STRADIVARIUS
JOHN CARPENTER NO TUVO NECESIDAD de apartar la vista de las pantallas que estaba estudiando —tres monitores de veinticuatro pulgadas, uno de los cuales estaba exactamente frente a él mientras que los otros dos se situaban en mesas adyacentes a izquierda y derecha del primero, formando una especie de burbuja protectora— para saber que el jefe venía de un humor de perros de su entrevista con la directora. Le bastó con escuchar el portazo con que cerró el despacho contiguo al suyo.
Sabía que era cuestión de minutos hasta que le llamara, así que se apresuró para completar la mayor cantidad posible de las muchas tareas que estaba ejecutando simultáneamente. Giró su butaca hacia la pantalla de la izquierda y comenzó a lanzar la cadena de programas que procesaban los terabytes de información que diariamente registraba el detector Omega.
La secuencia era larga y compleja, los datos, tal como venían del aparato, no eran más que cadenas digitalizadas de impulsos electrónicos. Sobre este formato primitivo pasaba un programa tras otro, que poco a poco iban extrayendo las huellas de las partículas que atravesaban el enorme ingenio, tan alto como un edificio de cinco pisos, tan frágil como una muñeca de porcelana, tan complejo como un crucigrama chino, tan solitario como Charlton Heston en El planeta de los simios. El gran detector, enterrado cien metros bajo tierra, atravesado por los tubos de vacío del LHC.
Cada fracción de segundo los núcleos de plomo que circulaban por el acelerador chocaban entre sí, exactamente en el centro de Omega, explotando como dos camiones cargados de nitroglicerina, desintegrándose en miles de fragmentos que el detector se apresuraba a recomponer. La mayor parte de las colisiones no originaban otra cosa que violencia rutinaria, sucesos sin interés alguno. Sin embargo, entre todo aquel caos se ocultaba la débil señal del plasma de quarks, casi imposible de distinguir del inmenso ruido de fondo.
Al jefe le gustaba comparar el experimento con la ocurrencia de un aprendiz de relojero que destrozara un cronómetro a martillazos, para luego recoger las piezas del suelo con la pretensión de entender su mecanismo. Otras veces la analogía era la de la aguja en el pajar, excepto que, si la señal del plasma fuera del tamaño de un alfiler, el ruido de fondo ocuparía toda la ciudad de Ginebra. Carpenter acarició con la palma de su mano regordeta la barba larga y mal cuidada. A continuación empujó con el índice las gruesas gafas de pasta negra y lentes de culo de vaso, que se empeñaban en deslizarse nariz abajo sin que hubiera manera de ajustarlas para que se mantuvieran en su sitio.
Ninguno de los presumidos físicos que trabajaban en Omega sabría encontrar ese alfiler diminuto si alguien no eliminara previamente la mayor parte de la paja que lo cubría. Ninguno sabría qué hacer con los datos si no tuvieran la DST.
Ya casi nadie recordaba el origen del nombre, Data Summary Tape, una reliquia de los viejos tiempos, cuando la información se almacenaba en cintas magnéticas. La tecnología había mejorado, pero la idea seguía siendo la misma. Después de todo, Omega no era otra cosa que una gigantesca cebolla electrónica, en la que se superponían una capa tras otra de sofisticados dispositivos, algunos tan refinados como los cristales semiconductores del detector de vértices, otros tan faraónicos como las descomunales cámaras de muones, metros y metros de tubos de alta tensión alternados con placas de hierro tan gruesas como las de un acorazado. Centenares de físicos y técnicos habían construido cada uno de esos aparatos y se ocupaban de mimarlos, controlando cada una de sus reacciones como si se tratara de bebés recién nacidos. Muchos entendían en profundidad su particular sistema, pero sólo unos pocos comprendían las relaciones entre todos ellos. La DST permitía organizar la información de manera coherente y ensamblarla era una tarea tan delicada y artesanal como construir un Stradivarius.
Dio un último tirón a su bigote, limpió fastidiosamente los pelillos que cayeron sobre el teclado y lanzó ambas manos en un staccato meteórico. Mientras enviaba un trabajo tras otro a los procesadores, siguió dándole vueltas a la idea del violín artesanal. Cierto, hacían falta las maderas más nobles, los barnices más refinados, las cuerdas mejor templadas para construirlo. Pero era el toque del artista el que creaba el instrumento musical perfecto. Y en lo que se refería a la DST de Omega, él era el artista y los demás, meros proveedores.
