METÁFORAS

ARASH ESTABA GUAPO enfundado en un traje tan elegante como los del senador Pullman. Se le veía agotado y feliz después del largo día de celebraciones. Nasim llevaba un vestido de novia que igualmente podía haber comprado en cualquier tienda de Ginebra o Nueva York. Los velos y los chadores que tan piadosamente cubrían los cabellos y las formas de las mujeres en la calle brillaban por su ausencia. Cabelleras deslumbrantes, trajes de fiesta ajustados, zapatos de tacón, música pop y baile. Héctor recordó el rostro impasible de Arash la primera vez que le había preguntado por el vino y la danza a la que aludían constantemente los versos de Hafiz.

—Metáforas, Robles aga.

Metáforas. Todo el mundo en la boda estaba pendiente de la hermana pequeña de la novia. Era una niña de unos diez o doce años vestida con un traje de seda rosa que dejaba desnudos sus bonitos brazos, con una diadema de perlas ciñendo el largo cabello moreno. Llevaba en la mano un cuchillo, cuyo propósito, a todas luces, era partir la tarta frente a la que aguardaban Arash y Nasim. Sin previo aviso la música cambió a un ritmo insinuante, punteado por las guitarras de tres y cuatro cuerdas. Las caderas de la muchacha comenzaron a moverse, rítmicas, sensuales, mientras los brazos se alzaban sobre la cabeza, manejando el cuchillo como si fuera un pañuelo, evolucionando a lo largo de la sala, acercándose poco a poco donde la esperaban los novios.

La ceremonia de la boda propiamente dicha había ocurrido unas horas antes. Arash y Nasim se habían sentado frente a un gran espejo hasta que apareció el mulá que debía celebrar el matrimonio. Éste había llegado con retraso, frío, distante y burocrático. Se sentó a dos metros de la pareja, como si temiera contagiarse de su felicidad, mientras varias mujeres de la familia se situaban detrás de éstos con un terrón de azúcar cada una, moviendo los puños por encima de las cabezas de los prometidos.

El clérigo, con su turbante negro y su cara de pocos amigos, había leído unos versículos del Corán y preguntado algo a la novia, que, sin embargo, no le había respondido, como ausente. En su lugar, una de las mujeres que agitaban los puños tras ella había dicho algo.

—Le ha preguntado si acepta al chico por esposo —susurró Esfandiari en su oído.

—¿Y qué ha dicho la mujer que tiene detrás?

—Ha contestado: «La novia se ha ido a coger flores».

El clérigo preguntó de nuevo, y de nuevo Nasim permaneció impasible.

—La novia se ha ido a traer agua de rosas —dijo otra de las mujeres.

Tan sólo a la tercera el rostro de la muchacha se iluminó con una sonrisa de felicidad que compensaba de sobra los rasgos malhumorados del sayed que la casaba.

—Con el permiso de mis padres, sí quiero.

Gritos, risas, palmadas, silbidos. Gente feliz por todos los lados. Madres jóvenes con niños pequeños en brazos, un chaval con el pelo largo y jersey ajustado grabando la escena en ocho milímetros, una lluvia de confeti cayendo sobre los novios.

—Venga, Robles aga.

Era Esfandiari, tomándole por el brazo, familiar como un amigo de toda la vida. Héctor le siguió hasta una habitación contigua, donde un grupo nutrido de hombres fumaban, metían escándalo y bebían un líquido rojizo, embotellado en recipientes de plástico. Esfandiari le tendió uno.

—A la salud de los novios.

Era vino fermentado ilegalmente para la ocasión.

Metáforas. ¿Qué había sabido Héctor Espinosa de Irán antes de suplantar a Rafael Robles? ¿Qué habría sabido si el azar no le hubiera deparado aquella extraña aventura?

Recordó las imágenes repetidas hasta la saciedad por todos los medios occidentales. Muchedumbres airadas repitiendo consignas religiosas o denostando contra el Gran Satán. Los grandes retratos del líder supremo, omnipresentes en fachadas y carteles de anuncios. Las fotografías de las playas, con sus improvisados tabiques separando la zona de los hombres de las de las mujeres. Guardias barbudos circulando por las calles, pululando por los restaurantes, asegurándose de que no hubiera una mujer sin velo ni una pareja rozándose.

