SI TODAS LAS ESTRELLAS SE APAGARAN

—HAS HECHO LOS DEBERES, ¿verdad, socio? —preguntó Héctor, mirando a la cámara web.

—Claro que sí —contestaron los labios de Trischuk una fracción de segundo antes que su voz. Al menos, pensó Héctor, el retraso entre gesto y palabra era casi imperceptible esa noche. Las cosas ya eran los bastante complicadas sin efectos especiales.

Examinó el gráfico que el teniente acababa de enviar y lo superpuso a sus propios datos. Los errores en las medidas de neutrinos habían disminuido enormemente al aumentar la exposición y mejorar las calibraciones. Los resultados eran clarísimos. Todos los puntos rojos se situaban un tercio por encima de la curva teórica. Velasco señaló con el índice al gráfico, alzando las cejas en una expresión interrogante. Héctor asintió con la cabeza. Las sospechas de Pullman eran ciertas. Había al menos un treinta por ciento más de barras de uranio de lo que los rusos declaraban.

—¿Ves lo mismo que yo?

—Están sobrealimentando a la mascota —contestó Trischuk.

—¿Qué hay de receta? ¿Te cuadran las proporciones? —preguntó Héctor, aunque su propio análisis ya le había confirmado que la cantidad de plutonio en el reactor se correspondía con la esperada una vez que se corregía por el exceso de uranio. Había cien kilos más de la cuenta, pero al menos nadie los había sacado todavía de allí.

—Sí —contestó Trischuk—. Bastante bien.

—A mí también. Por lo menos los chicos no han dilapidado la herencia.

—Lo harán —dijo Velasco a su lado—. No le quepa duda de ello.

* * *

—¿Por qué no descansas un rato? Estás dando cabezadas.

Irene parpadeó, confundida. Frente a ella, una pantalla, con un editor matemático abierto, mostrando las fórmulas que estaba programando cuando se le había ido el santo al cielo hacía… ¿cuánto? Héctor estaba a su lado de punta en blanco. No le había oído entrar en el despacho ni acercarse a su mesa de trabajo. ¿Le había rozado el hombro para despertarla? Posiblemente, a juzgar por la piel de gallina que se le había puesto.

—Te has quedado helada —Héctor se quitó su americana deportiva y se la puso sobre los hombros. Irene se arrebujó en ella, agradecida.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Casi las siete. ¿Vamos a tomar algo?

Lo dijo con el aire casual de quien se deja caer por el despacho de un conocido a falta de mejor plan, aunque para «dejarse caer» por su oficina hubiera tenido que atravesar Ginebra de punta a punta. También, como sin querer, habría seleccionado algún magnífico restaurante e inventaría alguna coartada para invitarla a pasear después de la cena. Y, por supuesto, la llevaría de vuelta al laboratorio o a su casa cuando se percatara de que empezaba a echar miradas ansiosas a su reloj de pulsera, sin insistir para que se quedara, sin dar muestras de impaciencia ante las calabazas de la monja boba.

—La verdad es que no debería salir hoy —dijo desvergonzadamente—. Voy muy atrasada con el cálculo.

—No digas tonterías. Estás agotada. Te hace falta un poco de aire.

—Bueno. Sólo un rato.

—No sé cómo tienes valor para pasarte la noche sola en este calabozo inhóspito.

—No estoy sola. Mauricio me hace compañía.

—Valiente compañía… ¿No te da un poco de miedo?

—Al contrario. Me gusta tenerlo cerca. Ni te imaginas lo gentil que es.

—Cuesta creerlo con el aspecto tan horrible que tiene.

Cierto, pensó Irene. Cualquiera que se lo cruzara por los pasillos de la División de Teoría a altas horas de la madrugada, renqueando, doblado bajo el peso de su joroba, con las manos cubiertas por aquellos horribles mitones y su melena grasienta tapándole a medias el rostro violáceo, pensaría haberse tropezado con un alma en pena.

El fantasma del CERN, así lo apodaban, desde los estudiantes de verano hasta los guardias jurados.

