1998

Martes 24:

No nos llamamos.

Miércoles 25:

Llamó. Me preguntó qué me pasaba que le hablaba con ganas. Le dije que tal vez fuera por la conversación del lunes y sobre todo, por su reacción a mi pregunta sobre cómo estaba vestida. “¿Querés que no nos llamemos más?”. Le contesté que sería lo mejor. Me dijo: “Ay, te quiero. Te adoro. Si no viste lo bien que estuve el domingo, y lo bien que charlamos el lunes hasta que hiciste esa pregunta, es porque sos miope. A mí me duele mucho hacerte daño y no poder consolarte; y también es un daño que me hago yo”. Esperé a que terminara de hablar, y cuando se hizo un silencio le dije que no quería enamorarme de otra mujer. “¿Te estás enamorando de otra mujer’”. Empezó a llorar. Le dije: “¿Qué te habré hecho para que estemos así? Me parece que va a ser muy difícil que volvamos a estar juntos. Ya pasamos mucho tiempo separados. No quiero deshacer del todo lo que queda pero no le veo mucha salida al asunto”. Dejó de llorar: “Te equivocás. Estas cosas no se deshacen. Quiero mandarte muchos besos y abrazos y que te lleguen. Si me preguntás si vamos a estar juntos otra vez lo único que puedo decir es que ojalá podamos, ojalá. Tengo que cortar. Después seguimos”.

La llamé dos horas más tarde y le dije que quería que no nos llamáramos más, y que necesitaba terminar con este sufrimiento y olvidarme de ella. “¿Olvidarte de mí. Bueno..., no sé qué decirte..., olvidate. Yo voy a colaborar para que no nos llamemos. No sé cómo no te das cuenta de que este tipo de conversaciones nos está haciendo mierda. Así nos vamos a quedar sin nada”. Me dijo: “Te quiero. Si querés pensar que no llamarnos más me alivia, te lo digo. Pero es mentira. Si pensás que no te necesito, pensalo, pero es mentira porque te necesito”. Le dije que era la mujer que más había querido en la vida. Dijo: “Y vos sos el hombre que más quiero en la vida”. Le dije que eso que decía estaba desactualizado. Me dijo: “Mirá, está bien, no nos llamemos más, me esperan para cenar”.

Volví a llamarla. Le dije que no podíamos cortar como cortamos, que era muy triste terminar así, muy triste Dijo: “Yo también pienso eso, pero sos vos el que no sabe lo que quiere. No podemos hablar como hace un rato y pelearnos a mil kilómetros de distancia. Está bien: yo te insistí para que me dijeras qué te pasaba, pero es que a veces me siento omnipotente y quiero solucionarte los problemas”. La dejé hablar un rato más, solo para escuchar su voz.

Jueves 26:

No nos llamamos.

Viernes 27:

No nos llamamos.

Sábado 28:

No nos llamamos.

Domingo 1°:

Me llamó tres veces. Al mediodía, a la tarde y a las nueve de la noche. Dejó mensajes en el contestador. Los tres más o menos iguales. “Hola, soy yo. Llamaba para ver cómo estaban. Besitos para los dos. Voy a ver si los llamo más tarde. Voy a ver si los encuentro mañana a la mañana o al mediodía. Un besito”.

Lunes 2:

No nos llamamos.

Martes 3:

No nos llamamos.

Miércoles 4:

Llamó a la mañana. Dejó un mensaje. Dijo que no tenía suerte, que llamó un par de veces y no pudo encontrarme, y que tenía ganas de hablar conmigo. Dijo: “Te quiero, te llamo más tarde”. Dios mío, qué pesadilla.

Volvió a llamar a la noche. Dijo que seguía sin suerte (parecía triste). “Tenía ganas de tener noticias tuyas y hablar un poco con vos. Si vas a Rosario que te vaya bien. Trae plata. Te amo”.

