GOLPE PREVENTIVO
CUALQUIER OTRO DÍA no hubieran tirado por los callejones mal iluminados que atajaban hacia la rue de Lyon, cruzando bajo el puente del tren de alta velocidad. Pero Irene tenía prisa y posiblemente estaba deseando librarse de él. Caminaba con la cabeza gacha, a paso vivo, perdida en su mundo. Parecía tan reconcentrada que no se había atrevido a proponerle el camino más largo, pero mejor iluminado, a lo largo de la rue de la Servette.
Tampoco él estaba de muy buen humor. Dos semanas antes tenía la esperanza de que todo se resolviera de inmediato. Ahora parecían atrapados en un callejón sin salida.
—Paciencia, mayor —decía Velasco—. Ya verá cómo pican.
Paciencia. Toda su vida parecía detenida esperando a que se resolviera el impasse. Su trabajo en la ONU no sería más que una charada mientras RAN fuera material clasificado. Una charada como su relación con la muchacha que caminaba a su lado casi rozándole y, sin embargo, distante, cada vez más distante a medida que pasaban los días, repitiendo un ritual que empezaba a oler a rancio. Así no podía seguir. Pero ¿qué podía hacer?
Alzó la cabeza con rabia, harto de mirar las puntas de sus zapatos. Fue entonces cuando los vio.
Quizá los habían seguido, quizá era pura mala suerte. No deberían haber tomado ese camino.
Eran cinco o seis, como la otra vez. Héctor reconoció de inmediato al rubio de los brazos tatuados. Estaba apoyado contra una farola, rodeado por su gente.
Perra fortuna. No valía la pena retroceder, eran muchos y podían cortarles el paso a poco que se lo propusieran.
Antes de coger a Irene por el brazo se colgó la mariconera de un hombro, soltó el cierre, quitó el seguro a su automática y tiró del puente hacia atrás, dejándola montada.
Irene dio un respingo al sentir el contacto de su mano.
—No te asustes —dijo Héctor, señalando con la cabeza a la pandilla.
—No creo que quieran hacernos daño —contestó ella.
Eso era tener agallas. Pero no compartía su optimismo, mucho menos cuando se apercibió de que el grupo se abría a medida que se iban acercando, rodeándoles, apenas llegaron a su altura.
El gordo de la coleta, al que había roto la nariz hacía unos meses, fue el primero en acercarse a ellos, escupiendo hacia un lado como una mala imitación de un gánster.
—Ahora te vas a enterar —amenazó, propinándole un empujón en el hombro.
El gordo, pensó, debía de estar necesitado de ganar puntos con su jefe o no se le hubiera acercado. Había visto tipos como él a docenas en el gimnasio.
—Donde más abundan los cobardes es en el ring, chico —solía decir el negro Príamo—. Y en las bandas.
De hecho, el gordo tenía tanto miedo que sus acciones eran tan predecibles como las de un autómata. El empujón, totalmente inútil en una pelea callejera, no demostraba otra cosa que atolondramiento. Lo siguiente sería intentar golpearle apenas le diera la espalda.
No tuvo más que fintar, apartándose a un lado, y alargar la pierna para que el seboso tropezara y su propio impulso diera con él en el suelo, lo que arrancó una carcajada a la pandilla al completo. Al que más gracia pareció hacerle fue al rubio, que le guiñó un ojo, como felicitándole por quitarse de encima a aquel inútil.
El gordo se levantó como pudo del suelo e hizo ademán de encararle de nuevo, pero el rubio ladró una orden que le dejó clavado en el sitio, como un perro bien amaestrado. Luego se giró hacia ellos.
—¿De paseo, Irene? —dijo, alargando una manaza tatuada hacia su cabello.
Héctor reaccionó sin pensar.
—¡Aparta esa mano! —gritó, propinándole un empujón a la altura del bíceps. Igualmente podía haber empujado una pared. Pero una pared no hubiera reaccionado tan rápido. La mano que se extendía hacia Irene se retorció con la velocidad de la serpiente que llevaba tatuada y le asió la muñeca derecha. La otra, todavía más rápida, le atrapó del cuello. La fuerza de aquellos dedos era enorme. Héctor tuvo el tiempo justo para reaccionar. Empuño la pistola con la mano izquierda, plantándosela a Boiko debajo de la mandíbula. Por un momento los dedos de él se crisparon más todavía asfixiándole. Héctor buscó sus ojos. Si no entendía el mensaje en su mirada, estaría muerto en el siguiente instante.
Los dedos soltaron presa. Boiko dio un paso atrás. Tranquilo, sin mostrar miedo alguno, frío como un profesional del póquer que sabe que la banca está jugando con cartas marcadas.
