CONJETURA DE RIEMANN
CENTRAL PARK A FINALES DE PRIMAVERA.
Tan sólo habían pasado seis meses desde aquel paseo sobre la nieve recién caída, cuando el titiritero y su cuervo le habían ayudado a decidirse por Ginebra.
Aún quedaban tres años y medio para que la luz emitida aquel día por Alfa del Centauro, la estrella más próxima a la Tierra, llegara hasta ella. Y, sin embargo, se sentía como debió de sentirse Ulises al distinguir a lo lejos las costas de Ítaca.
Central Park era a la vez el mismo parque de su último paseo y un lugar extraño, cuya geografía coincidiera, como por azar, con el territorio nevado de sus recuerdos. Todo era diferente. La gloria del mes de junio llenando el aire con el trino de un millón de jilgueros y todos los colores de la paleta de Leila sombreando castaños, arces y abedules. El polen cosquilleando en sus fosas nasales. Y lo más importante.
Raúl a su lado.
—Ven, papá —dijo—. Vamos a acercarnos al estanque de las tortugas. Quiero ver si encuentro a un amigo.
—Claro, mi niña —contestó su padre, cediendo como siempre a todos sus caprichos.
Pero no había titiritero. A cambio, una pequeña orquesta de jazz improvisaba sobre un tema de Armstrong, Summer Time.
—Pronto será verano —dijo Raúl, como haciéndose eco de la música.
—¿Bajamos hasta el zoológico?
Raúl miró su reloj, levantándose las gafas y pegando la nariz mucho a la esfera. Su presbicia había aumentado en los últimos tiempos, estaba más flaco, más canoso y había perdido pelo. Pero aun así seguía siendo apuesto.
—Se hará tarde para preparar la comida. Le prometí a tu madre…
—¡Bah! Podemos comprar unas pizzas de regreso a casa.
—Vamos entonces.
Echaron a andar con el paso rápido que ambos sincronizaban cuando paseaban juntos, hablando de naderías. Las clases de Raúl, el departamento, los últimos juegos que había inventado…
—¿Y tú, mi niña? ¿En qué te ocupas?
—¡Papá! Estoy de vacaciones.
—¿A quién quieres timar? ¿Es importante?
—¿Importante? ¿El qué?
—El cálculo de la libreta de tapas negras que tienes encima de tu mesa. El que no te deja dormir por las noches.
—¡Raúl! ¿Has estado espiando en mi cuarto?
Su padre la miró, triunfante.
—Claro que sí —dijo—. Anda, cuéntame. Parece muy interesante.
—¡Lo es! —exclamó Irene—. Dame un par de días. Quiero repasar mis resultados una vez más.
—¿Piensas tenerme dos días en ascuas?
—Es lo que te mereces por cotilla.
En realidad se moría de ganas de contarle su descubrimiento.
La libreta de Mauricio.
Página tras página de cálculos matemáticos, que parecían brotar por generación espontánea del papel. La letra era pequeña, ordenada, cursiva, sin una tachadura. Las ecuaciones se sucedían, agrupadas en pequeños bloques recuadrados, cada recuadro un microcosmos sin conexión alguna con sus vecinos. En una misma página, el enunciado de un teorema de teoría de grupos de Lie (sin demostrar), junto a veinte líneas de álgebra demostrando una conjetura que no enunciaba. En otra, las ecuaciones diferenciales que describían un fluido en régimen turbulento limitaban al oeste con el sistema acoplado que gobernaba la evolución de una estrella en la secuencia principal y al sur con la solución de una integral hiperbólica. Cinco páginas seguidas de cálculos describiendo analíticamente el campo electromagnético en el interior de un imán superconductor. Otras cinco dedicadas a la teoría de números primos. Ni un milímetro de espacio en blanco. Ni una duda. Ni un respiro. Ni un borrón. Certeza absoluta.
De repente había reparado en un dibujo a lápiz en uno de los recuadros. Una línea recta, que representaba el nivel de potencial cero, se alzaba formando un escalón cuadrado, que hacía las veces de una barrera, separando dos regiones en el papel. A un lado, rodeada por un círculo y trazada con la letra pequeña y picuda de Mauricio, la letra d. A la derecha, la letra t.
El sistema deuterio-tritio.
Un poco más abajo Mauricio planteaba las ecuaciones mecánico-cuánticas que permitían calcular la probabilidad de que las partículas consiguieran rebasar, por efecto túnel, la repulsión eléctrica representada por la pared que las separaba.
