EFECTO TÚNEL

—HUEVOS A LA PLANCHA, crêpes, café, yogur y ensalada de fruta para dos —dijo Corinne—. ¡Y champán! Una botella de Moët. ¿Sí, cielo?

Irene se fijó en el camarero. Era un chico joven, delgado como un lápiz, con una naricilla insolente y un pelo negro y lustroso como el frac del cuervo de Central Park. Tendría dieciocho o diecinueve años y sonreía embobado a la rubia cañón con apetito pantagruélico.

Oui, madame —dijo, haciéndole una especie de reverencia mientras se alejaba andando hacia atrás, como si darle la espalda a su alteza fuera una intolerable violación del protocolo—. Tout de suite, madame.

—¿A que es un encanto? —dijo Corinne, girándose hacia ella, enviándole el efluvio de su nuevo perfume, administrado con tan poca sensatez como el anterior—. ¿Te imaginas ese cuerpecito tan mono sin ropa?

—Cariño, son las diez y media de la mañana y me acosté pasadas las cuatro. Mi única fantasía en este momento es dormir catorce horas seguidas.

—Bueno, reina. Pero dormir acompañada no hace daño.

La esquina en la que se sentaban daba a un amplio ventanal. Fuera llovía. Era una lluvia tenaz, que se estrellaba con saña contra la cristalera armando el escándalo de un borracho que ha perdido las llaves de casa y aporrea en vano la puerta.

—Te has fijado en que he escogido nuestra mesa, ¿no? —dijo Corinne.

—Claro, mujer.

—¿No te da la impresión de que madame Labastide va a salir por esas puertas de un momento a otro?

Irene miró por la ventana hacia la fachada del Voltaire desdibujada por la lluvia. Lo que hacía de Ginebra un lugar especial, pensó, no era ni el Jet d'Eau, ni el reloj de flores, ni las joyerías de la Rue de la Confédération, ni siquiera las arcas repletas de oro de la banca privada. Era el hecho de que la hija de un emigrante hubiera estudiado en el mismo instituto de enseñanza media que la heredera de una de las mayores fortunas de la ciudad.

Cada uno de los siete cursos del bachillerato, subiendo de la mano las escalinatas que daban acceso al instituto, pasando a diario junto al busto de piedra de Voltaire, camino de clase.

Excepto el último año. El último año era André quien subía a su lado.

A los diecisiete Corinne era ya una belleza despampanante, sus largas piernas quitaban el hipo y aún no se había desgraciado el busto poniéndose pechos falsos. Los chicos la rodeaban como una nube de electrones zumbando en torno a un núcleo excesivamente ionizado.

Todos excepto André.

—¿Qué habrá sido de él?

—¿De quién, reina?

—De André. Me pregunto cómo le irá.

Nunca volvió a escribir después de aquella carta de despedida. Tampoco podía culparlo. Llevaban sólo unos pocos meses juntos cuando ella se trasladó a Nueva York. El proverbial primer amor del último año del bachillerato proverbialmente truncado por los caprichos del destino.

—Ah, pues no sé, la verdad. ¿Cómo quieres que lo sepa? No tengo tiempo para seguirle la pista a todo el mundo.

Corinne parecía incómoda. ¿Era posible que aún estuviera picada? De todos los adolescentes de Ginebra tan sólo uno se le había resistido. Tan sólo uno la había preferido a ella. Por pura casualidad, además. Porque era demasiado tímido para relacionarse con otras. Porque adoraba el piano. Porque era miope. ¿Qué más daba? También en mecánica cuántica existía el efecto túnel, la rara partícula que escapa del núcleo, perforando la barrera de energía que se lo impide, como una moneda caída en lo hondo de un pozo que mágicamente volviera a las manos del que la arrojó.

—¡La comida, por fin! —exclamó Corinne, batiendo palmas—. Me moría de hambre.

El taponazo le hizo dar un respingo. Corinne apuntó hacia ella el champán que salía a borbotones, mojándola un poco.

—¡Bruja! —exclamó Irene.

—A ver si te espabilas, mona. Pareces un alma en pena.

¿Lo parecía? Había encajado mal lo de Héctor. Tampoco él había vuelto a escribir. Hacía un mes que había llegado su correo de despedida. Desde entonces, silencio.

—Necesito dormir más.