—¡Atrás! —gritó Héctor—. Todo el mundo atrás.
Por fortuna ninguno de los pandilleros parecía llevar un arma de fuego. Se revolvían inquietos, pero todos retrocedieron. El rubio le miró de arriba abajo sin perder la sonrisa, como midiéndole. Excepto por el profundo tajo que bajaba desde su párpado, el suyo podía ser el rostro de un franciscano.
A continuación echó a andar de espaldas sin quitarle la vista de encima, seguido de su gente. Un instante antes de doblar la esquina se llevó el índice y el corazón a los ojos, hasta tocarse los párpados, antes de estirar el enorme brazo en su dirección apuntándole con ambos dedos.
—Ya nos veremos por ahí —dijo jovialmente.
Irene tenía la mirada fija en su pistola. Héctor la desmontó, echó el seguro y se la metió en el bolsillo.
—No sabía que necesitaras llevar un arma —dijo Irene—. Parte de tu trabajo, supongo.
—No sé tú qué opinas —replicó Héctor, masajeándose la garganta, dolorida allá donde los dedos de Boiko habían apretado salvajemente—. Pero a mí me parece que nos ha sacado de un buen lío.
—¿Te ha hecho daño? —Irene se acercó a él hasta casi abrazarle, rozándole el cuello con sus dedos de uñas romas que jamás había visto pintadas.
—Ese tipo tiene fijación contigo. Deberíamos ir a la policía mañana.
—Yo… —Héctor notó cómo las manos de Irene abandonaban su cuello, cómo sus cuerpos volvían a separarse—. No creo que sea peligroso.
Héctor reprimió la maldición que pugnaba por escaparse de sus labios. Aquella bestia con cara de ángel se lo había pensado antes de soltarle, incluso con la punta de una pistola bajo su barbilla. El cuello le dolía horriblemente, daba la impresión de que hubiera podido retorcérselo con una sola mano de no haber ido armado… ¿Que no era peligroso? ¿En qué estaba pensando Irene?
—Hermana, llevo cinco lustros boxeando en gimnasios de mala muerte —dijo—. He visto pasar de todo por el ring. Marines, matones a sueldo, psicópatas y la mitad de las bandas juveniles de Miami. Y no me había tropezado nunca con alguien tan salvaje como ese Boiko.
Irene sacudió la cabeza. Héctor se preguntó qué o a quién estaba negando.
—Vámonos, anda —dijo, tomándole de la mano—. Estoy rendida.
No tardaron en llegar al portal de su casa. Héctor conocía la rutina. Ella no tardaría en poner los pies en polvorosa, escurriéndose entre sus dedos como una anguila. Y él la dejaría escapar, inmovilizado en aquella especie de tablas en la que ambos se habían enrocado.
—¿Quieres subir? —Irene miraba al suelo, tímida como una colegiala en su primera cita, pero no había soltado su mano.
—¿Estás segura?
—No. Sí…, no quiero estar sola esta noche.
El cuerpo de Irene se apretó contra el suyo. Héctor la tomó por la barbilla y se inclinó sobre ella para besarla.
El zumbido del teléfono móvil. El tono imperativo que anunciaba que se trataba de una llamada de Velasco. Una llamada que era imposible no aceptar. Inmediatamente.
—Espinosa al aparato.
—Misa del gallo —dijo la voz cortante del coronel—. En media hora en el seminario.
—Pero…
La línea abierta. Los ojos de Irene en los suyos. La rabia asfixiándole.
—Era mi jefe. Tengo que irme. Una reunión imprevista.
—¿A estas horas? —quiso saber Irene. Pero ya había retrocedido, liberándose de su abrazo.
—Lo siento. Nada me gustaría más…
De nuevo aquel gesto, aquella moneda inservible que Irene parecía arrojar al vacío.
—No tienes que darme explicaciones.
—¡Pero quiero dártelas! Te aseguro que…
—Vas a llegar tarde a tu reunión —Irene se había dado la vuelta y huía, subiendo las escaleras de dos en dos.
Héctor esperó a oír el portazo antes de mentar en alto a la madre del coronel.
* * *
Pero Velasco no había llamado por capricho. Estaba demacrado, pálido, con profundas ojeras que delataban las muchas noches en blanco. Lo único que se mantenía intacto en aquel rostro agotado era su sardónica sonrisa.
—Se han tragado el anzuelo —dijo, a modo de saludo, mientras lo empujaba, pasillo adelante, hacia la sala de operaciones, donde ya aguardaban Geldman, Dijstra y Popov. El rostro de Pullman se asomaba a la pantalla de VCR, extrañamente remoto.
