MUJER CON SOMBRERO

LA VISTA DESDE LA SALA DE REUNIONES en el décimo piso del edificio principal de las Naciones Unidas en Nueva York muestra un cielo tormentoso bajo el que se extiende la masa de agua semicongelada del río Este y el monótono paisaje nevado de edificios bajos, autopistas y fábricas, característico de Long Island City. La pieza es sobria y elegante, algo anticuada, con una espesa moqueta de color azul cubriendo el suelo y un cuadro de Chagall —Mujer con sombrero— en una de las paredes. La ocupan en estos momentos cuatro personas, una de las cuales es el secretario general de las Naciones Unidas. A su derecha se sienta el alto representante de política exterior y seguridad común de la Unión Europea, más conocido como Mister PESC. Junto a él, un caballero rondando los setenta, vestido con un elegante traje italiano. Se trata del secretario de estado de la Casa Blanca en materia de seguridad, senador Henry Pullman.

Frente a ellos se encuentra el primer ministro de la República Islámica de Irán, doctor Sayed Sohrab Razavi. Es un hombre atractivo, de profundos ojos negros y cuidada barba, casi azul de tan oscura, que aparenta diez años menos de los cincuenta que acaba de cumplir. Tan elegante y refinado, a su manera, como el senador Pullman, aunque su atuendo luzca algunos toques informales, entre los cuales destaca la ausencia de corbata, que sustituye con un elegante pañuelo de seda.

El secretario general esboza una sonrisa inexpresiva y carraspea ligeramente, como para marcar el inicio de su discurso.

—Hace tan sólo dos años —dice— resultaba inconcebible imaginar que la gravísima crisis desencadenada como consecuencia del programa nuclear de la República Islámica pudiera resolverse de manera tan halagüeña. Debo confesarles que yo mismo llegué a temer un desenlace aciago durante los últimos meses del mandato del anterior primer ministro, general Rostam Sistani, cuando sus reiteradas negativas a someter las instalaciones nucleares de Irán a la inspección de la AIEA llevaron al Consejo de Seguridad a debatir acciones drásticas contra su país.

La palabra «drástica» suena tan ominosa como las agitadas reuniones del Consejo de Seguridad de la ONU a las que se refiere el secretario, en las que llegó a contemplarse una intervención militar, impedida, in extremis, por el veto de Rusia.

—Afortunadamente la crisis fue resuelta con el nombramiento del doctor Razavi. Durante estos últimos dos años hemos asistido a la entrada en funcionamiento del reactor de Bushehr, el desmantelamiento de los centros de investigación militar de Teherán y la inspección por parte de la AIEA de las instalaciones nucleares actualmente operativas. Rara vez un país ha demostrado tan buena voluntad como la República Islámica viene haciendo en los últimos tiempos. Quiero empezar este encuentro por agradecerle al doctor Razavi su extraordinaria labor.

El secretario general se lleva a los labios la copa que tiene delante, dando por terminado su discurso. Razavi se lo agradece con una breve inclinación de cabeza y una sonrisa afable a la vez que se lleva la mano al corazón. El senador Pullman inicia un entusiasta aplauso, rápidamente secundado por Mister PESC.

—Precisamente mi propósito al convocar esta reunión no es otro que el de solicitar de nuevo la cooperación del primer ministro —dice cuando el aplauso que él mismo ha iniciado se amortigua.

Pullman hace una pausa para colocarse unas diminutas gafas de pasta, de montura rectangular, que dan a su rostro el aire de un decano dirigiéndose al claustro académico de su facultad.

—Me refiero a la parada del reactor de Bushehr, prevista para finales de este año, con motivo de la recarga de combustible. Mi país solicita la presencia de los inspectores de la AIEA durante el proceso, así como que se facilite a éstos el acceso a todo el recinto, incluyendo el depósito de materiales radiactivos.

También Pullman echa mano de su copa cuando termina, pero con ansiedad, como si la parrafada le hubiera dejado la garganta seca.

No es para menos. El rostro de Razavi expresa a la vez indignación y asombro. Levanta la mano para pedir la palabra, pero el secretario general abusa de su papel como moderador para adelantársele.

