PRIMAVERA EN PERSÉPOLIS

UNA HORA DESPUÉS se encontraban en el apartamento de Ebrahim. Era un piso pequeño y casi vacío. Un sencilla cocina, un mínimo dormitorio y una sala de estar con alfombras y cojines para sentarse en el suelo, una mesa baja y una fotografía de gran tamaño como único adorno en las paredes. Era una imagen en blanco y negro mostrando un cielo tormentoso contra el que se erguían, delgadas y orgullosas, las trece columnas que todavía resistían el paso de los siglos en la ciudad de Darío.

Ebrahim se acomodó en uno de los cojines, extendió un mapa de gran tamaño en la alfombra y le hizo señas para que se sentara a su lado. Héctor reconoció inmediatamente la zona. Persépolis se situaba a unos setenta kilómetros al noroeste de Shiraz y a unos diez de una ciudad de tamaño medio, Marv Dasht. Entre ésta y las ruinas se extendía el altiplano iraní. Más allá se alzaban las Montañas del Perdón, elevándose unos setecientos metros sobre los mil seiscientos de la meseta. Parecían muy escarpadas a juzgar por las curvas de nivel y constituían una barrera natural que separaba la región en dos zonas. El depósito clandestino estaba excavado en la roca, al otro extremo de la cordillera, aprovechando la protección de la montaña.

—Nuestro objetivo se encuentra aquí —dijo Ebrahim, rodeando la localización del depósito con un círculo—. A unos veinte kilómetros de Persépolis si se pudiera atravesar la montaña en línea recta.

—Demasiado lejos —aseguró Héctor—. A un kilómetro el detector puede establecer la señal de los neutrones procedentes del plutonio en unas pocas horas. A veinte necesitaríamos operar durante varios meses. No disponemos de tanto tiempo.

—Va a ser difícil acercarse mucho —dijo Ebrahim—. La zona está muy vigilada.

—¿Hasta dónde podríamos llegar sin arriesgar demasiado?

Ebrahim se llevó el índice y el pulgar al bigote, acariciándolo pensativamente durante un par de minutos.

—Para llegar al depósito hay que tomar la carretera que parte de las ruinas y bordea la cordillera. No está permitida la circulación a vehículos civiles, pero durante el primer tramo no hay riesgo, es un atajo que utilizan a menudo los arqueólogos de la universidad para moverse entre Persépolis y las tumbas reales de Nasqh sin tener que dar un rodeo por la carretera principal, como deben hacer los turistas. Hemos instalado el detector en un cuatro por cuatro con distintivos que lo identifican como un vehículo del Departamento de Arqueología. Hasta que lleguemos al cruce nadie nos parará, y si lo hicieran se contentarían con mis papeles. Por si acaso he preparado un pasaporte falso con los visados correspondientes y unos documentos donde se asegura tu calidad de experto en medidas de datación radiactiva. Eso explica de paso el aparato en la trasera del coche.

—¡Datación radiactiva! —Héctor silbó, admirado—. No está mal.

—Desde la desviación a las tumbas hasta el perímetro militar que rodea el depósito hay unos quince kilómetros. Conozco un escondrijo apropiado a unos doce kilómetros del cruce, lo que nos situaría a unos tres o cuatro del depósito. ¿Es esa distancia aceptable?

—Sí, siempre que pudiéramos tomar datos durante unas veinticuatro horas.

—El lugar es muy seguro. El problema son los doce kilómetros que hay que recorrer hasta llegar allí. A partir del cruce no tendríamos una buena excusa si nos detienen.

—Serían sólo unos diez minutos conduciendo —dijo Héctor.

—Cierto, pero hay mucho tráfico militar en la carretera.

—¿Incluso de noche?

—De noche los accesos desde Persépolis están cerrados. Pero podríamos pasar apenas amanezca. A esa hora la circulación es mínima.

—¿Y el escondrijo? —preguntó Héctor—. Es necesario que podamos disimular el vehículo.