Geldman empezó a hablar apenas se hubieron acomodado.
—Los agentes del servicio secreto iraní han entrado hace un par de horas en Pato Cojo —afirmó—. Tal como era de esperar.
—¿Gregoire? —preguntó Velasco.
Geldman asintió, inclinando su cabecita de gorrión.
—Hemos averiguado que sale desde hace un año con una tal Shirin Takeyh —dijo—. Creemos que se trata de una agente de Sistani. No me explico cómo no lo hemos averiguado antes.
—¡Gregoire! —exclamó Pullman, cuyos rasgos se movían lentamente en el VCR—. ¡El hombre de confianza del secretario general! ¡Quién lo iba a decir!
—En todo caso se han dado prisa en actuar —dijo Popov con la boca llena de palomitas.
—Te lo dije, Henry —rezongó Geldman—. Demasiada gente.
Hubo un silencio espeso y prolongado. «Ha pasado un ángel, m'hijo», diría la agüela.
No, ningún ángel asomaría una pluma por allí. Si acaso un demonio familiar. Ninguno de los rostros que le rodeaban ocultaba el desaliento. Era extraño. El oficio de aquella gente, en el que él no era más que un novato, implicaba un continuo traficar con la mentira, la simulación, las pistas falsas, la compraventa de información. Y, sin embargo, allí estaban, desencantados como seminaristas cuyo director espiritual se hubiera ido de putas.
No duró mucho. Dijstra rompió el impasse. Sus modales eran tan bruscos como los de Velasco, pero ni mucho menos tan resabiados. Era una simple cuestión de envergadura física. Si Velasco midiera uno noventa y pesara cien robustos kilos, el ácido sulfúrico que corría por sus venas estaría más diluido.
—¿Qué hay de la intervención en Pato Cojo?
—Dos automóviles, ocho agentes, una operación muy rápida y discreta —respondió Geldman.
—Eso quiere decir que el general prefiere mantener la partida en secreto —dijo Pullman desde la pantalla de vídeo—. En otro caso hubiéramos tenido una visita de los Guardianes de la Revolución con toda la cobertura mediática para mostrar a las masas las maquinaciones del Gran Satán Americano y de paso pedir la cabeza de Razavi. Si no lo ha hecho es que todavía se está reservando un margen para negociar.
—¿Para negociar qué? —resopló Popov—. Ha conseguido lo que se proponían. Tiene cien kilos de plutonio en un lugar seguro.
El ruso vestía un chándal de algodón blanco y tenía junto a su silla una bolsa de deporte y una raqueta enfundada, como si la reunión le hubiera sorprendido practicando tenis o squash. Parecía inconcebible que una mole sudorosa como él pudiera dar dos pasos en la cancha sin colapsarse. Pero más le valía recordar que nadie en aquel negocio era lo que parecía.
—Estoy seguro de que el plutonio está en el depósito de las Montañas del Perdón —afirmó Geldman. En lugar de su infortunado sombrero llevaba entre las manos una especie de rosario de cuentas de azabache, que recorría rápidamente con el pulgar, como un atribulado jesuita.
—También a mí me parece probable —asintió Pullman—. Pero el caso es que no podemos demostrarlo.
—Tampoco ellos pueden moverlo de allí fácilmente sin que los satélites lo detecten —dijo Dijstra.
—No inmediatamente —intervino Héctor—. En este momento la radiactividad de las barras de combustible es demasiado elevada. Pero más adelante, cuando los niveles hayan bajado, pueden separar el plutonio de los materiales de desecho, empaquetarlo en bloques de masa subcrítica y sacarlos del depósito uno a uno, aprovechando el tráfico normal de vehículos militares en la zona.
—Gracias, mayor —dijo Pullman, dedicándole una sonrisa que en un rostro menos hierático hubiera sido casi paternal—. Creo que el escenario que describe es muy real y exige acciones inmediatas.
—¿No deberíamos poner a Razavi al corriente? —preguntó Héctor.
—Quizá deberíamos haberlo hecho antes —contestó Pullman—. Pero en este momento no creo que valga la pena. Las cosas están ya lo bastante complicadas y no veo en qué podría ayudar el ministro. Está atado de pies y manos.
—¿Y denunciar el complot al Consejo de Seguridad con la evidencia acumulada por RAN? —insistió Héctor—. Después de todo tenemos pruebas de que ha robado una gran cantidad de plutonio.
