MUTACIONES
AVANZAN POR EL SENDERO que lleva a un claro discreto y de difícil acceso en el espeso bosque de la región de Mijoux. Son las cinco de la tarde, piensa Misha, y pronto oscurecerá, pero quedan apenas quince minutos de caminata e Igor no necesitará más de diez para despachar al tipo del Mercedes, que avanza a trompicones, emparedado entre Klaus y él, con los pantalones meados y la expresión de quien espera ser degollado de un momento a otro.
Pero no, nadie va a degollarlo. El marica trajeado, al que Klaus arrastra del pañuelo que lleva al cuello, como a un asno camino del matadero, tiene suerte de que Carpenter no sea muy rencoroso. Misha conoce a Igor desde que éste no era más que un chaval y sabe que le ha tomado aprecio a su cliente, lo cual es muy poco habitual en él. Aunque, cuando lo piensa bien, hay una explicación. Tiene que ver con el don de la palabra. El mundo se divide en dos tipos de gente: la silenciosa, como Igor, como él mismo, y los charlatanes, como Klaus. Casi todos los que callan lo hacen porque tienen poco que decir o la cabeza vacía. Sobre todo cuando se sufre demasiado, o se bebe mucho, es como si los sesos dejaran de funcionar. Misha lo sabe por experiencia; el vodka suele dejarle la mente tan vacía y silenciosa como la tundra nevada. Pero los charlatanes son peores, tampoco tienen nada que decir, pero meten un ruido enorme. En cambio, Carpenter es uno de esos raros tipos callados, que cuando habla —y puede hacerlo durante horas cuando Igor le tira de la lengua— consigue el efecto contrario al vodka: hace que la cabeza se llene de imágenes y colores, de sentido, aunque sea por un rato. Por eso Igor le aprecia, y, ahora que lo piensa, también le aprecia él. El Mercedes es mucho más afortunado de lo que se imagina. Si Carpenter se lo hubiera pedido, Igor no habría dudado en partirle el cuello.
Pero Carpenter se conforma con un susto. Para alguien tan flojo no haría falta más que el paseo que le están dando, atado, amordazado y con los ojos vendados para quitarle las ganas de chulearle a nadie para toda la vida. Pero tanta suerte no va a tener. Para su desgracia se ha cruzado en el camino de Igor Boiko, y Misha nunca ha conocido a nadie que saliera indemne de esa experiencia.
Ni siquiera él. Involuntariamente se lleva la mano al cuello y la siguiente bocanada de aire la da con ansiedad, como si fuera la última. Automáticamente evoca la cara de querubín, la expresión calmada en los ojos oscuros y las enormes manos apretando su garganta.
Los recuerdos se superponen desordenadamente en su mente. El frío y el desánimo mordiéndoles las tripas mientras la artillería pesada destrozaba cada barrio de Grozni. Las largas semanas aguardando la orden de ataque, desmoralizados como sólo un soldado al que obligan a disparar contra su propia gente puede estarlo. Todo el mundo sabía que los obuses estaban cayendo sobre gente decente, rusos como ellos, retenidos a la fuerza por los rebeldes chechenos en los inmuebles que las bombas destrozaban, y nadie podía hacer otra cosa que blasfemar y emborracharse, tratando de olvidar el horror que les rodeaba.
Cuando por fin entraron en la ciudad devastada, la Nochevieja de mil novecientos noventa y cinco, fue para descubrir que semanas de bombardeos sólo habían servido para matar mujeres y niños. Los rebeldes apenas habían sufrido pérdidas, estaban bien armados, conocían cada barrio al dedillo y combatían como demonios. En menos de dos días les habían pulverizado.
Misha se estremece, recordando la larga Nochevieja, la última para casi todos sus compañeros. Al amanecer los escasos supervivientes de su brigada se habían refugiado en lo que quedaba de un edificio de apartamentos y esperaban refuerzos que les sacaran de aquel infierno.
El capitán le había enviado a reconocer un área semiderruida cuando Igor le cayó encima. No le oyó aproximarse, lo cual después de quince años juntos no le sorprende, pero hasta entonces no había conocido a nadie capaz de moverse tan silenciosamente en la oscuridad. Estaba casi desnudo a pesar del frío glacial. Su cuerpo aún no se había desarrollado en toda su plenitud y todavía no se había hecho tatuar la gran serpiente. Iba desarmado. Boiko no soporta las armas de fuego, nunca las ha soportado, ni siquiera entonces. Tenía catorce años, a pesar de lo cual su fuerza física doblaba a la de un hombre fornido.
Misha se rasca la calva sin dejar de recordar. En el último segundo había conseguido sacar su cuchillo y lanzarle un tajo que le hizo un profundo corte bajo el ojo. Aun así, su agresor apenas aflojó la presa. Pero el mínimo respiro le sirvió para girar sobre sí mismo y conseguir, a duras penas, zafarse de él.