—Mira —señaló Ebrahim, tocando con la punta de su lápiz el punto donde se bifurcaba la carretera en la que llevaba a las tumbas reales y la que seguía a lo largo del risco, camino del depósito—. Como ves, la carretera corre pegada al macizo de las Montañas del Perdón. Es roca caliza, muy escarpada y agujereada, como un termitero. Hay centenares de pasadizos, chimeneas y desfiladeros. Conozco muy bien uno de ellos. Es una garganta a la que se accede por un túnel natural excavado en la roca. La boca que da a la carretera es lo bastante ancha para pasar un vehículo de buen tamaño.

—Antes es necesario estimar el fondo ambiental de neutrones para sustraerlo a una posible señal —dijo Héctor—. Necesito medir durante unas diez o doce horas a unas decenas de kilómetros del depósito.

Ebrahim asintió, señalándole el cuadro en la pared.

—Persépolis no sería un mal lugar —afirmó.

* * *

El auditorio del CERN estaba abarrotado. Todo el laboratorio parecía haberse dado cita en el anfiteatro, tan grande en capacidad como el de la Esfera y mucho más impresionante. Estaba construido en forma de herradura con hileras ascendentes de asientos dispuestos a lo largo de semicírculos cada vez más amplios, como las gradas de un teatro romano. De hecho, pensó Irene, ésa era exactamente la impresión que se había buscado al diseñar la sala sesenta años atrás.

De niña, recordó, soñaba con el día en que también ella diera una conferencia desde el púlpito en el que tantos genios se habían dirigido a la audiencia del CERN. También sus padres habían sido actores en ese teatro. Raúl, llenando de símbolos misteriosos las pizarras de doble hoja que corrían a lo largo de la pared, y Leila, dando uno de sus raros conciertos públicos, interpretando las Variaciones Goldberg de Bach en el excelente piano que nunca se retiraba de la sala.

Bello anacronismo, aquel piano de cola. No era raro encontrar algún aficionado haciendo sus pinitos con él cuando la sala estaba libre. Ella misma lo había tocado en más de una ocasión, siendo niña.

Quizá por eso Leila le había mandado aquella composición. Quizá se había acordado de aquel instrumento que ahora le parecía puesto allí, a unos metros a su derecha, para conectarla con su madre.

Se prometió que probaría. Aunque sus dedos estuvieran oxidados. Aunque necesitara un mes para leer la partitura. Probaría.

Si es que salía de aquélla.

Lo cual parecía poco probable. Cuando los asientos libres se agotaron, la gente empezó a acomodarse en las escaleras que daban acceso a las gradas o se amontonaba en la parte más alta del anfiteatro. Un fotógrafo armado de una cámara con un tremendo objetivo tomó un par de instantáneas, con el obvio propósito de identificar su cadáver después de la ejecución. El murmullo que se oía en las gradas recordaba al de una multitud que acude a un linchamiento.

Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para que no le temblara la voz al empezar a hablar. Luego fue más fácil. Conocía la sensación: era como interpretar una pieza al piano después de haberla estudiado largamente. Al principio los dedos estaban torpes, el miedo a equivocarse dificultaba el sentido del ritmo y agarrotaba los músculos de las manos. Pero poco a poco la música iba acabando con todos los temores. Los rostros se difuminaban, los nervios se desvanecían, las propias teclas del piano perdían su identidad para confundirse con las notas en la partitura, con el torrente de emoción en el alma, con los dedos que las buscaban, serenos y seguros.

Cuando terminó su charla, la ovación fue larga y sincera.

En su casa la médium había sido siempre Leila. Ella era como su padre. Analítica y prosaica.

Por eso la revelación la golpeó con tal fuerza que tuvo que apoyarse en la pizarra para controlar el temblor en sus rodillas.

La revelación.

Su cálculo era correcto. Sus extrapolaciones tenían sentido. La teoría de Irene de Ávila, dentro del rígido marco en que la aplicaba, era válida.

No lo había sabido anteriormente. Por mucho que revisara y repasara, comprobara y consultara, hiciera y rehiciera. Había dado a luz una criatura que no acababa de reconocer y durante semanas la había diseccionado como un cirujano, medido como un comerciante, interrogado como un policía. Había escrito su artículo con la sintaxis de un notario, con la exactitud de un registrador, con el humor de un taxonomista.