El imperioso timbrazo del teléfono le hizo dar un respingo, arrancándole de sus cavilaciones.
—Ven a mi despacho —ordenó la voz seca de Friedrich apenas descolgó el auricular.
Carpenter colgó sin molestarse en contestar —estaba seguro, de hecho, de que el jefe ya había cortado la línea—, y se dirigió al despacho contiguo.
—Esa bruja —dijo Friedrich a modo de saludo— está empeñada en destruirnos.
El rostro del jefe se disolvía en bilis. No era una novedad, por otra parte. Durante los últimos meses su humor no había hecho más que empeorar.
—Ha vuelto a la carga con las malditas burbujas extrañas. Quiere que presentemos otro informe al Comité Científico.
Friedrich se levantó y se puso a dar paseos de un lado a otro del despacho, furioso como un tigre hambriento.
—Dale el gusto —sugirió Carpenter—. No hay burbujas extrañas en Omega.
—¿Estás seguro?
—Lo estoy. He barrido los datos de arriba abajo.
—Quiere poner varios equipos independientes en esto. No entenderían nada, empezarían a interferir…
—Ningún equipo puede hacer otra cosa que examinar la DST. Y en la DST no hay suficiente información para encontrar las burbujas. Hace falta un procesado especial de los datos, incluyendo sucesos a muy bajo ángulo que normalmente se desechan porque no son útiles para buscar la señal del plasma. Yo soy el único que tengo ese procesado.
—¡Bravo, John! —exclamó Friedrich—. Parece que lo tienes todo bajo control.
—Claro que sí. Además, aunque tuvieran acceso al procesado especial, ¿qué harían con él? Sin una teoría que prediga la distribución de los condensados de materia extraña, encontrar una señal es tan probable como ganar a la lotería.
—Sin embargo, Corrado cree haberlas encontrado —murmuró Friedrich.
Había ocasiones en que el jefe conseguía desconcertarle, y ésa era una de ellas. Diez años atrás Friedrich había lanzado la vendetta más encarnizada de la que se tuviera noticia en el gremio contra su más íntimo colaborador por atreverse a contradecirle. Y, sin embargo, una década más tarde, seguía obsesionado con aquel resultado que había negado hasta la saciedad. Aún peor. Había tomado la costumbre de referirse a Corrado Gatto usando el presente de indicativo, como si mantuviera conversaciones diarias con el pobre hombre.
—Corrado se equivocaba. He explorado detenidamente la región donde debería estar la señal que él afirmaba haber encontrado, y está vacía.
—Pero está tan seguro… —insistió Friedrich en voz baja.
—Deja que me ocupe de este asunto. Ya tienes bastantes quebraderos de cabeza.
Friedrich se acercó a él y le puso ambas manos en los hombros.
—Cuento contigo, John —dijo—. Eres la única persona de la que me fío en esta maldita colaboración. Conspiran contra mí. La bruja, sus amigos del comité. Quieren echarme y apropiarse de la gloria del descubrimiento. Robármelo después de haberme pasado la vida persiguiéndolo. Toda esta patraña de las burbujas es un truco para retrasarnos. Pero no vamos a permitirlo, ¿verdad, amigo?
—Claro que no. Sabes que puedes contar conmigo.
Y era cierto. Friedrich le había sacado, casi literalmente, del arroyo. Él no tenía un flamante doctorado por Oxford, Princeton o Harvard. Se tuvo que conformar con un título ganado con enorme esfuerzo en cursos nocturnos de una universidad mediocre, abrirse paso a codazos en el CERN, contentándose con una carrera técnica, trabajando catorce horas al día para proveer a los experimentos de los servicios informáticos que luego permitían a los físicos lucirse gracias a los esfuerzos invisibles de otros. Los primeros tiempos en Omega no fueron diferentes; siguió siendo un ciudadano de segunda categoría, el experto en informática, bueno para procesar los datos, pero no para presentar los resultados del experimento en ninguna conferencia.
Hasta que Corrado cayó en desgracia y Friedrich comenzó a confiar en él.
—Puedes contar conmigo —repitió.
—Gracias, John —dijo Friedrich, empujándole suavemente hacia la puerta—. Venga, vuelve al trabajo. Omega depende de ti.
