DOS MINUTOS PARA MEDIANOCHE

EL RESTAURANTE ES UNO de los muchos de Ginebra que no abre sus puertas al público. Su clientela se limita a banqueros privados, inversores y diplomáticos, que cierran sus negocios al calor del exquisito menú de la casa y unas pocas botellas de los mejores caldos del mundo. En alguna ocasión un exceso de joyas o un acompañante demasiado joven delatan al vividor adinerado o a la viuda alegre reuniéndose con su amante, su administrador o quizá su prestamista. En otras, un ojo agudo podría reconocer el rostro de un político notable, un actor famoso o una estrella de rock. Pero, en general, la etiqueta del local requiere que cada grupo ignore al resto de los comensales, como si no existieran. A todos los efectos nadie aquí conoce a nadie.

Es normal que los clientes acudan por separado, encontrándose en uno de los discretos reservados al abrigo de toda indiscreción. Es el caso de los dos hombres que, en este momento, se sientan frente a frente. Uno de ellos ha llegado a las doce en punto del mediodía a pie, recorriendo con largas zancadas el par de kilómetros que separan la place des Nations, en cuyas proximidades se alzan los edificios de la ONU, del discreto palacete en el corazón de la ciudad vieja, donde se encuentra este peculiar restaurante.

Su interlocutor ha llegado con un cuarto de hora de retraso en un Mercedes blindado de color negro con cristales tintados a prueba de bala y flanqueado por dos robustos guardaespaldas. Su atuendo es corriente, casi humilde, pero el maître lo trata con una deferencia que no ha manifestado hacia el primer invitado, a pesar del impecable traje que éste vestía. En realidad el maître no conoce a ninguno de los dos caballeros —y parte de su talento consiste en no recordar los rostros de sus clientes—, pero su avezado sexto sentido le permite distinguir de qué pasta está hecho cada uno de estos hombres.

Rostam Sistani se ha contentado con unas tostadas de caviar que se toma acompañadas de mucho té mientras contempla los inútiles esfuerzos de su compañero de mesa por hacer mella en su ensalada nórdica.

Motashakkeram, Gregoire aga —dice—. Le estoy muy agradecido por su ayuda.

Robert Gregoire desiste de su empeño en tragar un minúsculo pedazo de salmón fumé y se sirve la cuarta copa de un excelente Brunello di Montalcino. Los nervios le atenazan la garganta, que se resiste a dejar pasar otra cosa que el estupendo vino.

Mientras bebe piensa que, en persona, Rostam Sistani es todavía más impresionante de lo que se había imaginado. Y no por culpa de la descripción que de él ha hecho Shirin. Uno de sus primeros regalos fue una preciosa reproducción del célebre grabado de Adel Adili Rostam matando al dragón, en el que el héroe mitológico de la tradición persa aparecía golpeando con su tremendo alfanje el lomo de una serpiente alada. Gregoire recuerda nítidamente cada detalle del cuadro. Rostam viste una armadura metálica, ceñida a un cuerpo a la vez poderoso y elegante. Sus enormes brazos, desnudos excepto por unas abrazaderas que se ciñen en torno a los bíceps, empuñan una espada curva de hoja ancha y resplandeciente, que nadie excepto él puede blandir. La instantánea lo muestra en el momento en que descarga el golpe; las piernas, bien abiertas para mantenerse firme; las rodillas, flexionadas; los hombros, proyectados hacia delante. La cola del dragón bate el suelo rabiosamente, su lomo muestra la cruel herida que el acero acaba de infligirle, el grueso cuello está retorcido en un escorzo de dolor. Es fácil imaginarse el bramido de la bestia y el ensañado gruñido del héroe. Tras él, un caballo blanco se revuelve agitando la crin. Rostam ha desmontado para enfrentarse a su enemigo a pie, de igual a igual, confiando en su poder. Lleva un casco adornado por dos pequeñas protuberancias, similares a antenas, que recuerdan las del dragón y acaso le definen como la encarnación humana del animal que está matando. La escena está iluminada por el sol poniente y resulta bellísima, pese a su extrema violencia.

—Así es Rostam Sistani, cariño.

Shirin lo idolatra, claro está. El hombre de carne y hueso es menos corpulento que el héroe del grabado, aunque exuda las mismas energía y fuerza física que éste. En lugar de la larga barba partida en dos tirabuzones puntiagudos su interlocutor luce una perilla corta y discreta, casi totalmente cana, uno de los pocos detalles que delatan su edad. Aun así no aparenta más de cuarenta años, casi veinte menos de los que en realidad tiene. Pero ni el grabado ni las palabras de Shirin podrían capturar la fiera intensidad que parece emanar de él, electrizando la atmósfera que le rodea.

