LA MUERTE Y OTRAS SORPRESAS
ESTA VEZ NO LE BASTA con embadurnarse las encías con su medicina. Necesita algo más fuerte.
Las primeras dos rayas le hacen menos efecto de lo que esperaba. Su tolerancia a la coca ha aumentando en los últimos tiempos. Tiene que prepararse otras dos y acompañarlas de un par de vasos de Blue Sapphire con hielo para meter en cintura la ansiedad que se ha instalado a la altura de su esófago, dificultándole la respiración, impidiéndole pensar con claridad.
Ahora se siente mejor. Lúcido. Tranquilo. Capaz de analizar los hechos calmadamente.
Friedrich ni siquiera se molestó en ponerle sobre aviso. Se ha enterado de la peor manera posible, cuando Archibald Ross apareció por su despacho, elegante, estirado, dedicándole una mueca cortesana. Hubiera podido interpretar al cardenal Richelieu de los tres mosqueteros mejor que Nigel de Brulier, que Vicent Price, que el mismísimo Tim Curry.
—John, necesito que me prepares unos gráficos.
Está acostumbrado a esas humillaciones. Cinco años atrás, cualquiera de los pedantes físicos de Omega podía pasar por su despacho con la pretensión de encargarle alguno de los numerosos trabajos que eran incapaces de realizar por sí mismos. En los últimos tiempos ya únicamente los jefes se atreven. Pero Ross es un cardenal, sólo inferior en jerarquía al propio Friedrich.
—Claro. ¿Para cuándo los necesitas?
—Oh, no corren demasiada prisa. Aún faltan tres semanas para la conferencia de la Sociedad Europea de Física. Aunque ya sabes que me gusta preparar mis charlas con tiempo.
Curiosa, la manera en que se había negado a aceptar la evidencia. Su primera reacción fue suponer que se trataba de un malentendido. Llegó incluso a balbucear sus pretensiones de ser él quien impartiera esa charla, tan confundido estaba.
—¿Tú? —Ross parecía no dar crédito a sus oídos—. ¡Pero John! ¡Es la conferencia más importante del año!
Lo enunció como un hecho objetivo, cuyo corolario era obvio, pero sin manifestar abiertamente lo descabellada que le parecía la idea. Le dio unas condescendientes palmadas en el hombro antes de salir del despacho.
—No te preocupes, hombre. Ya encontraremos algo apropiado para ti.
Friedrich ni siquiera intentó disculparse.
—¿Es que no lo entiendes? —parecía molesto de que su subordinado se hubiera atrevido a irrumpir en su despacho pidiendo explicaciones—. ¡Es necesario que sea Ross quien presente los resultados de Omega! Insistirá en el hecho de que el análisis independiente de Oxford confirma la ausencia de burbujas extrañas. ¡Nadie dudará de él!
—Me habías prometido que sería yo quien daría esa charla.
—El Consejo del CERN se reúne después de la conferencia para debatir el programa de alta luminosidad. ¿Crees que voy a arriesgarme a que no nos aprueben? ¡Ya tendrás tu oportunidad en su momento!
—Pero…
—¡Ya basta, Carpenter! Estoy ocupado.
La presión ha subido desde el esófago hasta el pecho y ha roto a sudar copiosamente, pero la ira, la humillación, la terrible impotencia han dejado paso a una sombría serenidad.
—Ahora te comprendo —le dice al fantasma de Corrado Gatto.
No puede verlo, desde luego. Todavía no está tan loco como Friedrich von Zhantier. Pero no le cuesta nada imaginarse al espectro, alto, delgado, melancólico, con su camisa de color rosa claro, sus pantalones beises y los zapatos a juego, todos ellos marca Lacoste. No le cuesta nada imaginarse que le explica por qué anunció el descubrimiento de las burbujas extrañas sin pedirle permiso a Friedrich.
—Estaba harto de que se aprovechara de mí. Harto de ser su lacayo.
También John Carpenter está harto. Cuando le comunica su plan, Corrado asiente enérgicamente, aprobando su decisión. Incluso se imagina que le ayuda a levantarse, aunque bien poco puede el ectoplasma contra la ley de la gravedad. Le cuesta un esfuerzo enorme llegar desde el sofá del comedor hasta su estudio. Cuando se derrumba en la butaca, rodeada de tres grandes terminales, idénticos a los de su despacho, las punzadas en el pecho han comenzado a arreciar.
—Quizá tengas otra angina de pecho —le previene Corrado—. Llama a una ambulancia.
—Dentro de diez minutos —contesta Carpenter—. Si no lo hago ahora, no me decidiré nunca.
Corrado asiente. Ambos saben que tiene razón. Además, rodeado por la burbuja protectora que forman los grandes monitores de cuarzo líquido, sintiéndose como el capitán Kirk en Star Trek, se encuentra mucho mejor. Ya no suda y el dolor del pecho ha disminuido. Sin darle más vueltas, comienza a teclear. Jadea pesadamente, pero sus dedos se mueven tan veloces como los de Mister Spock. Tres minutos más tarde un programa comienza a ejecutar sobre la DST En otros treinta segundos su monitor muestra la distribución angular de las burbujas extrañas, con un pico exactamente donde predice la teoría de Irene de Ávila. Una tabla, bajo el gráfico, muestra la estadística total. Corrigiendo por la eficiencia de selección, se han formado ya más de diez mil burbujas en Omega.