De regreso en su despacho, sin embargo, Carpenter no conseguía concentrarse. Se había excitado en exceso con todo aquel asunto y el resultado era el de siempre. Dolor de cabeza, sensación de asfixia. Estaba a punto de romper a sudar. Necesitaba urgentemente una dosis de su medicina, pensó, mientras se levantaba trabajosamente y se dirigía al cuarto de baño.
* * *
Friedrich von Zhantier sale de su despacho cerca de la medianoche. La conversación con su subordinado ha tranquilizado un poco la ansiedad que le ha producido su encuentro de la mañana con la bruja. Está agotado, pero el aire frío de la madrugada le espabila mientras cruza el aparcamiento y cuando llega al lugar donde está estacionado su coche se siente mucho mejor. Contempla el Porsche Carrera, modelo dos mil cinco, con una mezcla de amor y orgullo, como si se tratara del hijo que no tiene. Luego se sienta al volante y arranca. El potente motor responde al primer giro de la llave y Friedrich siente, como cada vez, una pequeña oleada de placer. Pone la primera y sale lentamente del CERN.
Pablo Furtado está todavía de guardia en la puerta principal. Dobla turnos sistemáticamente a fin de conseguir algunas mañanas libres para asistir a las clases de la Politécnica, donde estudia Ingeniería Técnica Industrial. Lleva en la garita desde las ocho de la mañana y a estas horas está adormilado. Tarda unos instantes en levantar la barrera cuando el semáforo cambia a verde y se gana un seco pitido y una mirada de desprecio que le pone los pelos de punta. El pobre hombre está muerto de frío, encasquetado en su pelliza, no hace más que dar cabezadas sin conseguir concentrarse en sus libros, lleva el sueño atrasado de una semana. El bocinazo del Porsche con placas diplomáticas le llena de un rencor atávico, cuyo epicentro está en los despectivos ojos del conductor que acaba de rebasarle. Un rencor que se extiende, como la onda expansiva de un tsunami, hasta alcanzar a todos esos privilegiados a los que ve llegar cada mañana, procedentes de sus lindas casitas de los suburbios, descansados y cómodos en sus cochazos, para pasarse unas horas en sus despachos, charlando, garabateando en un papel o tomándose cafés en la cantina. Los privilegiados que ganan sueldos que multiplican por diez el suyo y no tienen necesidad de pasar frío, ni sufrir plantones bajo el tiempo inclemente, ni soportar el desprecio de nadie.
Pero antes de que ese maremoto de resentimiento le ahogue le viene a la cabeza la sonrisa afable de la dama del Audi. Pablo Furtado recuerda el nombre de la señora. Le Guin, Helena Le Guin. Agradecido por el imprevisto bálsamo que la imagen ha supuesto en su aterido espíritu, busca el nombre en la guía de empleados del CERN. Cuando lo encuentra y cae en la cuenta de quién es, le invade por dentro un sentimiento que no sabría explicar aunque le fuera la vida en ello. Es una emoción extraña, que le humedece los ojos pero calienta su interior más que un trago del brandi peleón que esconde en la garita.
Friedrich von Zhantier, entre tanto, enfila la carretera que lleva al pueblo francés de San Genis, frena un instante en la aduana, desierta a esa hora y luego se dirige hasta la rotonda donde se cruza la carretera de Gex, la capital de la comarca. Hay poco tráfico, pero aun así Friedrich no corre, prefiere aprovechar los escasos kilómetros hasta comenzar a subir el empinado puerto del col de la Faucille para conversar un poco.
Corrado Gatto se sienta a su lado, amigable, relajado en el asiento del copiloto, ligeramente traslúcido. Lleva sus habituales pantalones de pinzas y una camisa color crema, ambos marca Lacoste.
Parece contento. Pero Corrado siempre tuvo una vena melancólica que sigue presente, las líneas del rostro, muy pálido, reflejan algo parecido a la nostalgia. Aunque tampoco podría decirse que esté triste. En los casi diez años que lleva apareciéndosele, su humor ha ido mejorando. Después del accidente se le veía crispado y furioso, le miraba con ojos acusadores, cargados de rencor. Fue duro de soportar, pero pronto resultó evidente que era inofensivo y en realidad agradeció la oportunidad de explicarse con él, de hacerle saber que la rencilla entre ellos que tan trágicamente había terminado le dolió en el alma, que le seguía apreciando aunque se hubiera puesto en su contra.