¡A duras penas! Misha pesa ciento cinco kilos. En los últimos tiempos ha ganado algo de grasa y perdido reflejos, pero en Grozni tenía veinticinco años y el entrenamiento de una unidad de élite del Ejército Rojo. ¡Y aun así, considera que fue un milagro haber escapado de la presa de un adolescente, casi un niño!
No ha conocido nunca a nadie como él. Apenas se lo quitó de encima, Misha sacó su pistola y le encañonó con ella. Igor ni siquiera pestañeó, como un tigre incapaz de asimilar que el objeto que blande el cazador pueda matarle a distancia. Todavía no comprende por qué no disparó. Qué impulso le llevó a gritar su nombre, sargento Mihail Vasiliev de la Brigada Maikop. El chico sangraba abundantemente por la herida bajo el ojo y su piel estaba azul por el frío, pero le estudió un largo rato, sin asomo de miedo, hasta convencerse de que no era un boyeviki checheno. Finalmente se sentó en el suelo, abrazándose las rodillas, como un chaval que espera a su madre a la salida del colegio. Misha le cubrió con su chambergo de campaña antes de correr a buscar ayuda para coserle la herida.
Cuando llegan al claro, Igor se quita la camiseta mientras Klaus le arranca el traje al Mercedes, a la vez que se burla de él y le propina cachetes y empujones. Klaus es un cerdo. Le retorcería el pescuezo de buena gana, pero su presencia en el grupo viene dictada desde arriba. Es una orden del comandante, que además le ha dado a entender que el seboso melenudo es pariente de alguien muy importante, al que se le ha ocurrido la peregrina idea de entrenarle en el oficio incorporándolo al grupo que Misha dirige. Lo de menos es que él ya no esté en condiciones de dirigir nada; por fortuna son mejores tiempos que antes de que cayera el muro y casi nunca son necesarios los servicios de un agente libre. Las pocas veces que tienen trabajo Igor se ocupa, y lo hace tan bien que los jefes están encantados con él. A lo mejor por eso les han encasquetado a Klaus. Por eso o porque su pariente quiera quitárselo de encima.
Eso sí, la nariz le ha quedado bien rota después de su encontronazo con el larguirucho de la estación de Cornavin. Quizá era el guardaespaldas de la pelirroja. O un poli de paisano. Difícil de decir. No han vuelto a verles el pelo a ninguno de los dos, a pesar de que Igor ha batido Ginebra de arriba abajo desde entonces. Por supuesto no ha dado explicaciones, Igor nunca las da. Pero Misha sabe que está registrando la ciudad palmo a palmo, buscándolos. A ambos. Conociéndolo, está seguro de que desea a la pelirroja, pero puede que desee todavía más enfrentarse al tipo que se la arrebató en un descuido.
Más les vale que estuvieran de paso en Ginebra, piensa. Nadie se cruza con Igor Boiko y sale indemne de ello. Nadie presume de agallas delante de él y queda ileso.
Klaus ha dejado al Mercedes en calzoncillos y a un gesto de Igor le quita la mordaza y la venda que le tapa los ojos. El tipo se pone a lloriquear inmediatamente. Da asco oírlo, aunque las risotadas de Klaus dan más asco todavía. La cantidad de gente que Misha ha visto morir sin rechistar, calladamente. Los pobres, ésos son siempre de los que hablan poco. No hablan ni cuando les matan. Igor apenas sabía articular cuando lo encontró en Grozni. Fue más fácil convencer a su capitán para llevarse al muchacho de vuelta a Moscú que sacarle, a trompicones, algunos retazos de su vida.
A veces Misha se pregunta qué habría sido de Igor si el reactor nuclear de Chernóbil no hubiera estallado, cómo habría sido su vida si toda su familia no hubiera sucumbido a la radiación. Mucho tiempo más tarde encontró periódicos de la época en los que se mencionaba el misterioso caso del niño de seis años que había resistido una dosis letal, uno de los pocos supervivientes del barrio de Pripyat más cercano a la central nuclear.
Misha no sabe mucho de física, pero está convencido de que la radiactividad ha provocado mutaciones en Igor, transformándolo en un ser sobrehumano, como los héroes de la serie de cómics, famosa en Moscú, que solía leer de pequeño. Excepto que ninguno de los X-men sería rival para él.
También la cabeza de Igor es la de un mutante. Se nota en su manera de hablar, en tercera persona, como si se refiriera a otro. Se nota en las extrañas reglas por las que se rige. Se nota en su pasión por los números, en la memoria fotográfica que puede memorizar un mapa de un vistazo, que jamás olvida una cara. En su inmunidad al alcohol y la coca. En su perenne silencio. Y por si no quedara claro, ahí está el colgante que lleva al cuello desde que le conoce, las tres aspas que le recuerdan quién es.