El pinchazo, esta vez, es tan doloroso como si le hubieran atravesado de parte a parte con una de esas lanzas que los bárbaros españoles usan para restar la fuerza a los toros bravos. De hecho, Carpenter se siente exactamente así, como un animal soberbio y valiente, atravesado a traición por un cobarde picador. Tiene que llamar por teléfono, pero antes consigue abrir su correo, incluye el gráfico en él y escribe la dirección electrónica de Helena Le Guin. Acierta a teclear una sola línea.
Friedrich miente.
Con un último esfuerzo pulsa el botón de enviar y el mensaje parte al ciberespacio, como una botella lanzada al mar. La cabeza de Carpenter golpea la pantalla que tiene frente a él y luego la mesa mientras su cuerpo rueda por el suelo.
Sigue lúcido. Piensa que todo lo que tiene que hacer es alzarse un poco, descolgar el teléfono y pulsar una tecla donde el número del hospital está memorizado. Su mano palpa hasta encontrar una superficie metálica, un cilindro duro y frío. Es la pata de la mesa. Si es capaz de asirse a ella, podrá incorporarse lo necesario. Pero sus manos están húmedas, resbaladizas. Forcejea, alzándose milímetro a milímetro, aplicándose con todas sus fuerzas, valerosamente, como Bowman en 2002, avanzando contra el vacío que el malvado HAL ha abierto en su nave.
Consigue descolgar el auricular y marcar el número del hospital antes de que la segunda puñalada en el pecho lo tumbe de nuevo.
Y ahora Corrado Gatto está a su lado, nítido y tangible. Carpenter siente su mano en la frente, confortándole.
—No te preocupes —le dice—. Todo va a ir bien.
Carpenter sonríe, agradecido, y cierra los ojos.
* * *
Ya ha oscurecido y, como de costumbre, Richard Gregoire prefiere caminar a tomar un taxi. También, como de costumbre, atraviesa Central Park de este a oeste, bordeando la laguna central, aunque hoy anda más despacio de lo habitual. No tiene ninguna prisa por llegar a su apartamento. Shirin ya está en Teherán, preparando el nuevo hogar que van a compartir muy pronto. Nadie le espera en casa, pero su soledad, quizá por lo poco que va a durar, no le pesa. Más bien al contrario, la acepta como una oportunidad para ponerse en paz consigo mismo.
Pasea despacio a lo ancho del parque, aspirando el aroma de las magnolias y los cerezas en flor, reflexionando. No puede negarse a sí mismo que la perspectiva de su nueva vida, en un país extraño del que tiene que aprenderlo todo, le asusta a veces. Pero el suyo va a ser un futuro compartido y pleno. Por difícil que sea, es mejor que la vida vacía que abandona.
Apenas se fija en el hombre sentado en el banco, vestido con un chándal deportivo, con la capucha echada por encima de la cabeza. Hay cientos como él corriendo alrededor del parque cada día. En otros tiempos hubiera sido más cauto, pero Giuliani ha dejado obsoleto el famoso adagio de los setenta. Don't cross Central Park at night.
En otros tiempos hubiera echado a correr, quizá hubiera gritado pidiendo ayuda al reparar en que el hombre se levanta del banco y le da alcance en dos rápidas zancadas. Pero Richard Gregoire ha repetido demasiadas veces la misma rutina en los últimos años y no reacciona hasta que el encapuchado le aferra brutalmente por el pelo, retorciéndole la cabeza como si fuera una marioneta.
Todavía no sabe exactamente qué está ocurriendo mientras unas manos enormes le colocan una mordaza y lo arrastran bajo el puente que se disponía a cruzar. Está oscuro, pero no tanto como para no distinguir a su asaltante. La capucha ha caído hacia atrás mostrando una cabellera rubia, unos ojos tristes, un rostro de muchacho bueno, sólo contradicho por una cicatriz bajo el párpado derecho.
Gregoire consigue sacar su cartera del bolsillo y se la alarga al joven. Éste la acepta y rebusca en ella, haciéndole un gesto para que no se mueva. ¡Como si pudiera! Está acorralado contra la pared de ladrillo del puente y no tiene escapatoria alguna. Pero su asaltante no parece estar bajo los efectos de la droga ni ha mostrado hasta el momento un arma blanca o una pistola. Lleva bastante dinero encima y seguramente no quiere otra cosa. Gregoire se quita el reloj de la muñeca y se lo alarga, pero el otro lo rechaza con un gesto casi caballeroso. Tiene su carné de conducir en la mano.
—¿Richard Gregoire? —pregunta mientras se asegura de que su rostro corresponde a la fotografía del documento.
Sólo en ese momento comprende que está perdido.
Nota una humedad en la pernera y comprende que se ha orinado encima, pero no se avergüenza por ello. Es un reflejo automático sobre el que no tiene control. A pesar de ello no pierde la serenidad. Por alguna razón se imagina ser Lennon, enfrentándose a Chapman. Él no habría tenido miedo.
Su verdugo le estudia un instante, como tratando de decidir algo. Una de sus manos le aprieta el pecho, clavándole contra la pared como si fuera una mariposa disecada. La otra deja caer la cartera. Gregoire comprende que es la mano con que va a golpearle.
La última imagen que acude a su mente, antes de que la zarpa de Boiko estrelle su cabeza contra la pared de ladrillo, aplastándole el cráneo, es la de Rostam Sistani abriéndose paso entre las llamas como un Dios y llevando a Shirin en sus brazos.