—No tiene más que pasearse con una cámara por algunos barrios de Los Ángeles, Robles aga. O quizá por Nueva Orleans después del tornado. Sería fácil convencer al resto del mundo de que su país acaba de perder una guerra.

La conversación con Sohrab Razavi se había prolongado durante horas, como si el ministro necesitara explicarse con él.

—¿Debo considerarme un prisionero, doctor Razavi?

Una sonrisa afable, no exenta de ironía. Los brazos del ministro abriéndose como para abrazarle.

—Considérese mi invitado, se lo ruego.

—¿Por cuánto tiempo?

—Sólo unos días más. No tenga prisa. Disfrute de su visita y descanse. Karim Asfhar, a quien Dios tenga en su gloria, y usted han rendido un gran servicio a mi país.

—Dudo de que el general Sistani opine lo mismo.

—Rostam Sistani ha dedicado su vida a luchar por Irán, rafeeg. No le juzgue a la ligera.

—¿Le defiende usted, señor ministro?

Caminaban por los jardines de Eram, Razavi apoyándose trabajosamente en su bastón; su cojera, acentuada después de la larga caminata.

—No estoy de acuerdo con sus ideas, si es a lo que se refiere —contestó el ministro—. Ni tampoco con sus métodos.

—Pero ¿le aprecia a pesar de todo?

—¿Aprecio? Le amo como a un padre.

Siguieron caminando durante un buen rato, hablando apenas, aspirando el aroma de las rosas.

* * *

Cuando Igor entra en la habitación, Misha hace un esfuerzo por incorporarse de la cama sin conseguirlo del todo. Todavía está muy débil.

—Descansa, tovarich. Boiko estaba preocupado.

Y tiene razones para estarlo, piensa Misha, al menos según el doctor que acaba de visitarle.

—Su hígado está hecho pedazos, señor Vasiliev. Es imperativo que se someta a un tratamiento de urgencia si quiere llegar al año que viene.

Igor se sienta junto a él y deja caer una manaza tatuada sobre su hombro. Permanecen así durante un tiempo que se le antoja larguísimo, tan largo como las noches de Grozni, cuando Igor se tendía a su lado a la hora de dormir, un muchacho casi impúber, cuyo cuerpo sobredesarrollado mostraba por todas partes las señales del sufrimiento. Y cada noche le despertaban sus gritos. Las pesadillas, torturándole durante tantos años.

Sin embargo, Boiko ha ido olvidando los fantasmas que le torturaban con el tiempo. O quizá, simplemente, se los ha cedido a él.

—Boiko tiene que marcharse, Misha. Un encargo.

—¿Es tan urgente, Igor? Estaré bien en un par de semanas.

Hay una expresión de tristeza en el rostro de Igor que Misha no ha visto en mucho tiempo.

—Boiko ha hablado con el doctor. Tú necesitas mucho reposo.

—¡Pero siempre hemos estado juntos! —protesta Misha—. Desde Grozni.

Boiko le pasa la mano por la cabeza, apretando suavemente con los dedos, masajeándole el cráneo hirsuto.

—No será largo, tovarich. Klaus viene. Órdenes de arriba.

—No me gusta ese tipo, Igor.

—A Boiko tampoco.

—¡Ten cuidado, muchacho!

Cuando Igor sonríe, la cicatriz que el cuchillo de Misha dejó en su rostro, quince años atrás, se hace más visible que nunca.

—Boiko siempre tiene cuidado.

¿Por qué está tan inquieto? El chico sabe desenvolverse solo. De hecho él no sería más que un estorbo, hace tiempo que no le sirve para nada. Pero siempre ha estado ahí, cerca de él, donde pudiera guardar su espalda.

De repente Boiko se quita el colgante que lleva al cuello y se lo tiende.

—Tú lo guardas hasta que Boiko vuelva.

Misha contempla embobado el disco de acero con las tres aspas dibujando el signo de la radiactividad. Igor no se lo ha quitado nunca desde que le conoce.

—Igor, no…, yo…

—Trae suerte —dice Boiko, cerrando la mano de Misha sobre el disco—. Pronto de vuelta.

Misha se cuelga el amuleto al cuello. Aunque los doctores lo atribuirán al efecto de los sedantes, lo cierto es que esa noche, por primera vez en muchos años, duerme a pierna suelta, protegido de las pesadillas.