FLORES DEL MAL

IRENE SE APOYÓ EN LA CARROCERÍA DEL BMW. Velasco, pensó, tenía que llamar a un tal Velasco. Y deprisa. Si no conseguía ayuda pronto, Boiko mataría a Héctor.

Un súbito mareo estuvo a punto de derribarla. Con esfuerzo abrió la puerta del coche y se dejó caer en el asiento del conductor. Si le hubiera quedado algo todavía en el estómago, lo habría vomitado al aspirar el tufo que agredió su olfato. Un matadero olería exactamente así. Los kleenex empapados y las gotas de sangre seca que ensuciaban el salpicadero parecían los restos mal enjuagados de un sacrificio reciente.

Pero a pesar de la náusea, su cabeza comenzaba a emerger de la espesa niebla poblada de monstruos donde vagaba desde que Klaus había introducido la aguja de una jeringuilla en su antebrazo.

Al otro lado del parabrisas, moteado de manchas de sangre, Héctor había iniciado una lenta danza circular alrededor de su enemigo. Su torso estaba desnudo, se movía con pasos pequeños y seguros, apoyando sólo la punta de los pies. Boiko sonreía, como admirando su fluidez de movimientos.

De repente arremetió, las enormes manos cuyas caricias recordaba tan bien, buscando desgarrar la carne de su presa. Irene escuchó el grito ronco que se le escapó y levantó el brazo en el que todavía sostenía el teléfono móvil para protegerse del golpe devastador animado contra el rostro de Héctor. Pero éste había esquivado la carga milagrosamente, fintando hacia un lado y alejándose dos o tres metros con una rápida carrera. Boiko se giró hacia él, rugiendo.

La sonrisa sardónica en los labios caribeños. ¿Se había vuelto loco? Estaba provocando a su enemigo, lanzándole improperios. Boiko cargó por segunda vez. Héctor esperó hasta tenerlo casi encima antes de esquivarlo con un imposible requiebro y poner dos o tres metros de por medio.

¡El teléfono! El fogonazo de esperanza quemándola como la brasa de un cigarrillo en la piel. La mano que sostenía el aparato temblaba tanto que tuvo que apretarla contra su estómago para examinar las teclas que mostraban las diferentes funciones. En una de ellas se veía el icono de una agenda.

Irene la apretó. El teléfono respondió con un pitido burlón y una línea en la pantalla le exigió un código que no conocía para desbloquearlo.

* * *

Una manifestación, encabezada por sir James, avanzaba hacia el CERN, exigiendo su destrucción inmediata. Algunos blandían picos y palas. Otros agitaban banderas en las que ondeaba el último gráfico de John Carpenter. Alessandro Calvetti trataba de convencer a Friedrich von Zhantier, vestido de general de las SS, para que su división acorazada no abriera fuego contra la multitud.

La cabeza de Irene en su regazo. La acariciaba lentamente, masajeando su nuca, enredando sus dedos en la cabellera pelirroja. Frente a ellos, una colosal pantalla de cuarzo en la que se sucedían las imágenes del Holocausto. Las hordas de manifestantes quemando libros en la biblioteca al grito de Muera la ciencia. Las ametralladoras de Von Zhantier disparando contra hileras de prisioneros alineados ante las paredes de la Esfera. Los delegados del Consejo del CERN, vestidos con hábitos cardenalicios, inaugurando el programa de alta luminosidad con agua bendita.

Los iones de plomo, acelerados hasta una fracción infinitesimal de la velocidad de la luz, chocando diez mil veces por segundo gracias al programa de alta intensidad. El Aleph primario estallando en cada colisión. Burbujas extrañas formándose como flores que brotan en el fuego del infierno. Creciendo y consumiéndose, creciendo y consumiéndose antes de que sus pétalos se abrieran del todo.

Irene la abrazaba. Ella la mecía entre sus brazos. Una de las flores letales esparcía su polen por todo el espacio.

Los diminutos grumos de materia extraña flotando en la brisa de la tarde, posándose poco a poco. Creciendo a medida que se hundían en la tierra.

