CIUDAD SIN SUEÑO

LAS CUATRO DE LA MADRUGADA. No existe una hora más inhóspita en el mundo. A las tres aún hay corrillos que apuran la última copa, llamada la espuela, por ser la que se bebe para el camino. Aún hay quien se aferra a las páginas de un libro. Hay parejas haciendo el amor en la trasera de un coche aparcado en una esquina del arrabal. Viejos insomnes que miran por la ventana a la noche, niños que lloran, madres que acuden, poetas ahogándose en un verso.

Luego, a las cinco, suenan las sirenas que llaman al turno de la mañana, amanecen los taxistas y los panaderos, se levanta el opositor a notarías, el ejecutivo que no dispone de otra hora para el gimnasio, el optimista madrugador, los viajeros cuyo avión sale a primera hora.

Pero a las cuatro de la madrugada, todo el mundo duerme en Ginebra.

Todo el mundo excepto los habitantes de una ciudad sin sueño, todavía más invisible a esta hora inhóspita que todas esas otras invisibles ciudades con las que se superpone.

Helena Le Guin se ha levantado de la cama y anota unas cansadas reflexiones en su cuaderno, escribiendo con letra cada vez más diminuta para ahorrar el espacio que se le agota y haciendo girar de vez en cuando su pluma entre los dedos. Mauricio Gatto ronda por los pasillos del CERN, recorre una y otra vez el trayecto entre su despacho y el cuarto de baño, se lava las manos cada vez, frotándoselas vigorosamente con jabón, antes de retornar a sus paseos, a sus elucubraciones, a la búsqueda de la teoría sobre el todo, a los cálculos que demuestran que el universo tiene los días contados. En algún momento se escurre hasta el despacho de Irene de Ávila y deja sobre la mesa un paquete de cigarrillos que hoy, como cada día, ha comprado para ella.

Irene también vela. Está sentada frente a su ordenador, tratando de escribir un artículo, del cual, por ahora, sólo ha conseguido anotar el título: Materia extraña. Está cansada. El día ha sido largo y repleto de emociones que aún no ha digerido. No consigue concentrarse, asediada por sentimientos superpuestos que no sabe interpretar. Debería irse a dormir, refugiar su atribulado corazón en el sueño. Pero ¿quién sueña o duerme?

Duerme el coronel Velasco, roncando un poco, indiferente a las aristas del incómodo asiento de segunda en el avión de línea que le lleva desde Ginebra a Los Ángeles en vuelo directo. Duerme el senador Pullman con un sueño más inquieto y endeble a pesar de su asiento en primera clase. Duerme Corinne en brazos de Matthieu, soñando con iguanas.

Héctor Espinosa no duerme. Como el Minotauro en su laberinto, da vueltas y vueltas a todo lo que le ha pasado en menos de cuarenta y ocho horas, tratando en vano de cambiar la realidad. Antes de embarcar ha enviado una nota de despedida a Irene, en la que hasta las comas suenan a falso.

El sueño le parece inconcebible. Quizá, piensa, no duerma nadie por el mundo. Nadie, nadie.

No duerme nadie.