclamado héroe nacional y su ascenso a la presidencia de la República sería inevitable. Una vez que un país posee la capacidad de responder a un posible ataque con armas nucleares, hasta sus peores enemigos se lo piensan dos veces antes de tirar la primera piedra. Rostam lo sabe bien y, como es su costumbre, juega duro para salirse con la suya.

»En cambio si Razavi le pone en evidencia, con pruebas en la mano, delante del Congreso y la Asamblea Nacional antes de que disponga de esas bombas, tanto el presidente como el líder supremo no tendrán más remedio que pararle los pies. En otro caso se arriesgan a que el Consejo de Seguridad apruebe un ataque preventivo con armas nucleares si fuera preciso.

—¿Lo haríamos realmente? —preguntó Héctor a bocajarro—. ¿Empezaríamos otra guerra?

Pullman acabó con la segunda mitad del infortunado continente, sorbió las natillas de un trago, sacó una cajita de cedro con sus sempiternos puritos y escogió uno.

—Si no lo hacemos nosotros, lo hará Israel —afirmó—. Sistani no ha dudado en repetir una y otra vez que el único mal del mundo peor que el Gran Satán Americano es el sionismo. No hay un solo discurso suyo en el que no aproveche para declarar que el Estado judío debe ser borrado de la faz de la Tierra. Para Israel la idea de que el general pueda hacerse con una bomba atómica es intolerable. Si perciben que la situación se les escapa de las manos, serán los primeros en atacar.

—No lo harían sin consultar antes con sus aliados, ¿verdad? —preguntó Héctor.

—No lo harán mientras piensen que hay otra solución.

—La hay —aseguró Héctor—. Encontraré ese plutonio.