—Senador, no necesito recordarle que una inspección tan exhaustiva resulta sumamente irregular, tratándose de una simple parada técnica. Le ruego que se explique.

—De acuerdo a nuestros informes —empieza Pullman, impasible—, el combustible procedente de Rusia llegó a Bushehr hacia mediados de enero, hace exactamente un año. Sin embargo, el reactor no entró en marcha hasta mediados de febrero, cuatro semanas después de que los técnicos rusos y los inspectores de la AIEA abandonaran las instalaciones. Durante ese periodo las actividades en la central nuclear nos son desconocidas. Quizá el doctor Razavi tenga a bien explicarnos las razones para ello.

—¿Razones? —la risa del ministro contiene una clara nota de desafío—. ¿Desde cuándo estamos obligados a consultar nuestro calendario de operaciones con sus autoridades, senador? —Razavi alza los brazos en la dirección de Pullman con las palmas abiertas, en un gesto de paródica sorpresa no exento de cordialidad.

Pullman se quita las gafas, mostrando unos ojos claros, inmutables como pozos de mercurio.

—Señor ministro, permítame referirme al Laboratorio de Tecnología Nuclear de Ispahán, cuyo propósito es manufacturar uranio enriquecido. Se da la circunstancia, no obstante, de que esta instalación no es necesaria en la actualidad, ya que el combustible que utiliza el reactor de Bushehr proviene directamente de Rusia.

—Si estuviera usted en mi lugar —contesta Razavi—, ¿le parecería una buena idea comprar indefinidamente el combustible a un tercero? Le recuerdo que tenemos derecho a controlar esa tecnología bajo el tratado de no proliferación nuclear suscrito con la AIEA. Además, las centrifugadoras del Laboratorio de Tecnología Nuclear de Ispahán sólo permiten enriquecer el uranio hasta un tres por ciento. Las aplicaciones militares, si es eso lo que le preocupa, exigen uranio enriquecido al ochenta por ciento o más.

—Imagine por un momento que el laboratorio de Ispahán hubiera producido, bajo el mandato del anterior primer ministro, una cantidad considerable de uranio enriquecido —contesta Pullman, imperturbable—. Imagine que dicho uranio hubiera sido añadido clandestinamente al combustible ruso durante las cuatro semanas transcurridas desde la carga oficial del reactor hasta su puesta en marcha.

—No le sigo. Me temo que los iraníes no tenemos una mente tan calenturienta como ustedes, senador —retruca Razavi, clavando en el diplomático americano sus intensos ojos negros.

—Nuestros analistas apuntan hacia la posibilidad de una acción de este tipo llevada a cabo por grupos hostiles asociados al general Sistani. Es posible que se trate de sospechas infundadas, señor ministro, y si ése fuera el caso, le rogaré encarecidamente que nos disculpe. Pero a fin de descartar este escenario, mi gobierno exige una nueva inspección. Si hay un exceso de combustible, los inspectores lo detectarán inmediatamente cuando la central se detenga a finales de año.

—¿Cuál sería la finalidad de ese exceso, senador Pullman? —Claramente la pregunta del secretario tiene el único propósito de forzar, o quizá facilitar, que el senador termine de formular sus acusaciones.

—Como bien ha recalcado el doctor Razavi —contesta Pullman—, las instalaciones operativas en la República Islámica no pueden producir uranio enriquecido para aplicaciones militares. Por otra parte, en el proceso de combustión del uranio en un reactor nuclear se produce plutonio en grandes cantidades. Un exceso de uranio implica necesariamente un exceso de plutonio. El tratado firmado con Rusia estipula que todas las barras de combustible quemado se devuelvan a ese país, donde serán puestas a buen recaudo. Pero si existe combustible clandestino procedente de Ispahán, que obviamente no se devolvería, nos encontraríamos con la posibilidad de que el general Sistani se hallara en posesión de una cantidad de barras que contendrían plutonio más que suficiente para manufacturar armas nucleares. Esas barras serían sustraídas clandestinamente durante la próxima parada de la central y reprocesadas en secreto para extraer el material necesario para fabricar una o más bombas atómicas.