—¡Y comer! —exclamó Corinne, llenándole el plato—. Y beberte una botella de champán. Y meterte una raya. Y echar un polvo. ¡Ya está bien, guapa! A rey muerto, rey puesto.

—Ya sabes que soy un poco estrecha.

—Pues peor para ti, porque a los tíos los vuelves locos. Y si no que se lo digan al macizo aquel de la estación. ¡Eso sí que era un hombre!

—Qué raro que no te quedaras a conversar con él —replicó Irene, malévola.

—¡Bah! Matts es un poco gallina, qué le vamos a hacer. Se acojonó vivo. Pero el supermán lo que quería era ligar. Se fue a por ti como un tigre. ¡Vamos! Si yo supiera dónde encontrar a semejante macho.

Irene sabía exactamente dónde encontrarlo. Lo había sabido todas y cada una de las noches quemadas, durante el último mes, a solas en el convento destartalado del número veintinueve de la rue de Lyon.

—Me tengo que ir pronto. Tengo una cita con Helena Le Guin esta tarde.

—¿Sabías que las malas lenguas aseguran que la Le Guin estuvo liada con Jennifer Parsons, la top model? Y con Rolandi, el primer ministro italiano. Y con…

—¡Corinne, no empieces!

—Matts dixit. Por cierto que no hace más que hablar de ti y de tus burbujas. El otro día le pillé escribiendo algo en el ordenador… Lo ocultó inmediatamente, pero se trataba de uno de sus artículos, seguro. Leí tu nombre…

—¿Un artículo? Oye, si piensa publicar algo respecto al CERN, me gustaría verlo antes.

—Se me ocurre una cosa. Te vienes a Ámsterdam esta noche y lo comentáis allí.

—Precisamente en eso estaba pensando. ¿Cuánto tiempo vais a estar fuera?

Corinne no daba abasto con la boca llena de crêpes, la taza de café en una mano y la copa de champán en la otra. Era un prodigio constatar las cantidades de comida que podía llegar a trasegar sin engordar un gramo.

—Pues no sé…, tres o cuatro semanas…, depende del trabajo de Matts. Yo querría ir luego a Praga y a Viena, quizá bajar hasta Italia. ¡Anda, vente!

—¿De carabina de la feliz pareja?

—¿Qué carabina? Te vendrían bien unas semanitas de asueto. En Ámsterdam hay de todo. Bares, ambiente, droga, gente, música. A ti que te gusta tanto la música, ¿eh? Y tíos, todos los tíos que quieras. Y si no, un petit ménage à trois. Mira que a Matts le gustas.

—Ya. Y a ti te parecería de perlas.

—¿Compartir un hombre contigo, mon amour? Cuando tú quieras.

* * *

—Puedes tocar la lápida —dijo Arash mientras rozaba con los dedos la losa de mármol blanco, cubierta de delicadas filigranas—. Es la costumbre.

Héctor imitó a su guía, pasando las yemas por la complicada caligrafía inscrita en la piedra.

—¿Entiendes el poema? —preguntó.

Arash negó con la cabeza.

—Es persa antiguo —dijo—, y la escritura es muy barroca. Pero conozco la gacela de memoria.

—¿No te importa recitarla para mí?

Arash le dedicó una apreciativa mirada. Era un muchacho joven, estudiante de arte en la universidad, cuyo correcto inglés le permitía oficiar de guía, acompañando a los turistas por los monumentos de Shiraz. La tumba del gran poeta era uno de los hitos obligados.

—Pida un guía en la recepción de su hotel. —Velasco le había acompañado durante la parte inicial del viaje, algunos días en España y de ahí a París para embarcar con Air France hasta Teherán—. Visite todas las atracciones obligatorias. Las tumbas de Hafiz y de Saadi, los jardines de Bagh-e-Eram, la puerta del Corán, el Bazar y unas cuantas mezquitas. Recuerde que es un devoto de la cultura persa.

—Hasta aquí es fácil —bromeó Héctor.

—Cuando visite el Bazar, busque una relojería en la zona más comercial, el Sraye Moshir. Pregunte por el dueño, el señor Esfandiari. Muéstrele su reloj y pídale que se lo repare.

—¿Qué reloj? —preguntó Héctor, mostrándole a Velasco el cronómetro japonés que llevaba en la muñeca—. ¿Éste?

