1999

Mi padre apareció en casa de sorpresa y me dijo: “¿Qué tal? Dame agua. Me vine caminando”. La frase no parecía venir de la realidad. “¿Caminando? ¿Doscientos sesenta kilómetros caminando?”. “Doscientos sesenta, no: cien. ¿Qué querés que haga si en este país de mierda no funciona nada? Se rompió el micro en Luján a las cinco de la mañana. Cuando pregunté me dijeron que iban a mandar otro recién a las doce, así que empecé a caminar. Viste que a mí me gusta estar en actividad. Fui hasta la Basílica. Cerrada. El museo también estaba cerrado; igual espié al Plus Ultra por una ventana. ¡La puta que me parió! ¡Qué belleza! ¡Me cago en dios! Es un Dornier Wal, no un Plus Ultra. Plus Ultra, Plus Ultra: en este país es más fácil decir Plus Ultra porque todo el mundo habla al pedo pero saber, lo que se dice saber, nadie sabe nada. Estuve media hora mirándolo. Pensar que ese bicho cruzó el Océano hace setenta, ochenta años. Una cáscara de nuez en el aire. ¿Escuchaste el tango de Gardel, no?: “Desde Palos el águila vuela/ y a Colón, con sus tres carabelas,/ nos recuerda con gran emoción...”. Y después me vine para acá. Estaba lindo para caminar”.

La aventura pedestre se había formalizado en las variedades de la lentitud, la absorción sin pérdida de los detalles del camino, el cansancio alucinógeno que produce el esfuerzo físico apenas compensado por el descanso mental de no pensar en nada, el aburrimiento, la paciencia obligada y las especulaciones un poco en el aire acerca de la velocidad y la distancia, las dos obsesiones de la marcha; y también en los peligros latentes de las banquinas, y en los perros salvajes y hambrientos de la pampa que caminan de perfil como las hienas, y en cuya información genética aparecen el ataque y el repliegue como un solo acto; y en los cables sueltos que todavía colgaban de los postes de alumbrado público después de la tormenta, y en los bocinazos de los vehículos que pasaban gobernados por navegantes semidormidos en la irrealidad de sus cabinas pero que, aun así, se despertaban de golpe para no atropellar a mi padre, al que hubieran debido pagar por bueno.

Por fuera de la aventura más bien abstracta que tanto le gusta condensar a la experiencia (esa jibarización mental que, por comodidad, hace de la experiencia una frase hecha), en la realización concreta del viaje, digamos en su paso a paso, mi padre siguió la línea de la ruta y, con el apoyo cartográfico de la civilización que tanto odiaba porque no dejaba cosa sin indicar, tuvo tiempo para internarse en salidas laterales de doscientos o trescientos metros, a veces de quinientos, pero no más, y descansar a la sombra temblorosa de algún monte, pedir agua a los habitantes de las chacras o leer el diario en las estaciones de servicio. En la plaza de General Rodríguez se echó en un banco a descansar. Pero era viernes y había movimiento en las calles, murmullos juveniles y música cruzando el aire del verano en nubes turbias de sonidos tecnológicos —muy posteriores a la idea de música que él tenía—, y entonces caminó un poco más hacia la estación de trenes, un sitio abandonado donde todo se adecuaba mejor a sus propósitos: el silencio cortado por los ruidos prisioneros de la distancia —lo que quedaba de la música que había escuchado en la plaza y que volvía como fantasma—, voces de animales gritando en una inmediatez que al no verse los animales no era cierta, y una soledad densa, de años, en la que confió de inmediato como si fuese el rincón más íntimo de su casa.

En síntesis, mi padre imaginó, diseñó, construyó y habita un mundo refractario a cualquier interferencia: puro, soberano e indestructible. Es un fracasado sin fracaso (no hay fracaso del no hacer) y, por lo tanto, un hombre de éxitos múltiples que predica de manera indirecta los beneficios de su modelo vital.

Cometimos el error de querer hacerlo nuevo para introducirlo contra su voluntad en la serie de los hombres sociables, parecidos entre sí, grises aun sumergidos en la fuente dorada de la prosperidad y el reconocimiento de un mundo hecho de modelos idiotas y copias snobs. Sin los dramas del amor (con sus enredos, sus vicisitudes escarpadas: su negatividad), sin las horas anodinas del trabajo y sin las sangrías de tiempo propio perdiéndose en los encuentros sociales, mi padre siempre dispuso del tesoro y el abismo del Tiempo Total. Deseaba sentir el tiempo personal que fuera a tocarle en toda su extensión, como el ojo de una aguja que siente en su interior el roce de un hilo larguísimo y transparente, ya medido y cortado.

El espectáculo del tiempo
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