Correcto, pulcro y convincente.

Sin fe.

Hasta ese momento.

No sabía por qué. No había una explicación que detallara las razones por las que el todo excedía la suma de sus partes, por las que, de repente, todo cuadraba.

Pero sabía que no se equivocaba.

No era la única que lo sabía. Casi nadie en su audiencia podía haber seguido los detalles de su cálculo. Y, sin embargo, la ovación, que todavía resonaba en el anfiteatro, aseguraba que la creían.

* * *

Persépolis. Héctor se preguntó si el espectáculo le hubiera impresionado tanto sin la ayuda de su recién adquirida erudición, o para ser más exactos la de Rafael Robles.

Las ruinas más antiguas databan de unos quinientos años antes de Cristo. Alejandro había destruido la ciudad un par de siglos más tarde. Doscientos años de esplendor, seguidos de dos milenios de olvido, ambas cosas evidentes en los rostros erosionados de los enormes leones de cabeza humana, que guardaban la Puerta de las Naciones, contemplando al visitante con ojos tan vacíos y ecuánimes como los de Henry Pullman.

Era ya cerca del mediodía, el calor comenzaba a ser insoportable y la interminable subida por la escalinata que llevaba al yacimiento le había dejado la garganta agrietada como el cementerio de piedra desparramado a su alrededor. Héctor se pasó la lengua por los labios resecos y cayó en la cuenta de que no había pensado en traer una botella de agua.

Una suave presión en su brazo. Ebrahim le tendía una cantimplora.

—Bebe un trago. Es fácil deshidratarse aquí.

Motashakkeram, Ebrahim.

Ghäbel nabüd, Rafael. ¿Quieres visitar la tumba de Artajerjes? Dentro de un rato hará demasiado calor.

¡Valientes espías estaban hechos! La situación en la que se encontraban no podía ser más cómica, paseando tranquilamente por las ruinas de Persépolis como un par de ociosos turistas, fotografiando piedras muertas, divagando sobre el pasado, mientras en el interior del Mitsubishi aparcado junto a la flota de autobuses que cada día llegaban a las ruinas su detector dormitaba confortablemente, agitándose de tarde en tarde con la captura de un neutrón.

—Sí, vamos.

El hombre que Ebrahim le había presentado como Moshem estaría menos entretenido que ellos. Les había seguido desde Shiraz conduciendo un Mercedes negro con los cristales tintados, que en ese momento estaba aparcado cerca del Mitsubishi.

—No te preocupes por él. Moshem no se moverá del aparcamiento mientras esto dure —dijo Ebrahim, poniéndose serio—. Si algo va mal, él es tu vía de escape. No lo olvides.

En los alrededores de la tumba un guía local explicaba a un grupo de turistas americanos la célebre historia de Thais, la cortesana, y Alejandro Magno.

—Después de conquistar la ciudad, Alejandro organizó un gran banquete para celebrar su victoria. Cuando el vino hubo circulado abundantemente y los príncipes macedonios estaban ebrios, la cortesana Thais le habló así al conquistador: Rey de reyes, ¿no sería hermoso culminar este banquete con una procesión triunfal en honor a Dionisio, dios del vino? ¿No sería hermoso que manos de mujer como las mías extinguieran el orgullo de los afamados reyes persas? ¡Levántate, oh Alejandro, y sé el primero en arrojar tu antorcha justiciera contra los palacios de Persépolis! ¡Hazlo y concédeme la gracia de ser yo quien te siga!

—¿Será cierta esa leyenda? —preguntó Héctor.

Los femeninos labios de Ebrahim murmuraron un poema:

Llora conmigo, oh viajero, frente a estas piedras calcinadas,

recuerda la otrora orgullosa ciudad de los persas,

calcinada por las antorchas de una procesión impía

de borrachos, encabezados por Thais, la prostituta.

—Es una triste historia —dijo Héctor.

—Han pasado dos milenios y medio —contestó Ebrahim—, pero se sigue enseñando en las escuelas como si hubiera ocurrido ayer. La destrucción de Persépolis arranca más lágrimas a los jóvenes que los muertos de la guerra con Irak.