—Sería una posibilidad —dijo Pullman—. Pero podría no funcionar. Es posible que Sistani esté aguardando exactamente ese movimiento por nuestra parte para lanzar la fanfarria habitual, acusándonos de espiarles. ¿Qué tenemos para acusarles? ¿Cuántos de los delegados en el Consejo de Seguridad entenderían lo que es un radar de neutrinos? Es significativo que Sistani haya optado por no hacer ruido con Pato Cojo. Sin duda prefiere negar que RAN existe y acusarnos de inventar pruebas falsas.
La mueca de Geldman recordaba a la de un sacristán en tarde de misa.
—Israel no puede aceptar el riego de que un enemigo declarado ensamble una o más armas nucleares a corto plazo. A no ser que exista una solución inmediata y segura, mi propuesta es que consideremos la posibilidad de un golpe preventivo.
—No creo que sea posible discutir esa posibilidad sin la presencia de Mister PESC, señor —saltó Dijstra.
¿Era casualidad que Mister PESC no estuviera presente? Pullman se había conectado por VCR desde Nueva York y lo mismo podía haber hecho el ministro europeo. Por otra parte, su ausencia garantizaba un cortafuegos, quizá totalmente intencionado.
—Vamos, vamos —intervino Pullman, conciliador—. Aún no hemos agotado todas las posibilidades.
Popov había sacado su raqueta de tenis de la funda y parecía absorto comprobando la tensión de la malla.
—El caso es que nos llevan un set de ventaja —dijo—. ¿Qué tipo de acción propone, señor Geldman? Una instalación subterránea puede resistir muy bien un bombardeo.
—Quizá no me he explicado bien —puntualizó Geldman—. Si es necesario, estamos dispuestos a usar armas nucleares contra ese depósito.
—Señor Geldman —dijo Popov—. Israel no puede lanzar un misil nuclear sobre un supuesto depósito de plutonio. No hay pruebas. Es mejor no continuar esa línea de razonamiento que les llevaría a una confrontación directa con Rusia. No vamos a permitir otro Irak.
Otro silencio, otro demonio pasando por la sala.
—¡Qué enternecedor altruismo! —exclamó Geldman—. Es una pena que la madre Rusia no considerara las consecuencias de su rapacidad antes de vender un reactor nuclear a los persas.
—Caballeros, por favor —terció Pullman—. Estamos aquí para encontrar una solución al problema, no para pelearnos. Popov tiene razón: debemos demostrar la existencia de plutonio en ese depósito para conseguir el apoyo del Consejo de Seguridad. Creo que es la única manera viable de proceder.
—Pero ¿cómo? —exclamó Velasco—. Es imposible meter las narices allí.
Héctor llevaba un rato notando los síntomas. La sensación de desapego, como si nada de aquello le concerniera, el fluctuar errático de sus pensamientos, la obsesión por detalles irrelevantes, el rosario de Geldman, la raqueta de Popov, las marcas en las mejillas de Velasco. Pero sobre todo la opresión en el pecho, la sensación de que algo se le escapaba, como una sombra perseguida en un sueño.
Los neutrones, los neutrones. Los malditos neutrones. Dos años de trabajo malgastados justo cuando por fin entendían los prototipos.
El fogonazo de lucidez le pilló de improviso, como siempre. ¿Cuánto tiempo llevaría mirando al infinito con la boca abierta y expresión de acémila en el rostro cuando Velasco le sacudió, tomándole por el hombro?
—¡Mayor! Despierte, hombre.
—Sé cómo hacerlo —fue lo único que acertó a responder.
* * *
Todo el mundo mirándole. Esperanzados. Curiosos. Incrédulos. Sobre todo incrédulos, con la excepción de Velasco, que parecía más bien impaciente, como si diera por sentado que la idea funcionaría siempre que se apresuraran en llevarla a la práctica.
—Podemos usar un detector de neutrones —dijo Héctor—. El mismo principio que usan los aparatos que manejan los inspectores de la AIEA. Con dos diferencias a fin de conseguir mayor alcance. Debe ser mucho más grande y ha de ser mucho más eficiente capturando neutrones.
—¿Cuánto tiempo necesita para construir algo así? —preguntó Velasco.
—Un año o más si tuviera que partir de cero —dijo Héctor—. Se trata de una cámara de proyección temporal a alta presión, que funciona con Xenón de muy alta pureza dopado con…
—Por lo que a mí respecta, mayor, podría funcionar con kriptonita —cortó Velasco—. No disponemos de un año.
—Afortunadamente lo invertimos de antemano, coronel.
—¿Le importaría dejarse de acertijos, Espinosa? —Era el Velasco de siempre, pensó Héctor. Irascible, despectivo y malencarado. Casi enternecía aquella fidelidad a sí mismo.
