ARROJAR LIBROS A LA HOGUERA
HELENA LE GUIN PRUEBA UN SORBO del excelente Castello di Radicioni que acaban de servirles mientras la muchacha habla y habla, charlatana y entusiasta como lo era ella a su edad. Puede que su primera cena en Ginebra, treinta años atrás, fuera también en esta pizzería. Sí, puede que cenaran también aquella noche en La Merynoise, donde la pasta sigue siendo excelente y la signora Gabriella atiende a sus clientes favoritos en persona, gritando órdenes al pizzaiolo para que se apresure con las calzone degli signori.
Luigi. Recuerda a Luigi, igual de flaco y de moreno que el amigo de Irene. Tenía los ojos negros, napolitanos, nada que ver con el verde marino de este Héctor delgado y varonil. Hay algo especial en él, una fuerza interior que le mueve y le atormenta. La misma fuerza, feroz como la marea, que arrastró a Luigi lejos de su lado. Es hermoso verlos juntos, aunque la actitud de ambos delata que apenas se conocen, aunque no hay más que mirarlos para saber que aún no se han tocado.
Irene devora la calzone sin dejar de hablar, contándole que ha conseguido el mismo piso de la rue de Lyon en el que vivió su familia, haciendo planes para amueblarlo, preguntándole si sabe dónde conseguir un piano de segunda mano en buenas condiciones.
—¿Tocas el piano? —pregunta Héctor. Cubano, ha dicho al presentarse. Cubano de Miami. Ella podría haberle contestado declarando ser española de París o acaso francesa de Madrid. También Irene es de más de un sitio y por tanto de ninguno. Es apropiado que se encuentren en Ginebra, donde hasta los nativos se sienten extranjeros.
—Tocaba bien de niña —contesta Irene—. Pero hace años que no practico.
Tienen ambos un apetito estupendo. Helena sorbe su chianti, servido muy frío, y picotea un poco de tomate y mozzarella, sin cansarse de contemplarlos.
—¡Has estado magnífica! Es la mejor charla que he escuchado en mi vida. Bob tenía razón… Bob Cousins, mi director de tesis.
El bueno de Bob, piensa Helena. Tan inteligente. Tan cariñoso. Tan cobarde.
—¡Estrellas extrañas! —exclama Héctor—. Es una idea fascinante.
—Más que una idea —responde Helena—. Tenemos pruebas de que existen al menos dos de ellas. Posiblemente son muy abundantes en el universo. Aunque deberías preguntarle a la experta.
Se diría que la chica ha mordido una guindilla, a juzgar por la manera en que se sonroja y la prisa que se da en atragantarse con el vino.
—Doctora —dice Héctor, llevándose la mano a la cabeza y quitándose un imaginario sombrero—, mis más rendidos respetos.
La muchacha sonríe, azorada y feliz. Qué extraño, piensa Helena, que haya luz en un departamento normalmente cerrado a piedra y lodo. Si fuera un hombre, se estaría muriendo por acariciar las llamas que crepitan en la cabellera de Irene, por besar esos labios ligeramente partidos por el centro, del color de las cerezas maduras.
¿Si fuera un hombre?
Las sirenas zumban en sus oídos, ensordeciéndola. En situaciones así, Autocontrol no duda en soltar a los perros. Helena se disculpa, corre hasta el baño, se remoja la cara y engulle dos aspirinas. Mientras, en el interior de la fábrica, los antidisturbios arrestan a los insurgentes que se han atrevido a manifestarse blandiendo pancartas con la palabra «deseo» pintada en ellas. Cuando regresa de nuevo a la mesa, todo está en orden, excepto por las octavillas, con líneas de poemas que prefiere no recordar, tiradas por las aceras.
* * *
—Me ha parecido entender que también se puede crear materia extraña en un experimento del CERN —dijo Héctor apenas se sentó de nuevo a la mesa.
—¡Aprovéchate! —escandalizaron los altavoces—. Ésta es la ocasión de sacar el tema.
—Es una pregunta muy importante para la que no tenemos una respuesta fiable. De eso, precisamente, quería hablar con Irene.
La mirada que le dedicó Héctor a la muchacha, pensó Helena, bien valía el precio de la cena.
—Es posible que no fuera insensato aplicar el mecanismo de destilación de extrañeza que funciona para estrellas de neutrones —dijo Irene—. Las condiciones son diferentes, pero quizá podrían encontrarse extrapolaciones razonables.