Los cálculos que seguían la habían tenido una semana trasnochando. Una de las dos semanas que llevaba en el limbo, de vuelta en casa, despertándose cada mañana al sonido del piano de Leila, resolviendo acertijos matemáticos con Raúl después de la cena, flotando en el baño cálido del cariño de sus padres, negándose a considerar otro horizonte que el definido por las fronteras de su hogar.
A veces el limbo desaparecía. Se despertaba de madrugada palpando la cama vacía, extrañando el cuerpo de Boiko a su lado, el calor de las dos serpientes gemelas, que no relajaban el abrazo que la envolvía durante toda la noche.
A veces no encontraba otro consuelo que desaparecer en la libreta de Mauricio. A golpe de insomnios iba entendiendo poco a poco cómo describir la probabilidad de que una burbuja extraña traspasara la barrera de pontencial que la separaba de un núcleo de helio e iniciara una reacción de fusión.
Le había llevado siete días completar el grueso del cálculo. En dos más tendría un resultado.
Pero esta vez no tenía prisa por publicar.
Lo único que quería era seguir tanto tiempo como fuera posible en su casa, trabajando y dejándose querer.
¿No era eso lo que había hecho siempre Raúl? ¿No era eso por lo que solía despreciarlo?
—Podías haber publicado mucho más, ¿verdad, papá? Si te lo hubieras propuesto.
Raúl le echó una de sus bien ensayadas miradas inocentes. Pero esta vez no iba a escapársele dándoselas de sabio distraído.
—Todos esos matemáticos y físicos que pululaban por casa. Muchos venían a consultarte. Sin embargo, nunca firmabas como coautor de sus trabajos, aunque les hubieras dado todas las ideas.
Raúl le apartó un mechón de pelo que le había caído sobre un ojo.
—Siempre fui un poco insensato —dijo—. Debería haber pensado más en vosotras. En Ginebra…, hubo un tiempo en que lo pasamos mal. La universidad amenazaba cada año con no renovarme el contrato si no publicaba. Pero estaba demasiado obsesionado.
—¿Con qué?
Raúl la miró, como asombrándose de que su niña hubiera crecido lo bastante como para no darlo por supuesto.
—Es curioso —prosiguió Raúl—. En mil novecientos ochenta, cuando los tres milagros, yo tenía precisamente tu edad.
—¿Qué tres milagros?
—Conocí a tu madre, la Universidad de Ginebra me ofreció su beca más prestigiosa y encontré un procedimiento para atacar la conjetura de Riemann.
¿Nada menos? Después de que Andrew Wiles diera en mil novecientos noventa y cinco con la prueba del último teorema de Fermat, demostrar la conjetura de Riemann se había convertido en el Santo Grial de las matemáticas. Era uno de esos problemas esencialmente intratables, un reto mitológico, equivalente, para un matemático, a la intentona de escalar el Everest desnudo y sin guía. Una remota posibilidad de alcanzar la gloria y la casi absoluta garantía de perecer por el camino.
—Al principio —continuó Raúl— trabajaba en el problema en mis ratos libres. Pero con el paso del tiempo me fui obsesionando. A medida que progresaba en mi demostración iban surgiendo desafíos cada vez más arduos, que me obligaban a dar enormes rodeos para demostrar teoremas secundarios sin los cuales no podía seguir avanzando. Poco a poco el proyecto se fue apoderando de todo mi tiempo. Daba mis clases para salir del paso y abandoné toda pretensión de trabajar en nada que no fuera mi loca cruzada.
Raúl suspiró y se llevó una mano a la cabeza, alisándose el escaso cabello gris, que una vez había sido furiosamente pelirrojo como el de ella.
—Las cosas se complicaron. En el departamento nunca fueron muy amigos de los visionarios. Cada año amenazaban con no renovar mi contrato y las perspectivas de conseguir una cátedra, que tan buenas parecían al principio, se desvanecieron. Pero por otra parte iba resolviendo, aunque con gran esfuerzo, los obstáculos que me iba encontrando. Así que seguí adelante.
—Te admiro, papá —dijo Irene, apretándole fuertemente el brazo—. ¿De dónde sacaste la presencia de ánimo?
—¿Yo? Me hubiera rendido a la segunda reprimenda del director. Pero Leila nunca me lo permitió. Ya conoces a tu madre.