—La juventud suele ser amnésica —dijo Héctor.

—Lo cual es bueno, Rafael. A veces es necesario no recordar para seguir viviendo.

* * *

Cuando el presentador abrió el turno de preguntas, varias manos se alzaron al unísono. Irene se preparó para hacer frente a las descargas, aferrándose fuertemente a la tarima.

—Helmut tiene la palabra —dijo el presentador.

El CERN era un lugar extraño. A veces le parecía una especie de pueblo grande que hubiera crecido descontroladamente en la última década. Helena le había contado que tan sólo unos años atrás todo el mundo se conocía por su nombre de pila. Desde que el LHC había entrado en funcionamiento, el laboratorio había multiplicado su población casi por diez. Era como una tranquila ciudad de provincias, habitada por aristócratas, que de repente se hubiera llenado de inmigrantes jóvenes, incultos y voraces. En su imaginación el Departamento de Física Teórica del CERN ocupaba un área residencial en la geografía de la ciudad de la ciencia, mientras que los dos grandes edificios gemelos, vecinos al nuevo hotel, donde se apiñaban los centenares de oficinas asignadas a los miembros de los experimentos del LHC, eran los arrabales.

Y si el Departamento de Física Teórica era una urbanización de lujo, Helmut Luscher, el físico que acababa de pedir la palabra, era uno de los vecinos más célebres y temibles del barrio, tan famoso por sus seminales trabajos en cromodinámica cuántica como por el reguero de cadáveres científicos que sus agudas intervenciones solían dejar en conferencias y congresos.

—¿Podría retroceder a la transparencia diecisiete?

Irene mostró la transparencia que le indicaba. Luscher ametralló tres preguntas consecutivas, a cual más letal. No se había perdido un solo detalle de sus explicaciones y ponía el dedo en la llaga de cada una de las aproximaciones que había hecho. Irene empezó a explicarse mientras el inquisidor se acariciaba la perilla sin dejar entrever cuál sería su veredicto. Estaba a punto de desmayarse cuando le vio asentir levemente con la cabeza dándose por satisfecho.

—Parece razonable.

¿Se lo estaba imaginando o había escuchado un disimulado suspiro de alivio por parte de la audiencia? Siguieron varias cuestiones más, todas reclamando detalles técnicos y explicaciones que consiguió negociar sin grandes apuros. El presentador miró su reloj.

—La última pregunta.

Una pausa. ¿Eso era todo? ¿Iba a escaparse sin un rasguño?

Un largo brazo alzándose en una de las última filas. Era sir James Reeves.

—Quisiera empezar por felicitar a la conferenciante de hoy por su sinceridad y honestidad científica —empezó el filósofo, acercándose al micrófono que tenía frente a su asiento—. No es fácil, en los tiempos que corren, que una joven promesa como la doctora De Ávila se atreva a nadar contracorriente.

—Sir James, si pudiera ir al grano —cortó el presentador—. Vamos escasos de tiempo.

—Naturalmente, naturalmente. Mi pregunta es muy sencilla. Doctora De Ávila, su modelo predice la formación de varios miles de burbujas extrañas en el LHC. Burbujas estables, para más señas. ¿No es, por tanto, de la opinión de que el experimento Omega debe detenerse inmediatamente ante el riesgo de una reacción en cadena iniciada por uno de esos objetos?

Allá vamos, pensó Irene. Tal como había previsto Helena.

—En absoluto —respondió—. Tanto mi cálculo como el del profesor Nakamura, de la Universidad de Tokio, predicen de manera independiente que estos objetos han de tener necesariamente carga positiva. Las burbujas de carga negativa son inestables y, por tanto, se desintegran antes de reaccionar con la materia ordinaria.

—No me estaba refiriendo a las burbujas negativas, sino a las positivas, que sí tienen tiempo de interaccionar con el helio que rodea el tubo de vacío.