Mauricio Gatto, el genio de la física, malogrado en lo mejor de su carrera por una enfermedad mental hereditaria e incurable. Los rumores decían que había provocado una avería en el LHC al boicotear los imanes. Los rumores decían que seguía en el CERN porque Helena Le Guin había decretado que, loco o no, era intocable. Los rumores aseguraban haberle oído discutir con Dios de madrugada.

Se le vino a la cabeza la imagen de un cuartucho, el último del pasillo. La puerta estaba siempre entreabierta, asegurada por una silla metálica sobre la que se apilaba una montaña de metro y medio de papel amarillento. Las primeras ocasiones, cada vez que pasaba por allí, no podía contener la tentación de echar un vistazo al interior. En una de las esquinas, iluminada por la luz de un flexo, se situaba una mesa metálica de la cual sólo eran visibles las patas, pintadas de color gris. El resto del mueble desaparecía bajo una hiedra de papel que extendía sus ramas a toda la estancia. Pilas de fotocopias de artículos científicos, como columnas de una demente catedral del saber, se alzaban en precario equilibrio hasta el cielo, apoyadas en pedestales formados por manuales de todos los tipos y colores, apuntaladas por libros de tapas manoseadas, sirviendo a su vez de apoyo a las bóvedas construidas a bases de grandes carpetas de plástico. La construcción desbordaba la mesa y se extendía por el suelo en sucesivas oleadas de cajas de cartón despanzurradas, de las que sobresalían restos en diferentes estados de putrefacción como urnas funerarias rebosantes de huesos calcinados. En las paredes se superponían varios estratos de carátulas de artículos, fijados entre sí y a las capas inferiores que los sostenían con cinta adhesiva. El mecanismo por el cual toda aquella masa de celulosa se mantenía en equilibrio era un auténtico misterio. Desparramadas por doquier, una multitud de tazas blancas tomadas de la cantina. Decenas de ellas, quizá treinta, cuarenta, cincuenta…, flotando en su interior un mar de restos de café y colillas deshechas. Para rematar la escena, envoltorios de chocolatinas, bolígrafos rotos, cajetillas de tabaco vacías. No menos de una docena de naranjas, algunas todavía intactas, otras a medio pelar, o a medio consumir, rodaban por la habitación.

El fantasma del CERN.

Recordó la madrugada sin cigarrillos en la que la necesidad de fumar pudo más que la aprensión. Serían más de las tres cuando se aventuró hasta el colosal basurero con el corazón batiéndole inquieto en el pecho. Mauricio dormitaba encima de una pila de papel, rodeado de mondaduras de naranja, tarros vacíos de yogur y paquetes arrugados de Marlboro. Había alzado la enorme cabeza apenas la oyó llegar y la contemplaba, sorprendido como un gorila albino frente a un cazador furtivo.

—Hola —ella había sonreído, menos afectada por la fealdad del rostro de lo que había temido, cautivada por los ojos curiosos, límpidos y sin malicia que la escudriñaban—. Me preguntaba si tendrías un cigarrillo.

Mauricio se puso a rebuscar entre los montones de basura hasta dar con un paquete semivacío y se lo alargó, sonriendo y murmurando algo. Irene tomó un cigarrillo e intentó devolverle la cajetilla, pero él le hizo gestos para que se lo llevara.

La noche siguiente, cuando Héctor la dejó de vuelta en el despacho, había un paquete de Marlboro nuevo encima de su mesa. Y así desde entonces.

—La gente no es lo que parece, Héctor —dijo Irene—. Mauricio es un buen hombre.

* * *

La Vía Láctea refulgía allá en lo alto, la luz tenue de millones de estrellas llegaba a sus ojos con un retraso que aumentaba con la distancia que las separaba de la Tierra. Extraño pensar que aquel cielo bellísimo no era sino una fotografía del pasado. Extraño pensar que si todas las estrellas excepto el Sol se apagaran de golpe, nadie se daría cuenta durante décadas… Cuatro años necesitaba la luz para llegar desde Alpha del Centauro, la vecina más cercana; cien mil para atravesar la distancia que separaba la Tierra del centro de la galaxia. Cuando los fotones que en ese momento golpeaban sus pupilas empezaron su viaje, el Homo sapiens acababa de aparecer sobre un planeta cubierto por glaciares. El hielo invadía el valle del Ródano, el Jura, el paso montañoso de la Faucille y el promontorio al pie de las pistas de esquí donde se encontraba el restaurante, con su terraza acristalada casi desierta y sus mesas en penumbra, alumbradas tan sólo por una tímida vela.

