2006
No entró más gente al cine. Las cosas ocurrieron primero como un hecho aislado (eso creímos, porque se sucedieron varios días de buen tiempo y hubo una inclinación general, comprensible en la pampa, hacia distracciones más rupestres), y luego como una precipitación suave pero sostenida hacia la ruina económica; una precipitación doblemente triste porque se dejaba ver en la lentitud un poco morbosa en que se ven caer la cosas en cámara lenta.
La lectura de los bordereaux era deprimente. Algunos días proyectábamos para dos o tres personas, y entre ellas, sí o sí, Mocho Quevedo. Era un caso de cinefilia galopante. Vivía sin televisión en una casilla de cartón y chapa a la vera del río Salado. Su diálogo con el cine era directamente con el cine, sin intermediaciones. Veía todas las películas, y todas tenían para él la misma importancia si eran proyectadas en una sala. Todas las jerarquías relacionadas con la calidad, y todos sus relieves formales, eran aplastados por la materialidad de la proyección, el momento mítico o supersticioso en que la película alcanzaba su propósito más alto, que no era el de recrear con eficacia la tradición de los géneros, ni ejercer atentados artísticos o políticos contra ellos, como tampoco posibilitar grandes actuaciones o probar los últimos efectos especiales, sino el de llenar de luces la oscuridad.
Un día que dormí mal me levanté a la madrugada y me fui a Junín a cerrar las salas para siempre. Las cerré y desconecté los circuitos que habían mantenido el cine abierto: el del personal, los proveedores, los servicios de asistencia médica y alarma; así hasta llegar a Warner, la distribuidora que nos había explotado bajo un régimen tácito de esclavitud comercial, retornos de hasta un sesenta por ciento de la recaudación y exigencias extorsivas de pagos, todas manifestaciones de un capitalismo estalinista que me dio psoriasis, y del que me despedí mandándole un mail al gerente de la compañía en Buenos Aires, Sergio Avendaño:
Querido Sergio:
Lamentablemente, la situación económica de Lumière SRL se ha vuelto muy difícil en los últimos meses. Los gastos fijos corren detrás de la inflación y nuestra capacidad financiera de absorberlos se ha vuelto impotente. Sabemos que Warner hace lo imposible por mantener abiertas las salas independientes del interior, y que si vos nos exigiste todos estos años fue para obligarnos a progresar y obtener excelencia. Aquel entredicho que tuvimos cuando me cortaste el teléfono no fue olvidado porque tuve miedo de que tomaras represalias contra nuestras salas, tal como me dijiste a los gritos cuando volví a llamarte, ¿recordás? Nada que ver. Lo olvidé porque reflexioné y comprendí que lo hacías amistosamente, para darnos una mano. Yo sé, Sergio, que te preocupa mucho la cultura y el arte cinematográficos a los que irónicamente y sin distinciones llamás “negocio”. Cuando yo te pedía, te rogaba una semana más de plazo para pagarte porque necesitábamos estar al día con los sueldos y vos me decías que esto era un negocio, y que se estaba afuera o adentro del negocio, y que si me atrasaba un día perdía los próximos estrenos, yo siempre consideré que esa forma de trabajar que tienen ustedes nos estaba haciendo un bien porque sin esas presiones, sin lo que vos sabiamente llamás “el stress comercial”, no hay competencia ni evolución. ¿No es cierto? Siempre recuerdo con mucho cariño tus ocurrencias. Como cuando te pregunté cómo se llamaba el CEO de Warner y me dijiste: “Charles Darwin”. O cuando te reclamé por favor los afiches de Atrápame si puedes y me dijiste entre risas: “Atrápame si puedes”, y como te insistí me gritaste: “¡Hablá con expedición! A mí no me rompas las bolas. Y si no te gusta, dibujalos”. Así que quería anunciarte, con mucha tristeza, que nuestro grano de arena en la recaudación de Warner ya no existe más. Vamos a cerrar las salas. Es más, ya están cerradas. En cuanto a lo que te debemos de la última recaudación de El Señor de los Anillos y la última Star Wars de las vacaciones de invierno, quiero decirte que se lo vayas a cobrar a la reconcha puta de tu madre. Me voy a gastar toda la plata, toda, en un hotel de seis estrellas de Playa del Carmen con todo incluido, y después me voy a ir a París a comer el foie gras del Chartier, y después me voy a instalar un mes en Londres, donde ya alquilé un departamento frente al Hyde Park donde voy a salir a correr todas las tardes con unas zapatillas súper que también me compré con la plata de Warner, y voy a ir a ver la final de la Champions League a Ámsterdam y voy a cambiar el auto apenas baje del avión en Buenos Aires, mientras vos respirás tus diez horitas por día del aire envenenado que te da tu compañía, ¡oh!, ¡cuidado!, ¡La Compañía!, para que no te agites mientras hacés tus llamadas telefónicas apretando gente: lo único que sabés hacer. Pedazo de inútil. Y, por favor, dejá de justificar a tus empleadores anónimos, gordo chupapijas tragaleche, y de hablar de Brad Pitt o de George Clooney como si fueran tus íntimos amigos. Das lástima.