—¡Pero la probabilidad de interacción en ese caso es cero! —exclamó Irene, asombrada de lo cabezota o lo lerdo que estaba demostrando ser el filósofo—. Los núcleos de helio también son positivos y, por tanto, la repulsión eléctrica impide que se inicien las reacciones de fusión.

—¿Conoce el efecto Wilson, doctora De Ávila?

—Sir James, por favor —intervino el moderador—, estoy seguro de que pueden continuar esta conversación en la cafetería.

—¡No intente boicotearme, joven! —exclamó Reeves a la vez que varios destellos, provenientes de las cámaras fotográficas en el sector reservado a la prensa, informaban a Irene de que algo iba francamente mal.

El moderador miró a Helena, exasperado. Ésta le hizo un gesto con la mano, pidiéndole paciencia.

—Sea breve, por favor.

—A finales de los ochenta —continuó el filósofo, cuyo rostro había recuperado la expresión de plácida felicidad— Robert Wilson estudió el sistema deuterio-tritio. En condiciones normales estos núcleos no sufren fusión nuclear debido a la repulsión eléctrica entre sus protones. Wilson descubrió, no obstante, que añadiendo un muón al sistema y elevando la temperatura era posible acercar los núcleos lo bastante como para que un cierto número de ellos sufrieran fusión espontánea por efecto túnel.

Dos nuevos destellos. Sir James mostrando los caninos.

—¿Ha calculado la probabilidad de que el mecanismo de Wilson se dé entre burbujas extrañas y núcleos de helio?

—No —balbuceó Irene—, pero en ausencia de muones sin duda…

—¡Vamos, vamos! Puesto que la materia extraña aumenta en estabilidad a medida que agrega más materia, su potencial de fusión es enorme. Es muy verosímil que la probabilidad en cuestión no sea despreciable.

Los teléfonos móviles de los periodistas empezaron a zumbar. Sir James se puso en pie asegurándose de ser el centro de la atención de todo el mundo mientras los flashes relampagueaban en el auditorio.

—Déjeme repetir mi pregunta —dijo—. Dado que existe una probabilidad no nula de que alguna de las numerosas burbujas extrañas que predice reaccione con un núcleo de helio por efecto túnel, ¿no le parece que el LHC debería detenerse inmediatamente?

—Con el permiso de la conferenciante —intervino Helena Le Guin—, creo que es mejor que yo responda a esa pregunta. La respuesta, obviamente, es no.

—¿Podría iluminarnos un poco, señora directora? —preguntó sir James, empalagoso como una sobredosis de jarabe.

—Hay varias razones, pero déjeme enumerarle una muy simple. Como bien sabe, la Luna carece de atmósfera y está siendo bombardeada continuamente por rayos cósmicos de altísima energía. La situación es similar a las colisiones del LHC, con la diferencia de que nuestro satélite lleva unos cuantos cientos de miles de millones de años recibiendo impactos de núcleos tan energéticos o más que los que circulan por el acelerador. Y, sin embargo, que yo sepa todavía no se ha convertido en una estrella extraña.

Un murmullo de aprobación por parte de la audiencia. Era un argumento conocido y efectivo. Irene se sorprendió rezándole a Changó para que sir James se diera por satisfecho. Era curioso. Héctor había desaparecido de su vida, pero le había dejado su mitología.

—¡Querida Helena! —exclamó sir James, alzando los brazos en señal de protesta—. Se trata de un argumento pueril. Para empezar, en el caso del LHC son dos haces de energía idéntica los que se estrellan, mientras que los núcleos de plomo de la superficie lunar están en reposo. La energía de la bola de fuego que se produce en el LHC es, por tanto, muy superior a la que se produce cuando un rayo cósmico choca contra un núcleo de plomo en la Luna, a menos que la partícula incidente tenga energías desmesuradamente altas. Además, en las colisiones lunares, la bola de fuego se mueve a gran velocidad, mientras que en el LHC se forma esencialmente en reposo. Permítame añadir que en la Luna las burbujas no encuentran servido un apetitoso plato de helio, como el que rodea el tubo de vacío del LHC. ¿Debo seguir?

—Señores, nuestro tiempo se agota —cortó el presentador, tratando de salvar el asalto por la campana—. Creo que debemos interrumpir aquí este interesante debate…

—¡Un momento!