—Se trata de una acusación gravísima —afirma el secretario general, apresurándose a tomar la palabra antes de que el ministro iraní solicite intervenir—. Sería inconcebible formularla en ausencia de pruebas muy convincentes.

—¡Por supuesto! —exclama el senador, asintiendo enfáticamente—. ¡No hay acusación que valga! Me he limitado a exponerles una hipótesis que debemos eliminar para evitar tensiones innecesarias.

—La Unión Europea apoya la propuesta del senador —interviene Mister PESC—. Una simple inspección de la AIEA permitiría disipar definitivamente toda sospecha.

—¿Y su opinión, señor ministro? —pregunta el secretario general después de un minuto de tenso silencio.

Cuando Razavi habla, su voz ha perdido la desenfadada ironía de la que ha hecho gala a lo largo de toda la reunión.

—¡Una simple inspección! —exclama—. Durante los dos últimos años, caballeros, hemos accedido a todas sus exigencias. Desmontamos nuestros centros de investigación militar, mucho más modestos que los de cualquiera de sus países; nos sometimos de buena gana a todas las inspecciones decretadas por la ONU; aceptamos comprar el combustible para nuestro reactor a un país extranjero, cuando disponíamos de la tecnología para manufacturarlo nosotros mismos. ¿Y qué hemos conseguido? ¡Una nueva vuelta de tuerca de su inagotable paranoia!

Razavi golpea con el puño la palma de su mano, produciendo un chasquido que restalla como un disparo en la sala silenciosa.

—Doctor Razavi, estoy seguro de que en ningún momento el senador Pullman ha pretendido ofender a… —empieza el secretario general.

—¿Ofender? —corta Razavi—. ¡Más bien humillar! El senador representa un país acostumbrado a imponer su voluntad por la fuerza, sin ningún respeto por la dignidad de sus pares. Díganme, ¿cómo justificaría ante el líder supremo semejante inspección? ¿Qué argumentos ofrecería a los que opinan que la República Islámica no debía haber cedido un ápice a sus exigencias? ¡Senador, estoy seguro que el ala más conservadora de la política iraní aplaudirá sus arrogantes demandas!

—Señor ministro —interviene el secretario general—, puedo garantizarle que las Naciones Unidas no suscribirán una iniciativa que perjudique a su encomiable política.

—En ese caso, excelencia, creo que no hay más que discutir.

Razavi se levanta de la butaca con la ayuda de un bastón, cuya empuñadura plateada representa un águila de dos cabezas. El primer ministro iraní no es un hombre de alta estatura, pero sí robusto y bien proporcionado. El aire campechano del principio de la reunión ha dado paso a un rictus orgulloso que encaja bien con la barba frondosa, los ojos desafiantes, la nariz altiva, el águila bicéfala que forma el pomo de su bastón.

—Estaré encantado de considerar cualquier propuesta que no suponga una afrenta a nuestra dignidad nacional —proclama, antes de abandonar la sala. Cojea ostensiblemente cada vez que apoya el pie derecho en el suelo, pero mantiene la espalda rígida y la cabeza alta mientras camina.

—¡Qué carácter! —suspira Pullman apenas Razavi ha abandonado la sala—. Se lo ha tomado verdaderamente a pecho.

—Hay que reconocer que no le faltan motivos —murmura el secretario general—. ¿Cuán verosímil es el escenario que nos ha dibujado?

—Depende de cuánto controle Razavi la situación —señala Pullman—. Rostam Sistani sigue siendo un hombre influyente. Su nuevo cargo como presidente del Consejo de Seguridad Nacional le permite cortocircuitar al primer ministro continuamente.

—No hay que olvidar de quién estamos hablando —interviene Mister PESC—. Para muchos iraníes, el general Sistani sigue siendo la reencarnación de su tocayo, el mítico héroe Rostam. Por mucho que represente el ala más conservadora de la República, sus cualidades personales encandilan a buena parte de sus compatriotas. Los persas son un pueblo apasionado y no han olvidado la heroicidad del general durante la guerra con Irak. Treinta años después de la Revolución Islámica, si el viejo Jomeini levantara la cabeza, Sistani sería probablemente el único de sus discípulos que se salvaría de la quema. Razavi es todo lo contrario. Un político pragmático y moderado, demasiado moderado para el gusto de muchos. Hay sectores muy amplios que le acusan de bailar al son que toca Occidente.