Te coge por ese orto alimentado a carne humana cruda que todos los días te abre tu jefe bilingüe por dos pesos con cincuenta,
Juan Guerra.
PD: y empezá a rezar para que no te cruce en la calle porque te recago a trompadas.
Fui a la empresa de seguros a darle de baja a la póliza del cine. El agente que llevaba nuestra cuenta, el contador Marcelo Constanzo, cerró las cortinas venecianas de su box —el lugar común de película parecía no tener realidad, o citar vagamente un tipo de realidad que ya no sucedía—, me sirvió un café en una taza enorme, encendió un cigarrillo, lanzó roscas de humo hacia el cielorraso —la cadena de clichés no se detenía— y me preguntó si me animaba a incendiar el cine.
El contador Constanzo, y algún cómplice con influencia en la cadena de pagos infiltrado en la tesorería, cobrarían el veinte por ciento del total de la póliza, y nosotros el resto. Me fui caminando a la casa de mi padre, repasando mentalmente el inventario de las salas y el esfuerzo que me había llevado construirlas, llevándose con él mares enteros de deseo personal que ya no volverían. Charlamos en la vereda. Mi padre me escuchó y luego hizo su propuesta: me habló como un gángster, con naturalidad y visión estratégica, y con una noción muy precisa del golpe y el plan de fuga que debía sucederle como parte de un todo que contemplaba tanto las cadenas causales del acontecimiento como el azar que podía penetrar en él, y al que había que darle todas las respuestas solicitadas por las posibilidades de la imaginación, una nube de pronósticos superpuestos que en algún momento había que disipar para que se recortara, definido, por fin, el Hecho Concreto.
¿Mi padre cerebro de una banda? ¿Qué eran esas palabras enroscadas que apenas ocultaban su pasión delictiva? ¿Y ese tono de sobrentendidos, aplicado tanto a describir como a escamotear los detalles de su modo de operar, como si estuviera dando un mensaje equívoco, de contraespionaje, a través de un teléfono intervenido? Me reuní en el bar de una estación de servicio con el contador Willy Loyola, el jefe de pagos de la aseguradora. Antes de sentarse cargó dos monedas de un peso en una máquina de café y trajo dos tazas térmicas que dejaron una estela de vapor horizontal en el aire, y vertical cuando las apoyó en la mesa. ¿Qué les pasaba a estas personas con el café? ¿Era la infusión oficial de sus fumatas papales, presentadas de modo mafioso? ¿O simplemente eran adictos a la cafeína y veían en quienes no lo eran la llama del vicio, a la que solo bastaba soplar para que se encendiera? Mientras echaba tres sobres de azúcar completos en su pequeña taza y, ya vacíos, los doblaba con la destreza manual de una lección de origami, comenzó a hablar con su voz ronca: “Vos sabés que te veo cara conocida. De algún lado te conozco a vos. ¿Puede ser que te haya visto en Cats? Vos sabés que sí. ¿Vos no estabas la noche que se llevaron a las paraguayas? Bueno, no importa. El tema es el siguiente. Me dice el contador Constanzo que vos estás queriendo prender fuego el cine. ¿Es correcto? Es correcto. Bien. Yo te voy a explicar. Esto no es sencillo porque nosotros somos una empresa seria. Canadiense. O sea: a ver si nos entendemos. Hace más de cincuenta años que estamos en la Argentina. Pero si vos querés quemar el cine, podés, estás en tu derecho, yo no juzgo a nadie; eso sí: no lo podés hacer así nomás. Porque... la compensación que nosotros establecemos por siniestros de granizo en las cosechas de soja por siembra directa tiene como referencia las utilidades del año anterior. Estamos hablando del orden del noventa por ciento del valor de la ganancia bruta. Significa que estamos muy por encima del standard internacional, y por eso es que Security Canadian cotiza en Londres y en Tokio”. Loyola hizo una pausa y siguió: “Disculpá que te cambié de tema, pero este pelotudo que pasó por acá es famoso por lo alcahuete. Bueno. Volviendo al punto. Para que puedas cobrar un seguro de incendio no podés tener el cine cerrado. Es la condición número uno o, si querés, la única. Tiene que estar funcionando. No hay otra. Yo te diría: aguantá unas semanas, mantenelo abierto, ¿se entiende?, y si podés armate un ciclo de verano. Imprimís un folleto con lo que vas a dar, sacás un aviso en La Verdad anunciando la temporada del año que viene y chau. Meté en el medio algún convenio con la Alianza Francesa, la Sociedad Italiana, algo así, y a la mierda. El asunto es que quede claro que el cine sigue porque vos la estás peleando. Y en medio de eso, lo quemás. Si me preguntás a mí qué me parece mejor, yo te sugiero que lo prendas fuego en Navidad o Año Nuevo. Ojo: si me preguntás a mí. Cargás el techo de maderas, o astillas, qué sé yo, unas bolsas de aserrín, dejás en las salas unos bidones con nafta entre las butacas, te comprás unas bengalas y unos rompeportones, los tirás y chau. ¿Quién fue? Cualquiera. Cualquier boludo que tiró un cohete. O sea: nadie. Vos no. Fue un accidente. Una desgracia. Cosas que pasan. En una hora no queda nada. Si vos querés, para que salga mejor, que alguien llame a los bomberos un rato antes y le diga que se está quemando un campo y los sacás de la ciudad por una o dos horas. Cuando vuelven no encuentran nada. Por los peritos judiciales ni te calentés: son míos”.
