EL CIELO SOBRE CENTRAL PARK

EL CIELO SOBRE CENTRAL PARK era tan inocente, la nieve recién caída tan inmaculada, como si la ciudad estuviera libre de todo pecado. Irene de Ávila inspiró con fuerza, llenándose los pulmones del gélido aire de enero.

Estaba decidido, pensó. Se marchaba.

Más allá de los confines del parque Nueva York bullía con la agitación habitual de un lunes cualquiera, pero los alrededores del lago estaban casi desiertos. Algún paseante esporádico con el gorro calado hasta las cejas, un par de joggers enfundados en sus chándales acolchados, un grupo de muchachos haciendo malabarismos sobre sus patines, sorteando hileras de latas de Coca-Cola alineadas en mitad del estanque helado.

Se marchaba. Una vez más.

¿Cómo iba a decírselo a sus padres? Raúl, sobre todo, se lo iba a tomar mal, muy mal. No había contado, ni por un instante, con la posibilidad de que ella rechazara la oferta del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. Leila, en cambio, se había percatado inmediatamente de que algo no iba bien, pero aguardó a que Raúl se marchara a dar sus clases antes de abordarla.

—¿No estás contenta, cariño?

¡Cómo no iba a estarlo! Sólo en el pasillo en el que se ubicaría su despacho había tres premios Nobel. La posibilidad de trabajar con los mejores físicos del mundo le haría la boca agua a cualquiera.

—¿Pero…?

¿Había un pero? Algunas de sus razones eran tan irracionales que le avergonzaba pronunciarlas en voz alta. ¿Cómo expresarle a Leila su miedo de que el famoso Instituto fuera un cementerio de elefantes? Las sombras de todos aquellos ilustres difuntos, Einstein, Gödel, Hilbert, planeando pesadamente sobre el campus. La marabunta de celebridades, seguidas por sus acólitos, deambulando ceremoniosamente por los pasillos, dejando a su paso un aire de santidad. El ambiente de monasterio impregnando las oficinas, las salas de seminarios, la cantina, donde los novicios hablarían en un susurro para no perturbar las meditaciones de los grandes hombres. ¿Y ella? La monjita boba, joven, mujer, protegida por todo el mundo.

—Siempre te has sabido defender. ¿No era así ya en Harvard?

—Así era, sí. Ése es el problema.

Harvard. Cuatro cursos de licenciatura, y cuatro más para doctorarse, rodeada de hombres. Ocho años y un día, aparentando ser uno más del grupo, vistiéndose con harapos unisex, peleándose a brazo partido por hacerse respetar. Y pagando el precio por ello.

—Deberías pensarlo bien, no vayas a cometer una imprudencia. Tienes por delante una carrera muy prometedora.

—¿Lo pensaste tú cuando dejaste el piano, mamá?

Leila había encajado bien el golpe. Estaba acostumbrada a sus desplantes. Ella, en cambio, nunca conseguía comprender por qué insistía en propinarle coces a su madre. Estaba a punto de cumplir los veintisiete años. ¿Iba a seguir siendo una adolescente toda la vida?

—Yo sabía lo que quería, hija. ¿Y tú?

¿Y ella?

Ocho años de vida monacal, de clausura, de abstinencia habían dado de sí. Su nombre era conocido, sobre todo desde que el satélite Chandrasekar había descubierto las dos estrellas de materia extraña en Australis y Casiopea. Cada vez que se hablaba de ellas, era obligatorio mencionar el modelo teórico de Cousins y De Ávila que había predicho su existencia.

Cousins y De Ávila. El gran hombre y su alumna más brillante.

Princeton quedaba muy cerca de Harvard. La sombra de Bob Cousins era demasiado larga. Tanto como su buena voluntad.

No necesitaba más favores. Ya le debían los que le había hecho a su padre.

—Yo también sé lo que quiero, mamá.

—No se hable más entonces.

Un artista callejero estaba montando una función de marionetas, desgañitándose para llamar la atención del escaso público, manejando con pasmosa soltura unos títeres gigantes, estrambóticos, que parecían animados de vida propia. Un cuervo de pico anaranjado, vestido con levita de gala y sombrero de copa se acercó a ella, dedicándole una obsequiosa reverencia.

—¿Cómo estás, princesa? —la voz era áspera y ronca; su acento, un Harlem tirando a falso. Los labios del chico de color que manejaba el guiñol apenas se movían.

Irene hizo un gesto con la mano, como arrugando un papel.

—Ya ves —dijo—. Con el corazón así de encogido.

El pajarraco la estudió atentamente, inclinando la cabeza, primero a un lado, luego al otro.

—Ya sé —dijo al fin—. Tienes que elegir entre dos tíos.

Se le escapó una risa que no le sonó muy diferente de los graznidos del cuervo. La monja boba, que sólo sabía hablar de física, con problemas de bigamia.

—Me parece que vas un poco desencaminado, amigo.

El titiritero le dedicó una tímida mueca, como pidiendo disculpas por el atrevimiento del bicho.

—En realidad tengo que elegir entre quedarme en casa o marcharme —dijo ella—. ¿Tú qué harías?

El cuervo reflexionó unos instantes, saltando de una pata a la otra. Irene se llevó la mano al bolsillo de la gabardina, palpó el sobre arrugado, con el membrete del CERN, el Laboratorio Europeo de Física de Partículas Elementales. En su interior la carta, leída cien veces, detallando la oferta de trabajo. Una mano de mujer había tachado el encabezamiento formal, «Estimada doctora De Ávila», escribiendo en su lugar, a tinta: «Querida Irene». La misma mano que firmaba «Helena Le Guin», con un trazo oblicuo y firme, las dos columnas verticales de la hache combándose ligeramente hacia el exterior, la raya horizontal apuntalándolas decididamente, la ele curvándose en una breve rúbrica.

Helena Le Guin. La primera mujer en la historia del CERN en ocupar la dirección general del laboratorio. Bob no se cansaba nunca de mencionarla.

—Una mujer encantadora —solía decir—. Y tan inteligente.

El cuervo levantó la chistera para rascarse la cabeza de trapo antes de preguntar.

—¿Y tendrías que irte muy lejos?

—Bastante lejos, sí. A Ginebra. Pero yo…, bueno, nací allí. Creo que me gustaría volver. Pero es complicado…

—¡Qué va! —exclamó el cuervo, golpeándose el pecho con el ala—. Limítate a hacer lo que te salga de aquí dentro.

¡Si fuera tan fácil! Si el corazón pidiera las cosas claras en lugar de murmurar entre dientes sin que se entendiera nunca lo que quería. El cuervo parecía buena gente detrás de aquella pose de tipo duro. Irene le acarició la cabeza. Él, agradecido, se restregó contra su mano mientras el titiritero trataba de controlar el castañeteo de sus dientes. Irene reparó en que el abrigo del muchacho era demasiado ligero para protegerle del viento helado que comenzaba a soplar.

—Gracias, hermano —dijo, sacando un billete de veinte dólares de su cartera que el ave atrapó diestramente, haciéndolo desaparecer en el bolsillo de su levita.

—Vuelve pronto —respondió una voz, que ni era áspera, ni falseaba el acento, ni salía del pájaro.

Irene le hizo una última caricia al cuervo y se alejó, sintiéndose menos sola.