* * *

Tres veces.

La primera había sido fácil. Lo último que esperaba su enemigo era que le esquivara, huyendo de él como un perro flaco del palo del pastor, situándose justo fuera de su alcance antes de provocarlo con frases que ni él mismo entendía. Changó gritaba por él.

Había maniobrado la segunda embestida aún más fácilmente que la primera. Boiko arremetió contra él furioso y sorprendido, como un toro coronado con bolas de brea ardiente.

En cambio la tercera había evitado sus zarpas de milagro. Las garras habían resbalado sobre su piel sudorosa, la presa cerrándose con un milisegundo de retraso. Santa Bárbara regalándole un último milagro.

No iba a escaparse de nuevo. Boiko era más rápido que él y ya había entendido su estrategia. Avanzaba cuidadosamente, todos sus músculos tensos para la siguiente explosión, los brazos abiertos, como un amante ansioso de abrazar a su amada. Extraño amante. Si las boas gemelas hacían presa, no dejarían de apretar hasta partirle la columna.

—Boiko quiere saber cuánto vales, tovarich.

¡Ahora! Héctor inició el gesto de girarse como para escapar de nuevo a la vez que su enemigo se abalanzaba contra él con la velocidad de un tren bala, seguro de interceptarle.

Fue un movimiento torpe, lento, absolutamente obvio. En lugar de fintar, Héctor completó un giro sobre sí mismo, encogiéndose mientras lo hacía, y luego saltó como un resorte, embistiendo con la cabeza por delante.

Pero Boiko no lo esperaba y se estrelló contra él con toda la furia de su propia velocidad.

Héctor sintió el salvaje impacto propagándose a lo largo de su columna, estrujando sus vértebras, conmocionándole los músculos del cuello. El golpe había sido lo bastante violento como para derribar a un caballo.

Increíblemente Boiko seguía de pie. Pero incluso aquel energúmeno tenía algo de humano. El cabezazo le había dejado sin respiración y le había hecho retroceder, en precario equilibrio, abrazándose el estómago.

Héctor conectó un gancho de izquierda encima de su oreja. La cabeza apenas se movió, pero ahora estaba dentro de su guardia. Su brazo derecho retrocedió hasta que los tendones de los deltoides rechinaron y luego se disparó hacia delante, todo su peso concentrado en un mazazo salvaje.

Su puño, del que todavía colgaban las vendas que protegían unas heridas a medio cicatrizar, se estrelló contra el pómulo de Boiko. La sensación en sus nudillos fue la de que golpeaba de nuevo la dura roca de las Montañas del Perdón.

Los brazos. Los brazos de Boiko intentando asirle, a pesar de que el puñetazo debería haberle fulminado. Héctor se encogió, esquivándolos, y lanzó un directo al hígado, seguido de un croché la barbilla. Boiko retrocedió. ¡Se tambaleaba!

Héctor jadeaba sin aliento. Apenas podía girar el cuello entumecido y sentía la mano derecha como un muñón en carne viva. Podía derribarle. Un golpe más. Lanzó su derecha, una, dos, tres veces, golpes secos en pleno rostro, ignorando el dolor de sus nudillos rotos. Boiko mordió el cebo. Si no hubiera estado esperando su reacción, jamás habría anticipado la velocidad con que la serpiente tatuada en la mano de su enemigo se lanzó hacia su muñeca.

Héctor lanzó su izquierda, poniendo toda el alma en el golpe.

El crujido de la nariz de Boiko, quebrándose bajo el golpe, fue menos dulce que el batido sordo de su cuerpo golpeando el asfalto.

Un aullido salvaje, saliendo de algún lugar oscuro, enterrado en lo más hondo de su cerebro. Alegría, furia, pánico, incredulidad. Boiko rodaba por el suelo, su cara una masa de carne ensangrentada.

Irene salió del interior del BMW. Héctor echó a andar hacia ella. Llegó a dar tres pasos antes de que la expresión de horror en su rostro le pusiera sobre aviso.