—Parece evidente que ambos caballeros se disputarán de nuevo el cargo de primer ministro en las elecciones del año próximo —dice el secretario general—. Un segundo triunfo de Razavi supondría una gran oportunidad para modernizar el país. En cambio, si Sistani gana las elecciones, podemos esperar un tremendo retroceso.

—Sin una inspección no saldremos de dudas —sentencia Mister PESC.

* * *

Mediodía en Manhattan. Un remolino de gente de todas las edades y condiciones se pone en movimiento. Ejecutivos con traje y corbata que calzan Nike Air, orondas matronas de color moviendo sensualmente sus tremendos traseros, policías en pantalón corto montando bicicletas de montaña, judíos ortodoxos con el pelo recogido en trenzas de colegiala. Gente que va y viene, animada por el mismo propósito. Llegar cuanto antes desde su lugar de trabajo al restaurante, tienda de delicatessen, cafetería o parque público donde almuerzan. En quince minutos todo ese torrente humano se ha acomodado y la gran ciudad se toma el primer respiro del día.

La mesa más discreta del pequeño restaurante judío situado en el cruce de las calle treinta y siete con Murray está ocupada por tres comensales cuyo aspecto no podría ser más dispar. Dos de ellos rozan los setenta años, si bien uno es elegante y distinguido, mientras que el otro, vestido con un traje de paño negro y un sombrero del mismo color, parece arrancado a la fuerza de una sinagoga. En cuanto al tercero, debe de ser unos diez años más joven que los otros dos y pesa más que ambos juntos. La silla en la que se ha desplomado cruje agónicamente cada vez que se inclina hacia la mesa, tenedor en mano, para atacar una bandeja que contiene una ración triple de cordero lechal.

—Estamos en un buen lío —afirma mientras repela una magra costilla.

—Fue un error vender esas centrifugadoras a Rostam Sistani, Yuri —dice el atildado caballero, que no es otro que el senador Henry Pullman, moviendo pesarosamente una cabeza grande y bien proporcionada, donde todavía queda una digna cantidad de cabello entrecano.

—Era un buen negocio —contesta el ruso, encogiéndose de hombros.

—También lo sería venderles unas cuantas cabezas nucleares a esos terroristas de hábito, ¿eh, Popov? —dice el judío, cuya voz honda, casi ronca, no encaja en absoluto con un físico tan insignificante.

—Nada de eso, Geldman, te lo garantizo.

—En fin —suspira Pullman, abandonando su plato de lenguado a medio terminar—. Ahora ya no tiene remedio. ¿Qué hay de esos documentos, Simón?

El rabino saca una carpeta de la fina cartera de piel que lleva bajo la chaqueta y se la tiende a Pullman.

—Ahí tienes —dice.

—¿Puedo saber de qué se trata? —pregunta Popov.

Geldman escudriña al ruso durante todo un minuto mientras recorre con un dedo de uña roma el perímetro de su sombrero.

—Dale un voto de confianza a Yuri, Simón —dice Pullman, llenando las tres copas con el excelente vino de la casa—. Tenemos que gestionar esto juntos.

—De acuerdo —rezonga Simón Geldman.

Los tres levantan los vasos, amagando un brindis.

—La carpeta contiene documentos que demuestran que el Laboratorio de Tecnología Nuclear de Ispahán produjo uranio enriquecido en grandes cantidades durante la época en que Rostam Sistani era primer ministro —dice Geldman.

—La cuestión ahora —interviene Pullman— es averiguar si han conseguido introducir ese uranio en la central. Yuri, ¿cuánta carga extra podría soportar el reactor?

—Un veinte, puede que un treinta, por ciento más de la nominal —dice Popov, que ha sacado un paquete de cacahuetes del bolsillo y los devora a puñados—. Eso supondría cien kilos de plutonio en un año.