En la mañana de Nochebuena dejé seis bidones con nafta distribuidos en cada sala y dos en la cabina, de la que habíamos desmontado los proyectores y cambiado las torres de sonido por unas carcasas vacías. Mi padre, que pasaba solo las navidades, fue a las once de la noche a la puerta del cine y llamó al cuartel de bomberos desde un teléfono usado (robado) que yo había comprado el día anterior. Dijo que se estaba incendiando la estación de trenes de Agustín Roca. Dos minutos más tarde se oyeron las sirenas alejándose hacia la Avenida de Circunvalación. Junín era un campo de silencio del que comenzaban a brotar las conversaciones más o menos huecas de todos los años (entre las que no había que descartar las mismas conversaciones del año pasado) y las risas hiperbólicas que las acompañaban o las cerraban, escapándose por las ventanas abiertas de las casas en las que las familias se reunían para inventariarse y observar los progresos de sus miembros, un progreso que consistía en tener más —más hijos, más trabajo, más dinero— y, a través de la cantidad, acumular la fuerza imaginaria que los defendiera del terror a morir.
Yo estaba a diez cuadras del cine, cenando con Silvia y los chicos en casa de mamá. Las luces del árbol de Navidad se encendían y apagaban con espasmos de cortocircuito. Sus resplandores rebotaban contra los espejos de la casa. Diez minutos antes de la medianoche me llamó mi padre: “Feliz Navidad”. Colgó. Significaba, en clave, que ya había visto el primer fuego y que el proceso de destrucción había iniciado su camino de éxito. Senté a Silvia en mis piernas y le pregunté al oído dónde estaban los regalos. Me levanté, fui hasta la habitación de mamá, abrí el placar, saqué los paquetes y los dejé al pie del árbol artificial del que colgaban bolas de colores, miniaturas de Papá Noel, estrellas, cometas y la enredadera eléctrica en la que se desplegaban las luces de colores en forma de lágrimas.
A las doce de la noche se oyó la sirena de los talleres ferroviarios de Junín, que ya no existían (pero sí existía el sonido que le había dado un sentido público, y todavía se lo daba). Las explosiones se multiplicaron en las calles, las plazas y los terrenos baldíos; se oían ruidos ensordecedores, pero también algunos apagados por la humedad de los patios o las fallas de fábrica, y de todos ellos se levantaba un único gusto a pólvora.
Los perros ladraban o aullaban asustados; y cuando parecía que el silencio iba a regresar, volvía a interrumpirse con una bomba, a la que le sucedía otra, y otra más, siguiendo la secuencia de un concurso de explosiones y luces que se elevaban en la noche por encima de los tapiales, sobre las cabezas levantadas de los vecinos que las señalaban desde sus terrazas como si fueran, en conjunto, el lenguaje admonitorio, aunque indescifrable, de la buena nueva que esperaban.
Mis hijos abrían los regalos con la brutalidad de un cazador manual; los fragmentos de papel con ilustraciones de sus ídolos (en los que nunca repararon) planeaban impulsados por manotazos de ansiedad, hasta que debajo de las bolsas, los envoltorios y las cajas que mantenían vivo el deseo de lo que todavía no llegaba, apareció lo que habían pedido en sus cartas a la figura fraudulenta del anciano que atravesaba, en un carro tirado por renos voladores, con su clásico abrigo polar y sus jojós de idiota, el calor asfixiante del verano argentino.
Sonó el teléfono. Atendió mamá: una amiga le avisaba que se estaba quemando el cine. Imaginamos la escena (imaginar era vivir el momento actual en otro lado), en la que el cine era una bola de fuego devorando cada centímetro de cada cosa que lo había hecho. Fuimos. Lo que vimos fue conmovedor y primitivo: cientos de personas mirando el fuego, extasiadas y enmudecidas —con sus copas y sus botellas de sidra o champagne en la mano— frente al consumo de las cosas que crujían y explotaban en salvas bajo lenguas de diez metros que echaban al viento brisas de calor y luz (en un sentido plástico, el incendio era un acontecimiento artístico). Sobre el frente, las letras de madera de la palabra Lumière se encendieron en antorchas tipográficas. La economía del fenómeno no solo no impedía su atractivo sino que lo agigantaba por todo lo que tenía de inexplicable y de rústico. ¿Cómo podía ser que el fuego, tan antiguo y ordinario, siguiera siendo una oferta visual irresistible?
Llegaron dos patrulleros. La policía valló la cuadra, pero no pudo impedir que se agolparan ya no cientos de personas sino miles, fascinados en la contemplación pura (la excepción era mi padre, que me sonreía de lejos), olvidándose de sus propios arsenales navideños que no podían estar a la altura de lo que veían sino como chistes de explosión.
Llegaron los bomberos. Tarde.