Velasco le tendió una caja. En su interior había un Rolex, con corona y pulsera de acero plateado, tres pequeñas esferas sobre las que corrían otras tantas agujas y todo el aspecto de poder resistir un viaje a la Luna. Héctor silbó admirado.

—¡Vaya! ¿Es auténtico?

—Considérelo un regalo de la casa.

—¿Es sólo un reloj? ¿O sirve también para teletransportarme en caso de apuros?

Velasco sacudió la cabeza.

—Lee demasiadas novelas —dijo—. Funciona con una batería como ésta —el coronel le mostró un disco diminuto del tamaño de la mitad de su uña—. La que lleva ahora está casi gastada. Esfandiari le pondrá una nueva.

—Entendido —dijo Héctor.

—Asegúrese de que sabe llegar hasta su tienda desde cualquier punto de Shiraz con los ojos cerrados, pero no vuelva por allí a menos que surjan problemas. Si las cosas se ponen feas, Esfandiari le protegerá.

Arash empezó a recitar. Tenía una voz melodiosa y pausada que encajaba bien con la quietud del momento. Habían llegado a la tumba de Hafiz a primera hora de la mañana. La temperatura todavía era agradable y no había en el mausoleo, normalmente atestado de gente, más que un anciano y una pareja de cierta edad, que escuchaban recitar a su guía tan embelesados como él mismo.

—Regrese al Bazar al día siguiente de contactar a Esfandiari. Quédese en la zona de los orfebres y los vendedores de sedas —Velasco le tendió una fotografía—. Memorice esta cara.

Héctor estudió el retrato de un hombre de unos cincuenta años, con el pelo cano y un rostro oval, de rasgos delicados y gruesos labios, disimulados en parte por un bigote tan blanco como su cabello.

—¿Ebrahim?

—Será él quien contacte con usted. Dicho sea de paso, cuente con que le aborden en más de una ocasión. Tendrá oportunidad de comprobar que los persas son gente muy amable y curiosa. Sígales la corriente. Muéstrese interesado por todo, pero no pregunte demasiado. Limite sus opiniones al fútbol. Estudie todo lo que pueda los poetas y la historia local. Los iraníes adoran la poesía.

Lo cierto es que Rafael Robles había aprendido, durante su corta existencia, más geografía, historia y literatura que Héctor Espinosa en treinta y seis años de vida, a cambio de no saber una palabra de física.

—Recuerde, Robles es un hombre de letras. Demuéstreles que multiplica demasiado bien o que entiende el teorema de Arquímedes y empezarán a sospechar que es un espía.

¿Se sentían así los esquizofrénicos? ¿Como dos personas diferentes habitando la misma piel? Cada vez más a menudo se sorprendía mirando al mundo desde los ojos de Rafael, que tan sólo tenía en común con Héctor un boquete en el lugar donde debería haber estado su corazón.

Arash terminó de recitar y guardó un silencio leve, en el que parecían estar flotando todavía los versos cuya traducción conocía de memoria:

 

Descansa junto a mi tumba y trae el vino y la mandolina,

sintiendo mi presencia. Saldré de mi sepulcro.

Elévate, moviéndote suavemente, criatura,

y déjame contemplar tu belleza.

 

No era un mal sitio para estar muerto. El mausoleo hacía honor a la grandeza del poeta. Ocho columnas sostenían una cúpula en cuya bóveda resplandecía un cielo de cristal esmerilado bajo el que brillaban las omnipresentes estrellas de ocho puntas, el símbolo de la suerte en la vieja religión zoroastra, que por fortuna había escapado al celo de los guardianes de la fe islámica. La danza y el vino, oficialmente prohibidos en la República Islámica, estaban presentes en casi todos los versos de Hafiz.

—Oh —dijo Arash con una media sonrisa—. Los mulás nos enseñan que se trata de metáforas que simbolizan la amistad y la alegría.

—Metáforas, ¿eh?

Arash asintió, impasible. Héctor tuvo la sensación de estar repitiendo el mismo ritual que en las comunicaciones con Trischuk. Frases con doble sentido, silencios que gritan a voces lo que no nombran, detalles tan cargados de significado como un pañuelo anudado con negligencia, dejando escapar unas mechas de cabello de mujer, cuya visión, según los profetas del islam, excitaba la lujuria. Metáforas. La cabellera rojiza de Irene, atrapada en una cárcel de seda.