Irene sintió que se sonrojaba, como un opositor que no sabe responder una pregunta trivial. ¿Qué sabía ella de Leila?
—Sé que abandonar Ginebra fue difícil para ti. Muchas veces me lo he reprochado. Me he dicho que quizá habrías sido más feliz si nos hubiéramos quedado, quizá no te hubieras marchado de casa, quizá…
—¡Papá!
Estaba llorando.
No conseguía creerlo, a pesar del escozor en los ojos, de la humedad resbalando por las mejillas. ¡Llorando al fin! Raúl tiró suavemente de ella hacia un banco y la dejó hacer, echándole un brazo por encima de los hombros, acariciándole ligeramente el pelo mientras ella lloraba y lloraba, aprovechándose de la ocasión, despilfarrando lágrimas como un nuevo rico de compras por la Quinta Avenida. Una por André. Otra por Corinne. Por los ocho años de destierro en Boston. Por los seis meses de soledad en Ginebra. Por Helena. Por Mauricio. Por Boiko.
De regreso a casa, con las pizzas bajo el brazo se sentía ligera, casi ingrávida, como si hubiera abandonado un peso enorme en el banco de Central Park.
—¿Cómo surgió la oportunidad en Nueva York, papá?
—Por casualidad —dijo Raúl—. Durante un congreso conocí a Bob Cousins, cuyo trabajo en física de supercuerdas le había llevado a interesarse por una serie de teoremas que yo había demostrado unos años antes, como parte de mi proyecto y que resultaron de suma utilidad en el formalismo matemático de su teoría. Empezamos a escribirnos, me invitó a impartir unas conferencias… Cuando se enteró de mi precaria situación en Ginebra, no paró hasta conseguirme un puesto en la universidad. Es un gran tipo.
—Sí que lo es —murmuró Irene, asombrada de que su autismo le hubiera permitido trabajar durante cuatro años con él sin enterarse de lo que había hecho por su padre.
Siguieron caminando un rato, muy juntos, en silencio.
—¿Y la conjetura de Riemann, papá? ¿Y el Santo Grial?
—Sigo buscándolo —contestó Raúl, impasible.
* * *
Héctor abrió los ojos. Reconoció la habitación en la que se encontraba. Una luz tenue se filtraba por el cristal esmerilado de la ventana. Amanecía, o acaso estaba oscureciendo.
Se levantó de la cama con cuidado. Le dolían los pies y se moría de hambre, pero su cabeza estaba despejada. Finalmente no le habían envenenado. En una mesita próxima a la cama aguardaban dos platos bien surtidos. Uno de ellos contenía arroz con pasas y muslos de pollo al curry. El otro, una granada madura y unos dulces de almendra parecidos al turrón.
Estaba terminando con ellos cuando Sohrab Razavi entró en la habitación.
—Tiene buen apetito —dijo—. Me alegro. Necesita reponerse.
Esfandiari se escurrió detrás del ministro, llevando una bandeja con un samovar humeante que depositó en la mesita frente a la cual se había arrodillado Héctor; recogió los platos tras dedicarle una sonrisa afable, de anfitrión complacido.
¿Un agente doble? Era la única explicación.
¡Su ropa! Llevaba un pantalón de pijama y una camisa sin cuello, muy ligera. La barra de memoria. La barra de memoria con la medida de neutrones estaban en el bolsillo de su chaqueta.
Razavi se sentó frente a él, estirando cuidadosamente su pierna tullida y sirvió té para ambos.
—¿Qué le ocurrió a Ebrahim?
El ministro agitó la cabeza, pesaroso.
—El vehículo que usaron para su misión llevaba instalado un explosivo muy potente. Ebrahim no tuvo suerte. Fue interceptado por un control militar apenas salió del refugio.
Razavi sorbió un poco de su té. Héctor le imitó. Estaba hirviente y amargo, como su estado de ánimo.
—Sus órdenes eran destruir el detector y entregarse. Posiblemente hubiéramos podido rescatarlo. Pero había jurado no caer en manos de Rostam Sistani.
—Se llamaba Karim —dijo Héctor—. Supongo que tiene derecho a su verdadero nombre después de muerto.
—Veo que le apreciaba.
—Fue mi guía, señor. Murió para que yo escapara. Mi deuda hacia él es impagable.
—También la mía. Tan grande como mi pesar por haber perdido a un querido amigo. Déjeme compartirlo con usted.
