2003

En el tercer aniversario de la muerte de Laura Vázquez hubo una reunión en la que se realizó una maratón de silencio, se miraron fotos y se vieron películas familiares en las que Laura reaparecía viva y llenaba el ambiente con su voz, recargando los recuerdos que se hubieran vaciado.

Lorenzo Costa (sabía que el viudo de Laura no iría) fue el animador natural de ese teatro del que era el único representante de un duelo doble: el de la muerte de Laura pero también el del divorcio que la había precedido, y que para él había sido tan triste como su muerte, ni más ni menos, o tal vez un poco más.

Cuando terminó la reunión, Marcela, la hermana de Laura, lo acompañó hasta la puerta. Se abrazaron. Lorenzo le preguntó si en unos días podía volver a oler un perfume. “¿Un perfume de Laura? ¿Qué perfume de Laura? ¿Cuál? Si Laura tenía veinte perfumes. Ni sé cuántos tenía”. Lorenzo aguzó la memoria para ver mejor en la oscuridad del recuerdo: “No, sí, ya sé. El que yo te digo es ese que usaba cuando me conoció a mí. Uno que le trajo Claudia de Inglaterra; el de la caja blanca, que tenía un frasco que no decía nada. Tenía unos círculos negros nada más”. Marcela Vázquez miró el cielo para apartarse de la actualidad y hacer coincidir su recuerdo con el de Lorenzo, y regresó de golpe: “¡Ah!, ¡ya sé! Vos decís el de The Body Shop. Le encantaba. Ahora me acuerdo. ¡Pero no! ¡Ese perfume no existe más! Te digo más: ni el frasco quedó”.

Lorenzo consiguió el catálogo de fragancias de The Body Shop, compró todas por un correo internacional con servicio de cuarenta y ocho horas puerta a puerta y las probó una por una en el orden en que las iba sacando de las cajas. Eran trece: Oceanus, The spirit of Moonflower, Vainilla, White musk, Citrella, Aztique, Beleaf, Chymara, Zinzabar, Velique, Altaro, Minteva y Amorito. La fragancia que buscaba era la White musk. En los enlaces que se establecieron entre el olfato y la memoria de Lorenzo olía igual que antes. Estaba claro que había un rigor compositivo para mantener las fragancias como manifestaciones indestructibles de algo que, aun siendo un artificio de la química, le hacía honor a los vapores perfumados de los jardines, las montañas y los bosques que viajaban por el aire como voces sin sonido. Y en desacuerdo filosófico y también comercial con la teoría de que los perfumes se evaporaban —como siempre se había evaporado todo: imperceptiblemente—, las factorías del olor trabajaban para que permanecieran disponibles menos para sentirlos por primera vez que para reunirse con ellos.

Marcela Vázquez entró a la casa de Lorenzo menos confiada que de costumbre, con una reserva surgida del modo en que Lorenzo la había citado por teléfono, llamándola casi a medianoche y sin adelantarle nada sobre la necesidad del encuentro. Su voz había sonado helada, y el tiempo que hubo entre la llamada y la cita —cuatro días— no se adecuaba del todo a la urgencia de haberla buscado a esa hora pero sí a una sospecha que comenzó a invadirla con la fuerza extraña de esos razonamientos que, aunque la conciencia los negara por pudor, terminaban estableciéndose y ya no se iban.

Lorenzo sabía todo del White musk. Sabía que estaba hecho de aromas de lilas, de jazmines, de rosas y de ylang ylang, y de sugerencias de albahaca. Le contó que la combinación de los componentes despertaba los sentidos y los mantenía estimulados hasta encontrar un punto justo en el que la fragancia era menos una fragancia que el recuerdo de algo placentero: “Es como un simulador de recuerdos”. Marcela Vázquez se relajó porque comenzaba a reconocerlo en esas exageraciones en las que él encontraba un mundo firme donde actuar. Era la comedia del mitómano que no miente para embaucar sino para estabilizar las descompensaciones por las que se mueven, desequilibrados, la realidad y sus hechos. “¿Vos sabés que es el ylang ylang? Es el odorato de cananga, la destilación de la flor del árbol de cananga. Mide hasta doce metros y tiene la forma de una pagoda china. En Costa Rica está en todas las avenidas. ¿De qué te reís? Lo estudié. Y escuchá esto: es afrodisíaco”.

“Afrodisíaco”. Lo dijo y se le nubló la vista, como si hubiese sufrido un ataque de llanto conceptual por una decepción tan grande, pero a la vez tan fugaz —de hecho ya había pasado—, que la posibilidad práctica del llanto quedó reducida a una idea imperfecta que el cuerpo de Lorenzo nunca tuvo en cuenta. ¿Afrodisíaco? ¿Y si aquella vez se enamoró de un perfume y no de Laura Vázquez? El recuerdo de su gran amor, que a esa altura, como la totalidad de su pasado, no era verdadero ni falso sino que flotaba en las alturas intocables de un mito cuyos detalles comenzaba a olvidar mientras el mito se fortalecía como resumen, desacomodó las cosas que parecían ordenadas. Fue una tormenta interminable de pensamientos enfrentados que duró dos o tres segundos en los que Lorenzo miró a Marcela Vázquez y preparó el terreno para hablarle: “Ponete un poquito”.