—¡Cien kilos! —exclama Geldman—. ¡Veinte bombas atómicas! Es un riesgo que Israel no puede correr.

—Nadie quiere correr un riesgo así —dice Popov—. Pero no tenemos pruebas.

—¿Y cómo vamos a conseguirlas si los persas nos niegan el acceso? —pregunta Geldman, retorciéndose nerviosamente las manos.

—Creo que sé cómo hacerlo —dice Pullman—. Escuchad atentamente.

* * *

Pasan de las siete de la tarde cuando Richard Gregoire abandona la sede de las Naciones Unidas en Nueva York. Está agotado y decide caminar unas cuantas manzanas antes de tomar un taxi que le lleve a su apartamento, en realidad poco más que un cuarto, por el que paga un alquiler desmesurado. Pero un hombre solo no necesita más espacio y él ha estado solo desde que se marchó Adele, robándole a sus hijas. Ha estado solo hasta que Shirin apareció en su vida, hace menos de un año, rescatándole del abismo de desesperación donde penaba.

Además, su apartamento está en una bonita zona de Manhattan, entre la calle setenta y dos y Broadway, no lejos del edificio Dakota. Gregoire suele pasar a menudo por delante de la placa conmemorativa que recuerda la muerte de John Lennon. Shirin lloró cuando la llevó allí, e incluso él llegó a emocionarse, a pesar de las innumerables veces que ha visitado el lugar.

Cada vez que piensa en ello trata de no recordar al asesino, consciente de que todo lo que buscaba aquel lunático era la triste fama de haber matado a un gran artista. Pero no puede evitar que su nombre completo le acuda a la mente. Mark David Chapman. En mil novecientos ochenta era un chaval un par de años mayor que él, sin otra motivación para disparar que satisfacer a sus demonios.

Fue un ocho de diciembre. Gregoire recuerda que llevaba tan sólo unos meses en Nueva York. Se había matriculado en Ciencias Políticas y trabajaba en uno de los barcos casino que salían cada noche de Long Island, navegando tres millas hasta alcanzar aguas internacionales, donde las leyes antijuego del estado dejaban de estar vigentes. El barco salía del puerto cada noche a las siete y regresaba hacia las tres de la madrugada. No llegaba a su apartamento hasta pasadas las cuatro. Al día siguiente, a las ocho, ya estaba en pie para acudir a sus clases. Levantarse cada mañana del camastro requería unas dosis enormes de fe, y el hecho de que en el mundo hubiera gente como Lennon ayudaba. Que alguien así pudiera morir a manos de un imbécil es algo que le sigue doliendo todavía.

Está empezando a nevar de nuevo. Si arrecia, dentro de un instante será imposible encontrar un taxi libre. Uno de ellos avanza hacia él en ese momento, su carrocería amarilla resaltando contra el gris sucio de la nieve pisada que ha caído por la mañana. Milagrosamente lleva todavía la luz verde, pero Gregoire no se decide y un instante más tarde el taxi es capturado por una dama envuelta en armiño que le lanza, antes de saltar a bordo, una mirada incrédula y un poco despectiva.

Resignado, decide seguir a pie, haciendo caso omiso de los pequeños copos de nieve, punzantes como aguijonazos en su nariz y mejillas. En todo caso no le espera nadie en casa. Shirin está de viaje y no regresa hasta dentro de una semana. La idea le congela por dentro todavía más que la nieve que se precipita sobre Manhattan. Cada vez que ella se ausenta, los fantasmas del pasado se arrojan sobre él, inclementes.

La forma en que Adele arruinó su vida, se dice, amargamente. Tanto ahorrar para conseguir una vida decente, tanto dejarse la piel en el trabajo, subiendo poco a poco los peldaños en la jerarquía de la ONU hasta alcanzar un puesto casi decente. Ayudante del secretario general. ¿Quién lo hubiera dicho cuando trabajaba de crupier en una ruleta, rodeado de gentuza que bebía y despilfarraba su dinero?