Gregoire recuerda la primera vez que Shirin le habló de él. Tenía diez años, le contó, cuando los iraquíes atacaron con armas químicas la pequeña ciudad en la que vivía. Apenas hubo supervivientes en su barrio y ninguno en su familia, excepto ella. Una bomba provocó un incendio en su casa, atrapándola en la buhardilla.

—Salí al balcón —Shirin hablaba con la emoción congestionándole la voz, la larga cabellera morena ocultando las marcas del ácido, aún visibles en su bello rostro—. Cuando miré hacia abajo, vi un grupo de soldados que me animaban a saltar, pero estaba demasiado alto. Pensé que iba a morir.

»En ese momento llegó un jeep. Los soldados se cuadraron ante el hombre que saltó de éste y le señalaron el balcón en el que yo me hallaba. Él levantó el brazo hacia mí y después se tocó el corazón. Supe que iba a salvarme. Un ayudante le trajo una manta y un casco resistentes al fuego, que relucían como si fueran de plata. Se los puso y en ese momento una explosión hizo saltar las ventanas, lanzándome una tromba de humo. Estuve a punto de desvanecerme y caer, pero me gritó con tanta fuerza que pude sostenerme en su voz. Entonces lo vi penetrar en la casa a través del humo, resplandeciente en su armadura.

Shirin lloraba en silencio, sus lágrimas tan comedidas y discretas como todo en ella. Gregoire se asombra de que alguna vez hubiera encontrado atractiva a la escandalosa Adele, con sus gritos histéricos, su lengua de víbora, sus lágrimas de cocodrilo.

—El hombre que me salvó era el general que acababa de liberar mi ciudad. Era Rostam Sistani. El hombre más valiente del mundo, el más generoso. Aquel día perdí a mi padre, pero Dios me mandó otro.

Las manos. Gregoire observa las ronchas de piel tersa como satén allá donde el general sufrió quemaduras de tercer grado, apartando muebles y vigas ardientes para llegar hasta la niña. Shirin le contó que las tenía en carne viva al día siguiente, cuando dirigió el ataque contra el ejército enemigo.

Rostam Sistani sorbe su té y aguarda. No parece tener prisa alguna. No es como toda la gente que le rodea, autómatas esclavizados por sus relojes.

—¿Radical? —Shirin le tomaba la mano, apretándosela con fuerza, como si quisiera trasmitirle sus convicciones a través de la piel—. Claro que es radical. Rostam es la encarnación de nuestra revolución, cariño. Un hombre bueno, un creyente, un visionario. Los grandes señores de Occidente no pueden comprarlo, por eso le azuzan sus perros a sueldo.

Gregoire acaba su copa y hace un esfuerzo por concentrarse.

—Respecto a la confidencialidad… —dice con un enorme esfuerzo, sin conseguir acabar la frase.

—No tiene de qué preocuparse —corta Sistani. Su voz es vigorosa, acostumbrada a mandar—. Está usted tratando con gente decente, señor Gregoire. Nosotros no traicionamos a nuestros amigos.

Gregoire se muerde los labios y lleva una mano huesuda a la base del cuello, como si temiera que éste, demasiado enclenque para soportar el peso de su cabeza, fuera a ceder de un momento a otro. Lo cierto es que está aterrorizado.

—No tienes por qué hacerlo si no quieres —le ha insistido Shirin esa misma madrugada, su voz acariciándole los oídos como seda de Ispahán, sus cuerpos enlazados en la quieta oscuridad del hotel.

No se hubiera atrevido solo. Pero Shirin le ha acompañado a este viaje y ahora sabe que le acompañará toda la vida.

—¿Se encuentra bien? Está usted muy pálido.

—No es nada —murmura Gregoire, sirviéndose otra copa de vino.

—Deje de beber —dice el general, señalando la botella con marcado desprecio—. El alcohol no va a hacerle más valiente, pero no tardará en embotar sus sentidos. Pruebe un poco de té.

—Tiene razón —asiente Gregoire, avergonzado—. Discúlpeme. Esto es nuevo para mí.

—Si yo estuviera en su lugar, también albergaría dudas —dice Sistani—. Tómeselo con calma. No es preciso que me cuente nada si no se siente con ánimos. La gente necesita tiempo para conocerse y más aún para apreciarse. A mí me basta con habernos conocido hoy.