* * *
Un esqueleto, pensó Henry Pullman, contemplando el puente de la bahía cuarenta pisos más abajo. El esqueleto de un dragón encallado en el mar. La caravana de coches, cruzando hacia Berkeley y Oakland, parecía una procesión de hormigas repelando los huesos mondos del cadáver.
La serpiente de impenetrable armadura cuyo fuego calcinaba a quien osara enfrentarse a ella. ¿Qué había sido de su arrogancia? ¿Y de sus escalas, tan duras como el acero?
El repiquetear de los tacones de Ángela. Sus nudillos golpeando la puerta de roble del despacho. El rostro, otrora tan hermoso, excesivamente maquillado. Ángela envejecía mal. ¿Y quién no?
—Han llegado sus visitantes, senador.
Simón parecía más cansado que de costumbre. En cambio Popov rebosaba salud y energía. Se diría que había perdido algo de peso. Su calva relucía impoluta, como si acabaran de lustrarla con cera.
—¡Queridos amigos! Tomad asiento.
Las manos de Simón daban vueltas y más vueltas a un librito, que Pullman identificó por la fotografía en blanco y negro de trece delgadas columnas en la cubierta. Era un libro de poemas, publicado tiempo atrás por Karim Asfhar. Pullman recordaba el título: Persépolis.
—Te lo dije —murmuró—. Te dije que no debíamos fiarnos de Razavi.
—Nunca nos fiamos —replicó Pullman—. No es sorprendente que él tampoco se fiara de nosotros.
—¿Alguien puede explicarme la situación? —intervino Popov mientras quitaba el envoltorio a un chicle de tamaño gigante.
—Ebrahim era un agente doble —Geldman estrujó el poemario con rabia, casi con desesperación—. Trabajaba para Razavi. Y con él, toda su red.
—Creo que hemos subestimado al ministro —murmuró Pullman.
—¿Cuál es la situación ahora? —preguntó Popov, cuyas mandíbulas no dejaban de trabajar, intentando reblandecer la enorme bola de goma de mascar.
—He tenido una larga conversación con Razavi esta mañana. En cierto modo la misión ha sido un éxito. Héctor Espinosa consiguió medir los neutrones provenientes del depósito de las Montañas del Perdón, demostrando que contiene el plutonio robado de Bushehr. Por desgracia arriesgaron mucho para aproximarse lo suficiente y fueron cercados por los efectivos del general. Espinosa consiguió escapar. Ebrahim no tuvo tanta suerte.
»El mayor se encuentra bien, recuperándose de su aventura. Razavi ha prometido devolverlo sano y salvo en unos pocos días.
—No le creo —dijo Geldman—. Quién sabe qué estará tramando.
—Yo sí —dijo Pullman—. Razavi necesitaba lo mismo que nosotros. Pruebas de que Sistani ha producido y almacenado ilegalmente cien kilos de plutonio. Ahora las tiene.
—¿Por qué se negaba entonces a una inspección de la AIEA? —preguntó Geldman—. ¡Nada de esto tiene sentido alguno!
—Al contrario —dijo Pullman—. Está perfectamente claro. ¿Qué le estábamos proponiendo? ¿Una inspección irregular que demostrara que el general Sistani, héroe de guerra y presidente del Consejo de Seguridad Nacional intentaba producir plutonio ilegalmente y a espaldas del primer ministro? ¡Ponte en su lugar, Simón! ¿Qué hubierais hecho tú? ¿Admitir frente a la opinión pública de tu país y las potencias occidentales que no controlas la situación? ¿Dejarte humillar con la intromisión de terceros? ¿Permitir que el Gran Satán hurgue entre tus trapos sucios?
Geldman tiraba con desesperación de su barba rala.
—¿No era éste tu famoso político moderado? —masculló.
—Moderado y débil son dos cosas distintas. Creo que hemos cometido el error de confundirlas. Razavi lleva años lidiando con el general. No hubiera conseguido desplazarle de no ser un hombre muy decidido. Y muy inteligente. Sabía que planeábamos una operación de espionaje en Bushehr porque Ebrahim nos había ayudado a instalar Pato Cojo. Comprendió que contábamos con algún tipo de evidencia cuando Rusia amenazó con cancelar sus contratos. Una medida de coacción tan extrema sólo era comprensible si teníamos pruebas sólidas. Por supuesto, no fuimos los únicos en detectar la parada del reactor. Razavi no necesitaba medidas de neutrinos, le bastaría con un par de agentes infiltrados en los sitios correctos.