—¿Por qué no lo intentas? —pidió Helena—. Sería muy importante predecir si las burbujas extrañas se pueden formar en el LHC o no.
—¿Tú crees? —dijo Irene, abriendo mucho los ojos—. Me daba la impresión de que se trataba de un problema más bien académico, sin mucho interés.
Helena sacó su pitillera y la acarició disimuladamente unos instantes antes de alargarla hacia la pareja.
—¿Un cigarrillo?
Irene se apoderó de uno con un rápido y casi vergonzoso movimiento de su mano.
—Para celebrar la ocasión —dijo, como si fuera su primera cita. Lo peor es que posiblemente lo fuera y ella se la estaba gafando.
Helena recuperó la pitillera, sacó su Dupont de oro y le ofreció fuego a la muchacha.
—Quiero contaros una historia —dijo—. Hace casi diez años había un experimento en el CERN llamado ARPA, que operaba en el antiguo acelerador, el SPS. Su líder era el mismo que dirige Omega en la actualidad. Friedrich von Zhantier, uno de los mejores físicos del laboratorio. Lástima que sus cualidades humanas no estén a la altura de su talento.
Helena encendió, ignorando los avisos que le informaban de que se trataba del cuarto o quinto cigarrillo ilegal del día.
—En ARPA trabajaba un amigo mío, Corrado Gatto. Estudiamos juntos en la École Normale de París. Era un buen tipo. Callado, discreto, un poco apocado. Y un físico de primera clase. Cuando anunció que había encontrado evidencia de burbujas extrañas en ARPA, yo le creí. Por desgracia Friedrich von Zhantier movió cielo y tierra para evitar que su hallazgo se hiciera público.
—No entiendo —afirmó Héctor—. ¿Qué interés podía tener en boicotear un descubrimiento del experimento que él mismo dirigía?
—ARPA tenía una señal de la existencia del plasma de quarks, pero era bastante débil y para confirmarla era necesario que el experimento siguiera operando durante varios años más. La situación era muy delicada, porque los recursos que consumían debían sustraerse del presupuesto de construcción del LHC, que a su vez se había quedado corto. Por otra parte, un descubrimiento como el del plasma podía suponer un premio Nobel. Lo último que todo el mundo deseaba es que corriera la especulación de que se estaban formando burbujas extrañas.
—¿Pero por qué? —preguntó Héctor—. ¿No se trataría también de un descubrimiento importante?
—Claro que sí. Pero Friedrich temía, con razón, un ataque de los sectores catastrofistas que pusiera en entredicho la continuidad del experimento. ¿Habéis oído hablar de sir James Reeves?
—¿El filósofo de la ciencia? —dijo Irene sin poder ocultar un desdén que rayaba en el desprecio—. ¡Valiente cretino! Dio una charla en Harvard hace un par de años. No he visto en mi vida un tipo más pagado de sí mismo.
En ese momento la signora Gabriella apareció con el postre.
—Tiramisú casero —confirmó Helena—. Bocatto di cardinale.
—¿Por qué te preocupa Reeves? —preguntó Irene—. A mí me pareció un charlatán.
—Sin embargo, es una personalidad influyente, cuyos libros se venden por millones. Lleva años encabezando una cruzada en contra del CERN, probablemente financiada por algunos de los propios países miembros, que no lamentarían que la opinión pública les diera una excusa para cerrar el laboratorio. Hace décadas que vivimos de rentas. La energía atómica ya no está de moda, la física nuclear ha dejado de ser futurista y los ministerios de investigación prefieren invertir en biología molecular o nanotecnología. Por otra parte, el CERN es una organización muy grande y prestigiosa basada en acuerdos internacionales que no pueden cancelarse fácilmente…, excepto si resultara que la investigación que realizamos es percibida por el público como un gran riesgo.
—Un momento —pidió Irene—. Incluso si se produjeran burbujas extrañas en el LHC, para que existiera un riesgo se tendrían que verificar dos condiciones muy improbables. Primo, las burbujas extrañas deberían ser estables; secondo, su carga tendría que ser negativa.
Helena sonrió satisfecha. La chica era rápida como un rayo.
—No del todo —la contradijo—. Bastaría con que las burbujas fueran metaestables, esto es, con una vida media de una millonésima de segundo, para que les diera tiempo, moviéndose casi a la velocidad de la luz, a atravesar el tubo de vacío en el que se forman y entrar en contacto con el helio líquido que baña los imanes superconductores del LHC.