La mirada del héroe del grabado es hosca y criminal. La de este Rostam, en cambio, es noble y diáfana. Gregoire agradece su estilo directo, su falta de hipocresía. Está harto de hipocresía. Está harto de halcones trajeados cuyos ojos miran a través de él. Está harto de ser transparente, insignificante, carne de cañón. Harto de ser una sombra. Harto de seguir siendo el crupier del barco casino, donde los que ganan son los otros, mientras él da vueltas a la ruleta.

Deja la copa de vino encima de la mesa, proponiéndose no volver a tomarla, y se gira hacia la silla vacía donde ha depositado su cartera. Saca de ella una carpeta y se la tiende a su interlocutor.

—Señor Sistani —dice—, hay una operación en marcha que ha instalado un monitor clandestino en las proximidades de la central de Bushehr. Su objetivo es medir las cantidades de uranio y plutonio en el interior del reactor. Le he preparado un informe con todos los datos de que dispongo.

—¿Qué tipo de monitor es ése? —pregunta Sistani mientras toma la carpeta, extrae el informe y comienza a ojearlo.

—Es un detector de… ¿neutrinos? Le pido disculpas. La física no es mi fuerte.

—No se preocupe —sonríe Sistani—, tampoco es el mío. ¿Sabe dónde se encuentra ese objeto?

Gregoire niega con la cabeza, balanceándola peligrosamente sobre el largo cuello.

—Desgraciadamente se dieron pocos detalles en la reunión a la que asistí.

—¿Se habló de operativos en la zona?

—Parece claro que existe una organización local, pero no puedo decirle mucho más.

—¿Tiene algún nombre?

Esperaba ese momento y se ha armado de valor para enfrentarse a él. Hay líneas que no quiere traspasar.

—Me temo que no puedo proporcionárselos —responde—. Dejé ese punto muy claro a nuestro… común amigo cuando iniciamos los contactos.

Los intensos ojos negros se clavan en él, interrogantes, sombríos, poderosos como los del gran dragón.

—No se apure —dice por fin el general—. Le comprendo.

Luego esboza una sonrisa antes de concluir:

—Usted es un hombre de honor, Gregoire aga.

* * *

Después de la cena el senador propuso un paseo. Héctor aceptó, maravillado de su resistencia. Era ya casi medianoche y la jornada había sido una maratón de reuniones, rematada por una tediosa recepción. Estaba agotado y Pullman le llevaba al menos treinta años. Parecía imposible que fuera capaz de mantenerse en pie, mucho menos de pasear.

—¿Has visto ya el reloj de flores? —preguntó—. Es una de esas cursiladas adorables de la ciudad. Ven, vamos a comportarnos como buenos turistas.

Héctor se dejó arrastrar, contento de estirar las piernas. Caminaron a paso vivo hasta llegar a la esquina del jardín inglés, junto al puente del Mont Blanc, donde se situaba la famosa atracción. A cualquier otra hora del día era fácil encontrarse grupitos de turistas fotografiándose frente al gran seto que enmarcaba el reloj, pero era ya tarde y soplaba un viento frío capaz de desanimar incluso a los japoneses. El reloj estaba tallado sobre un gran seto, en el que las cuidadosas tijeras de los artesanos habían excavado la corona circular y recortado uno a uno los numerales. Tres largas agujas de bronce completaban el ingenio. La saeta horaria marcaba las doce. El minutero casi coincidía con ella.

—Mira. Faltan dos minutos para la medianoche. ¿No te dice nada?

—Me recuerda un reloj que había en mi casa —contestó Héctor—. No un auténtico reloj, sino una especie de escultura que mi padre tenía sobre la mesa de su despacho. Un disco de acero pintado de color negro con números romanos indicando las horas y dos manecillas de aluminio. La aguja pequeña marcaba siempre las doce. Mi padre movía el minutero de vez en cuando, acercándolo o alejándolo unos minutos de la hora. Pasó algún tiempo hasta que comprendí que ese reloj representaba el peligro de un holocausto nuclear.

—El reloj del fin del mundo —afirmó Pullman—. Muchos de nosotros jugamos todavía con sus agujas. Cuando terminó la guerra fría, me permití el lujo de atrasar el mío quince minutos. El mundo todavía estaba lleno de arsenales nucleares, pero parecía que las grandes potencias habían perdido las ganas de utilizarlos. Y, sin embargo, en este momento siento que la medianoche podría no estar lejana.

