ÚLTIMO HAIKU
—VAS A PERDER —avisaron por Megafonía.
Era verdad. Incluso Alessandro Calvetti la había dejado sola al llegar con cinco minutos de retraso al comienzo de la reunión y sentarse en la retaguardia, junto al delegado italiano, en lugar de hacerlo a su lado, como había sido su costumbre durante más de diez años.
Y Sandro era el único amigo de verdad en aquella reunión. En el otro bando estaban Friedrich, Linsen y varios de sus aliados, todos relamiéndose al olor de la sangre fresca. Sin embargo, Autocontrol y el resto de los departamentos funcionaban a pleno gas. No tenía intención alguna de rendirse sin luchar.
—Asumo que han ojeado el memorando que les he hecho llegar —empezó mientras apretaba un botón y el proyector mostraba la distribución angular de burbujas extrañas predicha por el modelo de la muchacha, superpuesta a los datos que le había enviado Carpenter—. Como pueden ver, tenemos evidencias de la producción de materia extraña en el experimento Omega, tal como afirma un reciente modelo teórico. En mi opinión, hasta que la situación se aclare, sería prudente retrasar el programa de alta intensidad.
Ya estaba dicho. Helena escudriñó los rostros, tratando de adivinar por dónde vendría el ataque.
Jozef Linsen carraspeó, ofreciéndole una exhibición inconsciente de su nutrido repertorio de tics. Se ajustó la corbata, tiró fastidiosamente de las mangas de su chaqueta y le sacó brillo al anillo de oro blanco que volvía a lucir en su anular después de que le quitaran la escayola.
—Si me permite, señora directora —su voz era empalagosa como la de sir James, pero harto más abyecta—. No parece que haya razones fundadas para prestar excesiva atención a los resultados, por llamarlo de alguna manera, del malogrado John. Sin duda, bajo los efectos del infarto…
Dejó la frase en el aire, como si la conclusión natural fuera que una angina de pecho provocaba en los físicos la necesidad imperiosa de producir gráficos que no podían tomarse en serio.
—Ante la duda, querido Jozef, sugiero que los datos de Omega sean analizados por un grupo independiente —contestó Helena.
—¡Pero ese análisis ya lo ha hecho el grupo de Oxford! ¿No es así, Archibald?
—Bien —dijo Archibald Ross—, lo cierto es que nuestro análisis parte de una DST producida por Carpenter. En principio los datos podrían estar alterados…
Por fin alguien que rompía una lanza a su favor. Calvetti, por su parte, seguía callado y evitando sus ojos. ¿Qué le ocurría?
—¿Alterados en qué sentido? —intervino Friedrich—. Incluso si la señal de las burbujas fuera predicha exactamente por la teoría, es casi imposible separarla del ruido de fondo, como usted mismo puede confirmar. Haría falta un genio para dar con un algoritmo lo bastante inteligente para ello. ¡John no era más que un técnico! Bueno para la informática, pero absolutamente mediocre como físico. ¡Semejante hazaña caería del todo fuera de sus capacidades!
—Sin duda se trata de un análisis muy complejo —dijo Ross—. Mi grupo ha invertido meses de trabajo y un equipo científico de primera clase. Ciertamente una persona sola, y más tratándose de alguien sin una gran preparación, no podría…
—Hay algo más —interrumpió Friedrich—. Después del sepelio me entrevisté con su doctor, Philippe Dufour, quien me confirmó que el infortunado John tenía un serio problema de adicción a la cocaína. Aparentemente su prematuro final fue provocado por un abuso de droga combinado con un corazón débil… En cierto modo ya lo sospechaba. Durante los últimos tiempos su comportamiento había sido errático… En mi opinión, si los «resultados» de John se parecen tanto al modelo de De Ávila —Friedrich puso unas comillas, moviendo los dedos al pronunciar la palabra «resultados», como para asegurarse de que nadie le malinterpretaba— es por la simple razón de que se limitó a inventarse una serie de puntos siguiendo las curvas teóricas.
—Un extraño capricho, ¿no te parece? —dijo Helena, dejando que su voz rezumara ironía.