—En cuyo caso podría iniciar una reacción en cadena, imagino —intervino Héctor.
—Depende de la carga eléctrica de la burbuja —contestó Helena—. Los núcleos de helio están cargados positivamente. Si las burbujas extrañas también tienen carga positiva, son repelidas por éstos y no ocurre nada. Si por el contrario tienen carga negativa, los núcleos las atraen. Cuando la materia extraña entra en contacto con la ordinaria, se funde con ella y se forma una burbuja de mayor tamaño, que a su vez se funde con otro núcleo de helio y así sucesivamente, de forma que aumenta cada vez en peso y tamaño. Ese objeto no tarda en caer hacia el centro de la Tierra, por efecto de la gravedad y absorbe toda la materia normal que encuentra a su paso, por lo que crece a la velocidad de un cáncer terminal. Una vez que se ha formado es imposible de detener. En cuestión de meses el planeta entero se convertiría en una estrella extraña. La energía liberada en el proceso aniquilaría toda la vida en la Tierra.
—¡Santa Bárbara bendita! —exclamó Héctor—. No me extraña que el tal sir James convenza al público. Da un poco de miedo.
—Hasta que te haces las cuentas —dijo Irene—. Hay que multiplicar la probabilidad de que la burbuja sea metaestable por la probabilidad de que sea negativa. El producto es un número ridículamente pequeño.
—El problema es que el cálculo adolece de muchas incertidumbres —afirmó Helena—. Sir James alega que nuestros modelos son imprecisos y podrían ser del todo incorrectos. Su línea de argumento es muy difícil de rebatir con argumentos racionales, porque se aprovecha del miedo de la gente a lo desconocido. Viene a decir que si no es posible demostrar con absoluta certeza que la probabilidad de que se produzca una catástrofe en el LHC es cero, entonces no vale la pena arriesgar.
—Si puedo hacer de abogado del diablo —intervino Héctor—, lleva un poco de razón. Al ciudadano corriente el plasma de quarks le trae sin cuidado. En cambio, el riesgo que estamos invocando no puede ser mayor. ¡La destrucción del planeta nada menos!
Helena probó un minúsculo bocado de su tiramisú. Estaba bueno, pero un poco empalagoso. En realidad no tenía mucha hambre. Pero necesitaba una grappa. La signora pareció leerle el pensamiento. Un instante más tarde llegó con tres delgados vasos, recién sacados del congelador, todavía cubiertos por una fina capa de escarcha, que contenían el aguardiente siciliano, especialidad de la casa.
—Grazie, Gabriella.
—Prego, signora Le Guin.
Helena dio un sorbo, agradecida de que Megafonía no estuviera dando la lata. Irene y Héctor se echaban miradas de reojo, más preocupados por la existencia del otro que por toda la materia extraña del universo.
—Precisamente por eso sir James es tan popular. Claro que sus argumentos podrían aplicarse a muchos otros campos. Si dependiera de él, habría que detener la investigación en inteligencia artificial para evitar una raza de robots que nos destruyera, parar el desarrollo en biología genética, no sea que liberemos un virus letal, y someter todo resultado científico a una censura que decida si es peligroso o no publicarlo. Nada conjura más el miedo que arrojar libros a la hoguera.
—Es verdad —asintió Irene.
—Hace diez años Friedrich von Zhantier estaba en una situación parecida a la de ahora. A punto de realizar un descubrimiento que le supondría un premio Nobel. Si el resultado de Corrado Gatto se hubiera confirmado, el debate habría sido inevitable. Ergo, concluyó Friedrich, era necesario que se equivocara. Era el director del experimento y tenía la sartén por el mango. Corrado insistió en que sus resultados eran correctos y Von Zhantier lo acusó de incompetente al principio y más tarde de loco.
—¿Así sin más? —preguntó Irene.
—Cuando estalló el conflicto, estábamos a seis meses de las elecciones en el CERN —dijo Helena—. Jozef Linsen, el director de la época, no quería buscarse problemas con un futuro premio Nobel. Salió del paso nombrando a una comisión, que a su vez nombró unos árbitros, a los que Friedrich visitaría en privado, explicándoles lo poco que convenía a sus carreras llevarle la contraria. Gatto no tenía a nadie que le defendiera. Los árbitros emitieron un informe sesgado y la comisión lo utilizó para dictaminar que era necesario retirar la publicación hasta que la situación se aclarara.