—De niño solía preguntarme cuántas estrellas había en el cielo —dijo Héctor como telépata. Llevaban un rato callados, sorbiendo las margaritas que habían pedido para rematar la cena, contemplando aquel espectáculo inconcebible de luces lejanas. Su voz parecía haber viajado tanto como la propia claridad de los astros que titilaban sobre sus cabezas. Llegaba atenuada, melodiosa, con ese acento dulzón que tanto le gustaba oír.

»Luego, en la carrera, estudié que había unos cien mil millones sólo en nuestra galaxia —continuó él—. ¿Eres capaz de imaginarte un número así?

—Claro. Es el número aproximado de granos de arena en todas las playas de la Tierra.

Héctor dejó escapar un largo silbido.

—No me estás tomando el pelo, ¿verdad?

—No, es un cálculo muy fácil.

—Lo será para la hija de un matemático.

—Es verdad. En casa nos pasábamos la vida con juegos así. A Raúl le encantan las magias numéricas.

—Conociéndote, seguro que tu padre es un genio.

¿Lo era? Eso había creído ella toda su niñez, cuando cada mañana encontraba una pila fresca de cuartillas con nuevos y misteriosos cálculos. Eso había creído viéndole brillar en las tertulias, maravillándose de la velocidad a la que era capaz de resolver cualquier problema matemático, constatando la procesión de colegas que aparecían por el veintinueve de la rue de Lyon para consultarle. Eso había creído cuando también pensaba que su padre ocupaba una cátedra en la Universidad de Ginebra y no un mero puesto de sustituto. Eso había creído hasta que averiguó que los cálculos de Raúl nunca veían la luz, hasta que se dio cuenta de que los mismos colegas que se aprovechaban de su talento le compadecían por su inconstancia, su incapacidad para centrarse, su terca negativa a entender que en el mundo académico la única alternativa a publicar era perecer.

¿Un genio? Quizá lo fuera. O quizá todo su talento era estéril, simple fuego de artificio. ¿Qué había en aquellas carpetas de anillas, cada una de las cuales contenía centenares de folios repletos de apretados símbolos matemáticos? ¿Por qué nunca había publicado aunque fuera una mínima parte de aquel trabajo ingente? ¿O es que nada de todo aquello merecía la pena? Quizá Raúl no era más que un pobre infeliz como Mauricio Gatto, atrapado en un mundo imaginario, dedicando toda su enorme energía, toda su extraordinaria inteligencia a elaborar un mensaje sin significado.

—¿He dicho algo inconveniente? —preguntó Héctor, mirándola con aquella expresión seria que tanto le gustaba.

—No…, estaba pensando en mi padre. ¿Sabes? También calculó que el número de estrellas de la Vía Láctea se corresponde con el de hombres que han vivido desde el principio de nuestra especie. Ya ves. Un alma inmortal por cada astro del cielo. Me pregunto cuál será la mía.

No serían más de las diez de la noche cuando salieron del restaurante, pero apenas quedaban coches en el aparcamiento. Enfilaron por un pequeño sendero que llevaba hasta el pie de las pistas de esquí. Era difícil imaginar el hervidero de esquiadores durante el día, embotellándose en aquellas colinas desiertas uniformadas por la nieve. Se diría que eran los únicos seres vivos en el desierto congelado que las rodeaba. Un detector de infrarrojos los vería como dos fuegos fatuos, evolucionando lentamente en la planicie helada. Héctor señaló un banco de piedra, desde el que podían contemplarse las luces del valle, brillantes y tan remotas como las de la Vía Láctea.

—¿Nos sentamos un rato?

—Sólo un momento. Tengo que volver enseguida al CERN.

—Qué devoción —suspiró él—. Me recuerdas mis tiempos de juventud.

—Habíame de ellos.

—No hay mucho que decir. Tuve una beca del ejército para estudiar y…

—¡El ejército! ¿Fuiste militar?

—Todavía lo soy…, en teoría. Pasé a la reserva activa hace unos años.