“¿Ponerme un poquito?, ¿un poquito de perfume? ¿Para qué? ¿Qué te pasa?”. Lorenzo sonrió con una sonrisa totalmente normal, a la que Marcela Vázquez respondió con un gesto de fastidio y condescendencia: “A ver, dame”. Miró el orificio del vaporizador y disparó en las muñecas, detrás de las orejas y en el canal que se abría entre las tetas. Las cosas encajaban en un clima de hermandad. Lorenzo se acercó y olió el White musk que ya se había fijado en la piel y vivía de su respiración como un parásito fantasma. La nariz de Lorenzo apenas rozó la oreja derecha de Marcela Vázquez y, como si quisiera escuchar el perfume, se acomodó apoyando casi su oreja en la de ella (las separaba una cortina delgadísima de aire); pegó los labios al cuello y los abrió para sacar la lengua, pasarla, guardarla, aspirar lo que había quedado de su saliva y ver cómo se erizaba ese pequeño desierto de piel: “Vos no sabés cómo te cogería. Te cogería toda”.

Lorenzo sintió en su cuerpo los temblores de Marcela Vázquez. Irradiaban sentimientos claros de aceptación y rechazo, por lo que no podía aceptar la situación, ni rechazarla. Las palabras, salidas de una caverna llena de impulsos profundos y vulgaridad, seguían sonando. Lorenzo no estaba del todo de acuerdo con los sucesos que estaban ocurriendo, pero no tenía a mano la fortaleza mental o instrumental para impedirlos. Su cuerpo había quedado paralizado frente al poderoso sebo del perfume y podía verse en sus tensiones animales la víspera de una caza. “Ay, Lorenzo, no, no... por favor. No me hagas esto. ¿Vos sabés cómo te amó Laura? No tenés ni idea. Estaba enferma por vos; ella hubiera pagado lo que fuera para que las cosas no se terminaran, pero no sé qué pasó. ¿Qué pasó? Vos sabés. ¿Cómo puede ser que amándose como se amaban hayan terminado así? Me daba envidia verla con vos. Tenía todo. Bueno: parecía que tenía todo. Yo pensaba: ‘¿Qué tiene este tipo para que la enferme de esa manera?’, ‘¿qué le da?’. No te imaginás la cantidad de cosas que me metí en la concha pensando en vos. Pero coger, coger... Yo también te cogería todo. Yo sueño con vos. Sueño con tu leche. Desde hace años. Pero, ¿y después? No puedo, no voy a poder...”.

Marcela Vázquez se sentó en una silla del comedor diario y Lorenzo se sentó frente a ella. Durante un momento no hablaron ni se miraron, lo que completaba el extraño decorado de distanciamiento que intentaban construir inútilmente como salvedad de la fuerza que los arrastraba. Ella se levantó la pollera. Metió una mano en el interior de la bombacha y, desde el exterior, con la otra mano, corrió la zona del refuerzo y dejó su concha al aire, a la que dos dedos de la primera mano ya habían entrado como por un tubo por el que hubiera acabado de pasar un río de aceites: “Mirame. Mirá: así me pajeo cuando pienso en vos. ¿Ves? ¿Me ves?”. Lorenzo olió el ambiente. Flotaba un bloque de White musk y un olor humano que era el olor de Laura Vázquez pero al que, sin embargo, le faltaba algo (porque en Marcela Vázquez estaba la materia de Laura, pero no su forma). Quiso lamerla, pero Marcela le puso la mano en la frente como en una maniobra exorcismo: “¡No!”. Lorenzo sacó la verga con cuidado, entre los dientes de bronce de la bragueta, y la dejó a la vista. La carne y el metal formaban una combinación de artefacto biónico que aludía tanto al sexo entre salvajes —una pija antigua saliéndole de un taparrabos— como a la evolución de una ciencia que pudiera mejorarlo o aplicarle rutinas de control (después de todo la carne siempre fue censurada por el metal).

Los ejércitos genitales, divididos por la frontera de un pudor físico que no incluyó el pudor visual, quedaron enfrentados a un metro de distancia. Marcela Vázquez, con los ojos clavados en la verga de Lorenzo Costa, se metió tres y hasta cuatro dedos. Lorenzo miró el interior de esa profundidad espiralada y quiso acercarse otra vez: “No, no, no... ¡No me toques!”. La vio acabar escupiéndose la concha, mientras el agujero palpitaba como la boca de un pez mediano fuera del agua.

El espectáculo del tiempo
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