Irene sólo lo conocía de vista y deseó no tener nunca necesidad de conocerle mejor. Era una figura imponente, en todo caso, con su gran cabeza, su melena leonina, su barbita plateada y el aire de un general de las SS.

El presentador miró disimuladamente a Helena Le Guin, que asintió con un leve gesto de cabeza.

—Friedrich tiene la palabra.

—El cálculo de esta joven tiene un gran mérito —dijo, paseando una mirada fanática por la audiencia—. Predice exactamente la distribución angular y el espectro energético de las supuestas burbujas extrañas. En consecuencia es posible verificarlo, o más bien, en este caso, falsearlo. Hemos examinado la región donde debería hallarse la señal y está vacía. Por tanto, su modelo es incorrecto.

—¿Cómo es posible, profesor Von Zhantier? —intervino sir James—. Según entiendo, ésta es la primera vez que la teoría de la doctora De Ávila se hace pública.

—Si me disculpan —el que hablaba era un hombre rechoncho con una barba abundante y mal cuidada, gafas de culo de vaso y aspecto triste—. Llevamos más de un año analizando los datos de Omega, buscando la posible señal de burbujas extrañas. El modelo predice una región que ya hemos explorado sin encontrar señal.

Irene se dio cuenta de que varios miembros de la audiencia se miraban entre sí. Algunos parecían confundidos; otros, alterados, casi rabiosos.

—Es una región a muy bajo ángulo, donde el ruido de fondo es muy alto —se apresuró a añadir el hombre triste—. De ahí que para ese análisis se haya precisado de una DST especial.

—¿Desde cuándo existe esa DST, John? —El acento y los modales del que preguntaban lo identificaban a la legua. Se trataba de Archibald Ross, uno de los profesores más distinguidos de Oxford y el segundo de a bordo en la jerarquía de Omega—. Es la primera noticia que tenemos de ella.

—¡Estimados colegas! —exclamó sir James—. Si dos miembros tan distinguidos del experimento Omega como el doctor Carpenter y el profesor Ross no pueden ponerse de acuerdo sobre sus propios datos, deberán disculpar a este humilde filósofo por mantener un sano escepticismo.

—¡Déjese de bobadas! —gritó Von Zhantier—. La nueva DST se ha creado por orden mía y bajo mi supervisión. El resultado es concluyente y no admite discusión.

—¿Me permite que dude? —dijo sir James—. Como el propio doctor Carpenter ha dejado muy claro, la región de bajo ángulo es notable por su enorme ruido de fondo. Ésa debe de ser la razón por la que normalmente no se incluye en la DST, ¿cierto?

—En efecto —afirmó Archibald Ross, que parecía tan furioso como para romper la disciplina de partido que sin duda imperaría en el experimento de Von Zhantier.

—Lógicamente, no hemos tenido tiempo de preparar… —empezó Carpenter en tono apologético.

Entre tanto Helena Le Guin se había puesto pálida. Irene la observó inclinarse una o dos veces a cuchichear con Alessandro Calvetti. Fue el rostro desencajado de éste el que desencadenó la premonición antes de que Helena tomara la palabra.

Pero no, se dijo. No era posible. Helena no la traicionaría. La idea de aquella conferencia había sido suya.

Supo que se equivocaba cuando observó cómo Calvetti se escurría discretamente de la sala.

Pilatos lavándose las manos.

—Queridos amigos —intervino por fin la directora, su voz casi un suspiro—. Creo que no queda otro remedio que aceptar que el profesor Von Zhantier y su equipo saben perfectamente lo que se hacen.

—¿Debemos concluir entonces que el modelo de la doctora De Ávila es falso? —preguntó sir James, señalándola con un dedo acusador, como si estuviera a punto de cometer perjurio.

Desesperadamente Irene buscó los ojos de la directora, pero los encontró cerrados a cal y canto.

—Los datos tienen la última palabra —dijo Helena—. Si contradicen el modelo de la doctora De Ávila, no nos queda otro remedio que admitir que, probablemente, ése sea el caso.