—Extraño. No te imagino de uniforme.

Héctor se encogió de hombros, girando el cuello a izquierda y derecha con un gesto que le recordó el de un boxeador a punto de entrar al cuadrilátero.

—Pues me viene de familia. Mi agüelo fue uno de los capitanes que se atrevió a enfrentarse al tirano Batista. Pagó con su vida por ello. Mi agüela huyó de Cuba. Tenía veinte años y estaba embarazada cuando llegó en una balsa a las costas de Florida. Siempre creyó que volvería a su patria querida. Pero después de Batista vino Fidel. Nunca regresó.

—¿Sabes? Mi madre también es una fugitiva de su tierra. Llegó a Ginebra con la misma edad de tu abuela, huyendo de Irán. Tampoco ha regresado nunca.

—Eso nos da algo en común —dijo Héctor.

—¿No tener patria?

La mano que descansaba en su hombro empezó a moverse en pequeños círculos, acercándose hasta la base del cuello, deslizándose a lo largo de sus brazos, remontando hasta las mejillas. Irene se apretó más contra él.

—Cuéntame más.

—Mi viejo también optó por la carrera militar. Cuando estalló la crisis de los misiles, en mil novecientos sesenta y dos, desempeñó un papel esencial como contacto con el gobierno de Fidel. Fue uno de los hombres que evitó la catástrofe.

—¿Y tú quieres imitarle?

—El viejo siempre fue mi héroe, es cierto —dijo Héctor—. Pero era un héroe lejano. Siempre estaba fuera de casa por su trabajo en el Estado Mayor. De muchacho los estudios no me interesaban gran cosa. En lugar de ello me dediqué al deporte, sobre todo al boxeo. Fui campeón nacional de los pesos ligeros en la categoría juvenil con quince años recién cumplidos y sin una sola derrota. Incluso llegué a plantearme pasar al circuito profesional, pero el negro Príamo me lo quitó de la cabeza.

—Príamo —repitió Irene—. Curioso nombre.

—Era mi entrenador. Un gran boxeador y un hombre de bien. Fue él quien me hizo ver el futuro que me esperaba si optaba por el ring. Mi viejo en cambio no dijo nunca una palabra, ni tampoco opinó durante los años siguientes, cuando me dediqué a todo tipo de actividades, a cual más peregrina. Llegué incluso a trabajar de domador de caballos en un rodeo para turistas en Miami. Imagino lo que debió de sufrir viéndome a la deriva, pero él era un hombre que se había hecho a sí mismo y supongo que pensaba que también yo debía encontrar mi propio camino. Nunca hablamos demasiado del tema. La comunicación no era nuestro fuerte, excepto al final, cuando enfermó de leucemia. Al menos murió con la satisfacción de verme ingresar en la escuela de oficiales.

—Fue un largo rodeo para seguir sus pasos, ¿no?

—Muy largo. Recuperar el tiempo perdido en los estudios me costó más esfuerzos que todos los combates de mi vida juntos. Pero cuando te quedas huérfano a los veinte años te viene bien un reto, mejor cuanto más difícil. Mi madre murió siendo yo muy niño, nunca la conocí. Prácticamente me crió mi agüela. No sabes lo afortunada que eres por seguir teniendo a tus padres cerca.

—Es verdad —confirmó Irene—. Lo soy.

Afortunada e ingrata. Sólo pasó con ellos un año en Nueva York antes de salir huyendo a Boston. No faltaban universidades en la Gran Manzana en las que hubiera podido matricularse, pero a los diecisiete años los silencios de Leila y la ineptitud de Raúl para adaptarse a la realidad se le habían subido a la cabeza.

Y el rencor, para qué negárselo.

El rencor por la precipitada fuga de Ginebra. El rencor hacia su padre, incapaz de obtener un puesto permanente, y hacia Leila, que había renunciado a una rutilante carrera artística, conformándose con ser una vulgar profesora particular que se ganaba la vida dando clases a niñas bien como Corinne. El rencor hacia ambos, por ser pobres, por carecer de los recursos que le hubieran permitido seguir viviendo en la ciudad donde había nacido, que le hubieran permitido no abandonar a André.