—¿Por culpa de la situación en Irán? —preguntó Héctor—. ¿Tan grave le parece?

—Desgraciadamente sí —suspiró Pullman—. Temo que hay en marcha una gran conspiración de los sectores más extremistas del país. Si triunfan, no sólo obtendrán una enorme cantidad de plutonio, sino que aniquilarán la carrera política de Sohrab Razavi. En el peor escenario el general Sistani podría ocupar de nuevo el cargo de primer ministro. Eso sería una auténtica catástrofe.

—¿Por qué le preocupa tanto? —preguntó Héctor—. Entiendo que sería preferible un gobierno moderado en Teherán, pero si un radical subiera al poder hoy en día, ¿qué podría hacer? Tenemos una flota en el golfo Pérsico, un ejército en Irak y otro en Afganistán. Pakistán, Israel y Turquía son nuestros aliados. Incluso si obtuvieran unos kilos de plutonio, ¿cuál es el riesgo real de que fabriquen una bomba y mucho menos de que la usen?

—Sistani es un fundamentalista —replicó Pullman—. Un iluminado que está convencido de que su misión es exportar la revolución islámica al resto del mundo. Y lo ha hecho. Durante los años noventa fue uno de los responsables de la formación de Hezbolá en el Líbano. También se le conecta con grupos todavía más radicales como la Yihad Islámica.

—¿Quiere decir que se atrevería a proporcionar una bomba a cualquiera de esos grupos? ¡Sería una locura! Todo el mundo sabría a quién echarle la culpa.

—Cuando fuera demasiado tarde. ¿Te imaginas los muertos que provocaría una explosión nuclear en Tel Aviv o en Nueva York?

—¡Habría que estar loco! La represión sería brutal.

—Sistani fue uno de los generales del ejército de la República durante la guerra con Irak —dijo Pullman—. Como sabes, Saddam utilizó armas químicas en esa contienda. Una auténtica salvajada.

—Mientras Occidente miraba hacia otro lado —retrucó Héctor.

—Es verdad —suspiró Pullman—. Fue una iniquidad. Sistani tuvo que defender la ciudad de Abadán, en la frontera con Irak. El ejército de Saddam la bombardeó con gas venenoso, matando a la mayoría de los soldados iraníes y asesinando a casi todos los civiles. Sin embargo, Sistani, que por la época no pasaba de los treinta y cinco años y ya era general, consiguió rechazar el ataque subsiguiente, con lo que restaba de su división. Su estrategia fue muy simple. Una carga frontal, a pecho descubierto, encabezada por él mismo. Sostuvo bajas enormes, pero consiguió romper las líneas enemigas y rechazar el ataque.

—Un hombre valiente —dijo Héctor—. Cuesta no simpatizar con él.

—Las fuerzas iraquíes retrocedieron —continuó Pullman como si no le hubiera oído—, dejando tras de sí un gran número de soldados, la mayoría heridos. Sistani los masacró sin piedad alguna.

—Comprendo —murmuró Héctor.

—El general es un brillante estratega —continuó Pullman—. Como tal, se lo pensaría dos veces antes de atacar en absoluta inferioridad de condiciones. Pero también es un iluminado. La decisión de cargar contra las fuerzas iraquíes en la batalla de Abadán fue una locura desde el punto de vista militar. Su conexión con grupos terroristas tan peligrosos como la Yihad y su excepcional crueldad no son como para tomárselas a la ligera. Un hombre así en posesión de una bomba atómica podría causar una catástrofe sin precedentes.

—¿No es esa la razón por la que fue desplazado del poder en beneficio de otros más moderados?

—En efecto. Y por eso, si su complot triunfa, los moderados serán los primeros en perecer.

—¿Qué nos impide entonces poner sobre aviso a Razavi inmediatamente?

—Necesitamos pruebas. Razavi sabe perfectamente que si acepta una inspección especial de la AIEA, Sistani movilizará todo el país en su contra, acusándole de ceder a las humillaciones de Occidente. El primer ministro es el otro extremo del general. Es un hombre demasiado prudente, no se atreverá a mover un dedo si no podemos demostrar la existencia de un exceso de combustible en el reactor.

—Suponiendo que lo haya.

—No te quepa duda.

—¿Cómo puede estar tan seguro? Los datos de RAN no permiten todavía decidir una cosa u otra.

—Tú sabrás mucho de neutrinos, muchacho —dijo Pullman—, pero yo entiendo algo de hombres.