—Vaya con la honestidad de la ciencia —murmuró Héctor.
—No quiero amargaros la velada con detalles escabrosos —dijo Helena—. El caso es que Von Zhantier tenía razón cuando argumentó que Corrado era un hombre inestable psicológicamente. Toda su vida estuvo marcada por un síndrome hereditario, una tendencia a la depresión y la psicosis que ya había arruinado a muchos miembros de su familia, entre ellos a su padre y a su hermano Mauricio. Corrado parecía haberse salvado de esa enfermedad, pero no era así. Tras varios meses de ataques públicos se desmoronó completamente.
Dolía, pensó. Seguía doliendo después de tanto tiempo.
—Una madrugada se despeñó en una curva, conduciendo a toda velocidad por un puerto de montaña que sube al Jura, el col de la Faucille. Mucha gente opina que se suicidó. Otros preferimos creer que fue un accidente. Quizá había decidido encararse con Friedrich von Zhantier, cuya casa está justo al final del puerto, quizá bebió una copa de más o tomó algún tranquilizante. Quién sabe. Dejó tras de sí a su mujer y dos niños pequeños, además de a su hermano Mauricio, al que el golpe acabó de volver loco. Gente sin suerte. Mauricio Gatto fue uno de los mejores físicos teóricos del CERN hasta que le destruyó la misma enfermedad que acabó con Corrado.
—¿Qué ocurrió después? —preguntó Héctor.
—La prensa empezó a husmear. No hubieran tardado en dar con el hilo de las burbujas extrañas. Entre tanto se resolvieron las elecciones. Gané yo. Detuve inmediatamente el experimento ARPA, alegando que no teníamos recursos para mantenerlo.
—¡Bien hecho! —exclamó Héctor.
—No, no estuvo bien. Fue un atajo que escogí en parte por resentimiento hacia Friedrich y en parte para evitarme quebraderos de cabeza. Lo correcto hubiera sido abrir una investigación en toda regla y averiguar si el resultado de Corrado era correcto. Pero tenía demasiados problemas. Había que construir el LHC. Estábamos en bancarrota… opté por la solución cobarde. La huida hacia delante.
—No digas eso —dijo Irene—. Cualquiera en tu lugar hubiera hecho lo mismo.
Helena sonrió, agradecida.
—Cuando arrancamos el LHC hace tres años —dijo—, nos llevamos el disgusto de que el acelerador no funcionaba a pleno rendimiento y los haces de protones no eran lo bastante intensos como para explorar la región de alta energía donde esperábamos encontrar nuevos fenómenos físicos. Después de dos años de frustraciones tomé la decisión de acelerar haces de núcleos de plomo. Friedrich había puesto a punto un nuevo experimento, llamado Omega, muy similar a ARPA. Pero el LHC es una máquina mucho más potente que el antiguo SPS e incluso operando a medio gas era factible confirmar la existencia del plasma que se nos había escapado una década antes. De hecho, en este momento Omega tiene una señal casi establecida.
»Entre tanto los físicos de aceleradores del CERN han dado con un truco para aumentar la intensidad de los haces de plomo por un factor de diez, lo que permitiría confirmar el descubrimiento en cuestión de meses. Pero para ello necesitamos que el Consejo del CERN apruebe un periodo de alta intensidad.
»Y volvemos a las andadas. El programa de alta intensidad es caro y hay muchos delegados reticentes a financiarlo. A finales de año hay elecciones y mi rival es nada menos que Jozef Linsen, quien se presenta de nuevo con una agenda en la que defiende ahorrar y limitar las ambiciones del CERN, lo cual a la larga arruinará el laboratorio, pero de momento le hace ganar votos. Y sir James sigue gritando que viene el lobo.
—No te preocupes —aseguró Irene—. Todo irá bien, ya verás.
—Entonces ¿me ayudarás? —preguntó Helena—. ¿Puedo contar contigo?
Irene vació de un trago la grappa que quedaba en su vaso y le tendió la mano, sonriendo.
—Claro que sí.
Helena se la estrechó, asombrándose mientras lo hacía de que la policía política no hubiera conseguido clausurar todavía los focos de rebelión que aún ardían en la fábrica.