El rencor que la había alejado de ellos demasiado pronto. Quizá fuera lo normal en el país al que habían emigrado, pero nunca se adaptó del todo a la vida de los dormitorios universitarios, a las alegres juergas con las que las adolescentes norteamericanas inauguraban su recién estrenada libertad, al sexo y las borracheras ilegales al por mayor. Quizá por eso no había hecho otra cosa que estudiar, vistiendo los hábitos de la monja boba que todavía no había sido capaz de quitarse.

Y, sin embargo, sólo recientemente había comenzado a preguntarse de dónde había salido el dinero que pagó las carísimas matrículas y la pensión completa de sus años en Harvard. Sus padres habían vivido modestamente en Ginebra y seguían haciéndolo en Nueva York. Pero los ingresos familiares jamás hubieran dado para costear sus estudios. Leila había zanjado la cuestión mencionando vagamente ciertos «ahorros», negándose, como era habitual en ella, a dar más explicaciones.

—Por mi parte —dijo Héctor—, le cogí el gusto a estudiar y obtuve una serie de becas del ejército para estudiar Física Nuclear en la Universidad de Stanford, en California. Trabajé muy duro, mi preparación era inferior a la de mis compañeros… Además daba muchas clases en la Escuela de Formación de Suboficiales. Pero conseguí acabar mi tesis en física de neutrinos.

—¿Y a qué te dedicas en Ginebra? Cuesta imaginarse un físico de neutrinos en la ONU.

—Participo en un proyecto para controlar la proliferación de armas nucleares —dijo Héctor como con desgana—. Soy algo así como un asesor técnico.

—¿Y qué tienen que ver tus neutrinos con la proliferación nuclear?

—Otro día te lo cuento —prometió Héctor—. Si nos enredamos, se te va a hacer tarde para trabajar.

—Bien pensado, hoy puedo hacer novillos —insistió ella—. Anda, me tienes en ascuas.

—No vale la pena, de veras.

—Venga, no te hagas de rogar.

—No, Irene. Lo siento.

Fue como si el cielo se abriera de repente para dejar caer el diluvio sobre su cabeza. Se irguió, zafándose del brazo de Héctor, y encendió un cigarrillo para darse a sí misma algo que hacer mientras digería el desplante.

—No te enfades, por favor —rogó él—. Mi trabajo no tiene interés alguno. Es pura burocracia.

—Mira, si no quieres contarme lo que haces, estás en tu derecho. Pero no me vengas con excusas.

—¿Qué hago? —la voz de Héctor sonó ronca, como si sus cuerdas vocales se hubieran averiado de repente—. Diseñar protocolos que no se cumplen, preparar regulaciones que se ignoran, decidir directivas que nadie respeta. Rellenar papeles inútiles. Participar en reuniones interminables donde nunca se decide nada. Eso es lo que hago. ¿Contenta?

—¿Qué pasó con tus propuestas, Héctor? ¿Por qué cambiaste tus detectores por todo ese papeleo?

—Porque pensé que era mi obligación. Porque es necesario hacer algo. El mundo no va a mejorar por sí solo. No va a mejorar si todos los científicos eligen quedarse en su torre de marfil, como, como… —Héctor se golpeó rabiosamente la palma de la mano con el puño.

—¿Como yo, quieres decir? ¿Como los físicos del CERN?

Héctor sacudió la cabeza. No había visto nunca su rostro así de crispado.

—Yo no soy quién para juzgar a nadie. Cada uno…

—¿Pierde el tiempo como quiere?

No pudo reprimirse. Estaba tan furiosa como él y ni siquiera se había dado cuenta del todo hasta ese momento.

—Yo no he dicho eso —masculló Héctor.

—Pero lo piensas.

—¡No me digas lo que pienso, hermana! ¡No tienes ni idea!

—Tienes razón. Perdona.

—No hay nada que perdonar. Yo…

—Oye, se está haciendo tarde. Es mejor que volvamos.

La media hora de regreso al CERN se le hizo eterna. Quería llegar a su oficina cuanto antes, refugiarse en su cálculo, olvidar el rosario de malentendidos, olvidar las estrellas sobre el Jura, olvidar el brazo de Héctor sobre sus hombros.