—Los primeros prototipos de RAN pretendían detectar los neutrones que emite el plutonio. Llegamos a construir un detector de buen tamaño que todavía debe de andar arrumbado por algún sito en Livermore. No costaría demasiado ponerlo a punto.
—¿Cuánto? —la pregunta cortante, restallando como un latigazo al aire, no provenía de Velasco, sino de Pullman.
—De tres a seis meses —dijo Héctor.
—Demasiado. ¿Puede hacerse en menos tiempo?
—Con suficiente equipo y mano de obra, posiblemente.
—Habría que considerar los problemas logísticos —apuntó Dijstra—. ¿Qué tamaño tendría ese objeto?
—La carcasa exterior es un cilindro de dos metros de diámetro y tres metros de largo. La electrónica va incorporada al detector y apenas ocupa espacio. Se requiere también un sistema de recirculación y purificación del gas Xenón, pero puede construirse uno que no sea demasiado voluminoso. Y las baterías, claro está.
—Ya veo. Entonces cabría todo en un cuatro por cuatro de buen tamaño.
—Esa era la idea inicial. Un aparato móvil que pudiera detectar los neutrones del plutonio a una cierta distancia…, del orden de varios kilómetros.
—¿Qué hay de la operación de ese detector, mayor? —Dijstra y Velasco parecían dos armas gemelas, pensando al unísono, alternando preguntas como se repartirían ciclos los dos procesadores de un Pentium dual—. ¿Se requiere un experto para manejarlo?
—Desde luego —dijo Héctor—. De hecho, el único que puede manejar ese detector en un plazo de tiempo tan corto soy yo.
—¿Se está ofreciendo voluntario, mayor? —Velasco rara vez miraba directamente a los ojos, como una gorgona que temiera convertir a su interlocutor en piedra. Pero esta vez parecía querer taladrarle las pupilas.
Héctor le sostuvo la mirada. Pero no estaba viéndole a él, sino a Diego Espinosa. Finalmente el viejo no se había muerto sin pisar las calles de La Habana. La hazaña no fue comentada por la prensa ni se le concedió medalla alguna por ella. Las negociaciones no avanzaban. No estaba garantizado que una entrevista clandestina con Fidel sirviera de nada. Los halcones del Pentágono no estaban a favor. Los espías rusos que infestaban la isla, tampoco. Pero el presidente dio el visto bueno. Más tarde se supo que el avión en que volaba su padre llegó a aterrizar gracias a un mecanismo de disparo defectuoso que abortó un misil tierra-aire destinado a derribarle.
«Algunas veces en la vida hay que jugársela, hijo. Para eso somos hombres».
* * *
Estaba amaneciendo cuando salieron del sótano. Popov y Geldman montaron en un Mercedes negro con placas diplomáticas que arrancó casi sin ruido y desapareció en un instante tras las puertas blindadas. Velasco, Héctor y Dijstra se dirigieron hacia el anticuado Volvo del coronel.
—Suba, mayor —dijo Velasco—. Le llevo a casa.
—Gracias, coronel. Creo que preferiría ir dando un paseo.
—Se acabaron los paseos por ahora.
—¿Y eso?
—Teníamos un topo —dijo Velasco—. Todavía no sabemos cuánto les ha contado. Posiblemente habrá dado nombres. En ese caso se ha convertido en una pieza sabrosa para el servicio secreto iraní.
—¿Voy a tener que llevar escolta a todas horas?
—No va a hacer falta. Volamos esta noche a San Francisco. Pasado mañana tiene que estar trabajando en Livermore.
—¡Esta noche! —Héctor retrocedió un paso, como si Velasco acabara de propinarle un empujón—. Creí que dispondría de unos cuantos días.
—El tiempo apremia y aquí no está seguro. Dijstra pasará a buscarle hacia el mediodía. Procure dormir algo y prepárese una maleta ligera. No se moleste en recoger la casa.
—¿Qué hay de mi oficina? No puedo desaparecer así por las buenas.
—Ya nos ocuparemos. Anímese. En un par de meses toda esta mierda será historia.
—¿Puedo al menos… despedirme?
Supo la respuesta antes de que el coronel hablara. Bastó con observar la manera en que estudiaba las bien lustradas punteras de sus zapatos.
—Lo siento, Espinosa.
Tenía razón. ¿Qué iba a decirle a Irene, que apenas soportaba sus silencios? ¿Cómo iba a justificarle su desaparición sin explicarle adónde iba, qué iba a hacer, cuándo volvería?
La había perdido. De la peor manera posible. Desapareciendo de su vida a hurtadillas, como un ladrón.