No ha conseguido averiguar, quizá porque el propio Igor no lo sabe, cómo acabó en Grozni. A veces se imagina que fue el propio gobierno el que le quitó de en medio, junto a otros incómodos testigos de la catástrofe. Haría falta ser inhumano para vender al pobre chico a los boyeviki chechenos entre los que creció, maltratado como un perro, pero a estas alturas de su vida la maldad humana ya no sorprende a Misha. La serpiente tatuada en la piel de Igor esconde cicatrices y quemaduras horribles. De una cosa está seguro. Si el chico no hubiera sido un mutante, no habría sobrevivido.
Igor se acerca al Mercedes, que abre la boca como para decir algo. El Mercedes, como Klaus, es uno de esos tipos que siempre están hablando. Mala idea en esta ocasión. Boiko se la cierra de un bofetón. Pero le da con la mano abierta y casi sin fuerza.
El marica se tira al suelo y se cubre la cabeza con las manos. Igor se arrodilla a su lado.
—¿Tú sabes por qué esto?
—No…, por favor…, no me hagas más daño… —lloriquea el otro.
—Tú escucha bien —dice Igor, dejándole caer en el hombro una de sus enormes manazas tatuadas—. Esto te pasa a ti por maleducado. ¿Tú lo entiendes?
—No…, no sé de qué me habla… Yo…
Misha observa cómo la mano que sostiene el hombro del Mercedes aprieta con la fuerza justa para dislocarlo. Al mismo tiempo Igor le tapona la nariz y la boca con la otra, evitando el inminente alarido. Cuando lo suelta, el merengue cae hacia atrás, semiasfixiado.
—Venga, hombre —dice Boiko, abofeteándole suavemente—, no dormirse ahora.
Pero el otro está casi ido. Para evitar que se desmaye, Igor lo iza en vilo, tirándole del cabello.
—¿No lo haces más, verdad?
El Mercedes niega con la cabeza. Boiko asiente satisfecho y relaja el tirón de pelo. El otro alza una mano hacia él, suplicante. La otra cuelga inerte en su costado. El hombro necesitará una temporada para sanar. Y le seguirá doliendo durante mucho tiempo.
En todos los años que llevan juntos Misha nunca ha conseguido decidir si Igor disfruta haciendo daño o simplemente no entiende del todo lo que significa eso. Quizá sea cosa de la radiación o de las palizas de los boyeviki, pero si de algo está seguro es de que él no siente el dolor como los demás, si es que lo siente en absoluto.
Tiene suerte. Los sentimientos matan más que las balas, aunque más despacio. En tres lustros Misha ha pasado de protector a protegido. Bebe demasiado, no ha dejado de beber desde Chechenia. No podría dejar de beber aunque se lo propusiera; el vodka es lo único que mantiene a raya a las legiones de muertos que le rondan. Pero Igor nunca le ha abandonado a su suerte. Le ha acompañado desde Moscú a Berlín y luego a Viena, Praga y Ginebra, siguiendo las órdenes de los patrones de la KGB o la FSB o como demonio se llame ahora. A Misha una ciudad u otra le trae sin cuidado. Le basta con que no se parezcan a Grozni.
Jozef Linsen, entre tanto, agita el brazo que no tiene inutilizado frente a la cara, tratando de protegerse.
—Por favor…, por favor… —gime.
—¿No lo haces más? —pregunta Boiko, tomándole una mano entre las suyas. A pesar del pánico que siente, o quizá por eso mismo, Linsen no puede evitar sentirse confortado por esa inesperada caricia.
—No, no…
Boiko gira bruscamente la muñeca y Jozef escucha el crujido de las falanges de su meñique al fracturarse. Un revés en plena boca aborta el grito que estaba a punto de escapársele.
—Shhh…, no escandalizar, hombre.
Jozef se queda mudo, mitad por terror y mitad porque su intuición le dice que aguantar en silencio puede ahorrarle dolor. Y es cierto. Callándose ha evitado que Boiko le rompa uno o dos dedos más.
Y así, por primera vez en su vida, el subdirector evalúa su situación correctamente. Se ve a sí mismo, desnudo, apestando a sudor y orines, con el sabor de la sangre en los labios y el miedo mordiéndole las tripas. A la vez experimenta una envidiable lucidez que le lleva a relacionar lo que le está pasando con el accidente casi olvidado en el CERN y a establecer una conexión entre el gigante con el rostro de querubín que le está torturando y el rencor en los ojos mansos de John Carpenter.