—¿Por qué no consultó con nosotros? —rezongó Geldman—. Hubiera sido más fácil trabajar juntos.
—Fuimos nosotros los que no consultamos con él, Simón —contestó Pullman—. En cuanto a trabajar juntos, eso es lo que hemos hecho, a pesar de todo. Razavi tiene en su mano la evidencia que necesitamos.
—¿Piensa proporcionarnos esas pruebas?
—Razavi asegura que Sistani ha accedido a devolver el plutonio —dijo Pullman—. Discretamente, aprovechando la siguiente recarga de la central.
—¡Ja! —exclamó Geldman. Durante la conversación había ido arrancando una a una las hojas del libro y ahora se entretenía rompiéndolas en pedazos diminutos—. ¿Quién nos garantiza que no sacará de contrabando el equivalente a unas cuantas bombas?
—Razavi es el primer interesado en que eso no ocurra. Y podemos ayudarle a garantizar que así sea.
—¿Cómo? —preguntó Popov.
—He acordado con él instalar una red de detectores de neutrones rodeando el perímetro del depósito. Formaremos a algunos de sus científicos y técnicos para que aprendan a manejarlos. A cambio, cada equipo incluirá alguno de nuestros hombres.
—¿Formar científicos iraníes en tecnología clasificada? —preguntó Geldman con su risita tímida azorándole el rostro—. No pensarás conseguir autorización para ello en Estados Unidos, Henry.
Un contundente plop. Una burbuja de chicle acababa de estallar a Popov en la cara. Pullman y Geldman se quedaron mirándole, boquiabiertos.
—Ayuda a quitar el apetito… —dijo Popov a modo de excusa—. En cuanto a la formación de los iraníes, podemos ocuparnos nosotros.
—No me fío —murmuró Geldman—. ¿Cómo sabemos que Razavi no está de acuerdo con Sistani? ¿Cómo sabemos que no es todo un complot de esos persas?
—No lo sabemos —contestó Pullman—.Pero el ministro no hubiera necesitado complicarse tanto la vida si su único objetivo fuera ceder a las pretensiones del general. Creo que ha llegado el momento de confiar en él.
—Me temo que no nos queda otro remedio —dijo Popov.
—Si Razavi piensa jugar tan limpio como dice —insistió el rabino—, ¿por qué no aprovecha la coyuntura para destruir a Rostam Sistani? Lo tiene en sus manos. Podría arruinar su carrera, incluso conseguir que le encarcelaran…, o peor. A fin de cuentas cualquier tribunal podría condenarlo por traición. Sistani es su rival, su enemigo. ¿Por qué le protege?
Pullman se levantó de la butaca y se acercó de nuevo a la ventana. Recordó el bello grabado, colgando de una de las salas del Bagh-e-Eram. Rostam matando el dragón. Más de treinta años desde aquella visita y la imagen seguía nítida en su memoria. El héroe, tan noble y despiadado como la bestia que aniquilaba. Hombre y serpiente fundiéndose en un abrazo mortal. El sol poniéndose para ambos.
—¿Nunca te has preguntado por la cojera de Sohrab Razavi, Simón?
Geldman alzó los ojos hacia él, casi invisibles tras las enormes gafas de pasta negra. Era tan sencillo, pensó Pullman. ¿Qué habría hecho él si el destino le hubiera enfrentado al hombre que tenía delante?
—Durante la guerra de Irak Razavi luchó en la brigada de Rostam Sistani. A los pocos meses de incorporarse a filas una emboscada iraquí aniquiló la mayor parte de su compañía. Fue un ataque con gas venenoso combinado con fuego de aviación para cazar a los pocos que conseguían ascender a las colinas vecinas. Como de costumbre, las balas evitaron al general, pero un proyectil destrozó el pie de Razavi. Rostam lo llevó a cuestas durante cincuenta kilómetros, atravesando las líneas enemigas.
Simón se levantó de la butaca y se fue acercanco a él con pasitos de gorrión. Disimuladamente aferró su antebrazo.
Estaba pensando lo mismo que él. Henry Pullman recordó las bombas cayendo a su alrededor en los altos del Golam. El obús que estuvo a punto de matarle y le dejó ciego durante meses. La mano firme de Simón Geldman tirando de su camisa desgarrada, conduciéndole a través del pánico y la oscuridad a un refugio seguro.