Corrado pareció aceptar todas aquellas explicaciones, al menos a juzgar por su aspecto, cada vez más relajado. Sigue sin hablar, eso sí. Pero siempre fue un tanto lacónico y después de todo quizá sea mucho pedir que un fantasma conserve el don de la palabra. En todo caso, lo importante es constatar que se encuentra de nuevo a gusto a su lado. Friedrich agradece la compañía; desde el accidente se ha sentido cada vez más solo. Quizá por eso Corrado se le aparece cada noche.
—Carpenter jura que no encuentra burbujas —murmura—. ¡Venga, reconoce que te equivocaste! A estas alturas es algo sólo entre tú y yo.
Siguiendo su costumbre, Corrado mira la carretera a oscuras, como hipnotizado por los conos de luz que surgen de los potentes faros. Pero Friedrich está seguro de que le atiende. Además, tiene su manera de hacerle saber lo que piensa. No es exactamente telepatía, o al menos, si lo es, los mensajes del fantasma llegan muy distorsionados por la estática que puebla el más allá. Pero Friedrich le entiende.
—Ya veo. Sigues en tus trece.
Corrado no contesta, limitándose a componer una expresión terca que Friedrich conoce bien. El Porsche atraviesa un barrio iluminado en la periferia de San Genis y el espectro se desvanece durante unos instantes. Friedrich aguarda a que regrese antes de continuar.
—Podíamos haberlo arreglado por las buenas, amigo. Si la bruja no se hubiera metido por medio, te habría hecho entrar en razón. ¡Habríamos compartido el Nobel! ¿Me hubieras guardado rencor después del premio? Seguro que no. No fue culpa mía, entiéndelo. Nada de lo que pasó. ¿Por qué no me hiciste caso? Llevábamos veinte años trabajando juntos. ¿Qué te hizo volverte en mi contra? La bruja te engatusó con sus tretas sucias, ¿verdad?
Friedrich mira de reojo a Corrado. Claramente sus argumentos le hacen mella. Es bueno poder explicarse después de tanto tiempo. Extiende el brazo y le da una palmada amistosa en el hombro. Su mano, por supuesto, sólo siente el contacto de la tapicería. Todo el mundo sabe que el ectoplasma carece de consistencia material, aunque, como buen científico, comprueba este último punto, discretamente, cada vez que aparece el fantasma. Ahora se llevan bien, pero durante los años en que Corrado seguía enfadado con él no hubiera sido agradable que sus fuertes brazos le apresaran en alguna de las curvas que ascienden a la Faucille. Pero incluso en eso su viejo amigo es educado. Como si supiera que Friedrich necesita la máxima concentración posible al llegar las curvas, se desvanece apenas enfilan la primera. O quizá, simplemente, esa carretera le trae malos recuerdos.
Friedrich von Zhantier llega a Gex, atraviesa el pueblo dormido, donde apenas se ve una luz, y toma la desviación que sube al col de la Faucille. Hay diez kilómetros de tortuosa carretera hasta su casa. Mira de reojo por encima del hombro. Corrado ya no está. Friedrich suspira, se concentra. Es el mejor momento del día. Efectúa los dos o tres primeros giros con precaución, asegurándose de que la carretera no está helada, comprobando la respuesta perfectamente equilibrada del vehículo. Después acelera, tomando cada una de las cerradísimas curvas a una velocidad pasmosa. Adelanta sin contemplaciones a los pocos coches que se encuentra en su camino con movimientos secos y precisos, sin dudar un instante, entrando a la velocidad exacta en cada giro, derrapando las ruedas lo justo para cortar la curva. Friedrich von Zhantier es un conductor superdotado y lo sabe, los años no han hecho mella en sus reflejos, en la furiosa concentración con que sabe adelantarse a cada accidente del trazado. Cada día recorre este trayecto a las seis de la mañana camino del CERN y bien entrada la noche de regreso, pero los focos de su magnífico deportivo son potentes; su vista, impecable, y su memoria de cada detalle del circuito, perfecta.
De repente, un instante antes de llegar a cierta curva, frena bruscamente. El giro no tiene nada de particular, se ha enfrentado antes a desafíos mucho más peliagudos, pero reduce la velocidad y pasa por ella melindroso, alejándose todo lo posible del quitamiedos abollado que ofrece una endeble protección frente al precipicio que se abre al otro lado.
—Lo siento de veras, Corrado —murmura sin apartar la vista de la carretera.
No hay respuesta, y un poco más allá, cuando la curva queda atrás, Friedrich von Zhantier comprueba que no hay nadie en el asiento del copiloto y acelera, camino de su casa, donde nadie le espera.