Fue un buen marido, un buen padre. Adele nunca supo arreglárselas sola y menos cuando llegaron las gemelas. Si no se hubiera visto obligado a dedicar tanto tiempo a las niñas, quizá habría ascendido más, quizá habría pasado de ser un segundón. Pero alguien tenía que ocuparse de ellas.

¡Si al menos le hubiera dejado a sus hijas! Pero no, tuvo que llevárselas, ella que no podía resistir diez minutos a su lado sin ponerse nerviosa, ella que se negó a darles el pecho para no deformar sus bellos senos, aunque luego permitió que un cirujano plástico los abriera en canal para colocar dentro un par de globos de silicona. La que no se aclaraba cambiando un pañal y a duras penas conseguía poner los potitos al baño María. Tuvo que llevárselas. Era un decir, claro. Había que ser cínico para afirmar delante de un juez que las niñas estaban mejor en un internado de lujo que con su padre. Pero el juez lo fue aún más por aceptar semejante disparate.

Shirin le ha hecho pensar mucho sobre la corrupción que gobierna una sociedad hipócrita en la que todo es posible cuando se tiene suficiente dinero.

—Si no hay Dios, no hay moral, cariño.

Gregoire cruza Central Park en diagonal, sin miedo a posibles asaltantes. Los había en los años ochenta, antes de que el alcalde Giuliani le lavara la cara a la ciudad con lejía, barriendo de la superficie de Manhattan a parias y delincuentes, junto con cualquiera que ganara menos de tres mil dólares al mes. En otros tiempos Nueva York había sido peligrosa y vital, vibrante de oportunidades y amenazas. Ahora es un decorado, y los que triunfan en ella, figurantes.

Figurantes como ese tipo, Douglas como se llame. ¿Qué méritos tiene, cuáles son sus habilidades, de qué puede presumir excepto de una cara bonita y el dinero de su papá?

¡Que Adele le hubiera encontrado precisamente en uno de los casinos flotantes que ahora necesitan adentrarse no tres, sino doce millas para considerarse en aguas internacionales! ¡Que se le ocurriera a él la peregrina idea de proponerle un fin de semana en uno de ellos, tratando de animarla, de devolverle la alegría de sus primeros años de matrimonio!

Robert Gregoire camina, alargando cada vez más la zancada, a medida que la nevada arrecia. Su forma de andar recuerda un poco a la de un avestruz. En parte se siente como uno de esos pájaros, con la cabeza recién sacada del hoyo. Gracias a Shirin es capaz de mirar de nuevo a su alrededor. Y lo que ve le produce náuseas. La ciudad en la que habita, el país que dejó de considerar como suyo el día que un juez le robó a sus hijas, el podrido sistema en el que ha malgastado sus cincuenta años de vida.

La víspera de su partida Shirin le llevó a cenar a un restaurante donde servían auténtica comida iraní, no las imitaciones adaptadas al blando gusto de los neoyorquinos, sino platos tan auténticos como ella, el kebab deshaciéndose en la boca, los deliciosos arroces aromáticos, los platos de berenjenas y zanahorias molidos, mezclados con salsa picante. Bebieron té y charlaron hasta la hora de cerrar, cuando el último de los clientes se hubo marchado, y entonces, para su sorpresa, el dueño bajó la persiana y se sentó a su mesa, ofreciéndoles compartir un ghelyum. La velada se prolongó hasta altas horas de la madrugada, pasándose la boquilla de la pipa de agua, bebiendo un té tras otro con aroma a jazmines. Shiraz huele a jazmines, le dijo Shirin. Mansour, en tan sólo unas horas, había dejado de ser el dueño de un restaurante desconocido para convertirse en un amigo. «Nosotros no somos como la gente que te ha hecho daño», le dijo.

Al llegar al edificio donde vive, Gregoire alza la cabeza hacia la ventana de su apartamento y de repente el frío glacial que se va aposentando sobre la noche de Nueva York deja de importarle. El apartamento está iluminado. Shirin debe de haber regresado antes de lo previsto y está en casa, aguardándole.

Mientras sube las escaleras de dos en dos, se dice que no hay nada en el mundo que no hiciera por ella.