—Quería llamar la atención, eso es todo —replicó Friedrich.
—Debo reconocer que se molestó mucho cuando supo que sería yo quien presentaría los resultados de Omega en la conferencia de la Sociedad Europea de Física —añadió Ross—. Por lo visto se había hecho ilusiones al respecto.
—Señora directora —intervino de nuevo Jozef Linsen—, no parece que la evidencia que nos presenta pueda sostenerse.
—Insisto en que debemos tomar los resultados del malogrado John seriamente —replicó Helena.
—Si me permiten —dijo Calvetti, poniéndose en pie.
Las sirenas de alarma en toda la fábrica. Pero ya era tarde.
—Como presidente del Comité Científico del CERN, quiero aprovechar la ocasión para transmitirles nuestra decisión relativa al programa de alta intensidad. Hemos acordado, por unanimidad, recomendar al Consejo que se lleve a cabo lo antes posible. No consideramos que los argumentos de la directora justifiquen retrasarlo.
¿De qué se sorprendía? Alessandro no hacía más que defender lo que había sido su prioridad principal hasta hacía poco tiempo. Garantizar un descubrimiento, conseguir un premio Nobel, evitar excusas para detener el LHC.
Sabía por experiencia que su viejo amigo se estaría consumiendo, torturado por el mismo sentimiento de culpa que no había dejado de lacerarla a ella desde la conferencia de Irene de Ávila.
* * *
—Déjala ir —dijo Héctor, procurando que la voz no le temblara.
—Suelta la pistola, tovarich. Boiko odia las pistolas.
Héctor dejó el arma en el suelo y la apartó de un puntapié. Boiko retiró su brazo del hombro de Irene, pero ella no se movió.
—¡Irene! —llamó Héctor—. Ven conmigo.
—¡Márchate! —exclamó ella con voz ronca—. Boiko te matará si te quedas.
—¡Ven conmigo! —repitió Héctor.
—Ve a saludar a mi tovarich —dijo Boiko, acariciándole el pelo con sorprendente ternura.
Irene se acercó dando traspiés.
—Vete, por favor —murmuró cuando llegó a su altura—. Déjame tratar con él.
La pobre muchacha estaba delirando. Apenas se sostenía derecha y su voz era casi inaudible. Héctor tomó su mano y puso en ella el móvil que llevaba en el bolsillo de su chaqueta.
—Busca un nombre en la agenda del teléfono. Velasco. Dile que venga a Bronx Park. Él nos ayudará. ¡Date prisa!
—¿Vamos, tovarich? —llamó Boiko, haciéndole un gesto amistoso, como si fuera el negro Príamo invitándole a practicar un rato en el cuadrilátero.
—Llama a Velasco —insistió Héctor, empujando suavemente a Irene hacia el BMW aparcado junto a ellos—. ¡Corre!
Irene se tambaleó hacia el carro. Antes de enfrentarse a su enemigo, Héctor se quitó la chaqueta del chándal. Un torso desnudo ofrecía menos agarraderos y era más fácil evaporar el sudor que ya le corría a raudales por la espalda, a pesar del fresco de la madrugada. Boiko se llevó un dedo a la sien, como aprobando su ocurrencia.
* * *
Helena se dio cuenta de que apenas quedaba espacio en su libreta. No disponía más que de unos pocos renglones para rellenar la última página.
Parecía imposible. La libreta era gruesa, su letra diminuta, nunca había escrito en ella más de un par de líneas diarias. Pero había pasado mucho tiempo.
Las notas al principio del diario. Un párrafo particularmente querido, describiendo los cielos de Alejandría. La luz del Mediterráneo, retenida en un haiku, seguía entrando por la ventana de una habitación compartida en una casa de paredes recién encaladas en la isla de Corfú.
Las tormentas, las terribles tormentas que cernían sus nubarrones hacia el primer tercio del diario y se extendían a lo largo de páginas y páginas. La lluvia, cayendo inclemente sobre ellas.
Había vuelto el sol, era cierto. De tarde en tarde. La luz nunca había sido la misma.
¿Y ahora? ¿Cuál sería el último haiku de su diario?
Tengo miedo, escribió.