Jueves 5:

La llamé. Estaba trabajando. Me dijo que me llamaba en diez minutos. Llamó. Me contó que no se divertía, y que había días en que estaba bien y otros en los que estaba mal. “¿Escuchaste mis mensajes? Hace varios días que quería que charláramos. Soñé con tu voz. Eras una voz que me hablaba y yo me iba durmiendo, como una nena que escucha un cuento del padre”. Le conté algo de mi viaje a Rosario y le dije que iba a cambiar el auto. Le dije que la extrañaba. Dijo: “Y yo te quiero. Pero tomá con pinzas lo que digo porque soy un peligro”. Le nombré a mi hijo y se puso a llorar: “Lo extraño. ¿Le hablás de mí?”. Le dije que el lunes había tenido una reunión de trabajo con Susana Bullrich, y me preguntó si me iba a poner de novio con ella: “Como siempre dijiste que era una linda mujer... Por ahí se gustan, ¿no?”. Le conté que vi un traje que me vendría bien para el nuevo trabajo. Dijo que le gustaría ir a verme cuando asumiera: “Pero no sé si corresponde. Si estás con alguien ¿qué voy a ir a hacer? ¿Y si yo voy y hay otra chica? Igual te quiero acompañar a comprar el traje. Y decime, ¿se pude saber por dónde anduviste todos estos días? ¿Te puedo ver cuando llegue? Yo te llamo. Si no estás, no estás. ¿Te puedo mandar un beso?, ¿y un abrazo? ¿Vos me mandás uno a mí? Mirá que quiero verte cuando llegue...”.

Llamé a Marcelo Parente por los papeles del auto. Entre otras cosas, me dijo que Bárbara había llamado ayer a la casa para hablar con Sara y le preguntó si me habían visto o sabían algo de mí.

Viernes 6:

No nos llamamos.

Sábado 7:

Llamó. Estaba en la casa. Me preguntó si podíamos vernos. Dijo que quería una cita para mañana a la noche. Me preguntó cómo estaba. Dije: “Bien, ¿y vos?”. Me dijo que bien, contenta de estar otra vez en el barrio: “Hace mucho que estoy afuera. Bueno, entonces mañana te llamo a las ocho para arreglar la salida. ¿Querés? ¿Tenés ganas de verme?”. Le dije: “Un poquito”. Dijo: “¿Un poquito? Bueno ¿qué le vamos a hacer”. Le dije que me llamara a esa hora, que iba a estar en casa. “Chau, lindo”.

Domingo 8:

Me llamó y me preguntó si nos íbamos a ver. Le dije que sí. Me dijo si podía ir a buscarla a lo de los padres y, de paso, cenaba con ellos. Acepté. Me dijo: “Me parece que hoy no hay mucho entusiasmo, ¿no? Ayer parecías más animado”. Le dije que me dejara de romper las pelotas con sus auditorías: “A las nueve y media o diez estoy allá”.

Cenamos en casa de sus padres. Cuando se refería a mí hacía un silencio y me miraba para que yo dijese algo, como en una audición de teatro. Por momentos sonreía y por momentos parecía desganada y ausente. Me llevó a ver cómo estaban quedando las refacciones de la casa. Nos abrazamos en un rincón. Dijo: “Hola, no me diste mucha bola hoy cuando te llamé”. La abracé. Le dijo a los padres que salíamos a tomar un café y me preguntó si podía llevarle unos bolsos. En el camino nos miramos varias veces. Le pregunté sobre su viaje y solo me contó problemas laborales. Entramos a su casa. Me mostró algunas cosas que compró en Catamarca. Estaba apurada por salir. En el pasillo no había luz. Le pregunté: “¿Vos sos Mercedes Rodríguez?”. “¿Y vos sos Juan Guerra?”. Yo dije “sí” y ella dijo “no sé”. Subimos al auto. Estiró una mano y me tocó la cara durante varias cuadras. Yo incliné la cabeza hacia su mano, como si me estuviera dando de comer. “No sé vos, pero yo veo que hay cosas intactas entre nosotros y esas cosas que están intactas son vitales. ¿A dónde vamos? ¿Querés que vayamos a Pizza Banana? Quiero ver a esas mozas que vos ves, así les echo una miradita”. Volvió a recordar el episodio de nuestro tercer aniversario: “Me parece mentira que eso haya pasado. Es el día de hoy que no lo puedo creer”. La interrumpí. Le dije que yo no volvía más al sufrimiento, ni con ella ni con nadie. Ella dijo que quería una felicidad simple pero no sabía cómo hacer para tenerla. Me besó y me dijo: “No quiero que por el nuevo trabajo fumes más, ni que te conviertas en un burócrata. Te lo digo porque si yo no te digo estas cosas no te las va a decir nadie. Ah, y esto: tendríamos que ir cenar adonde estaba Presto. Me dijeron que está mejor que antes. Podríamos invitar a los Amondarain, que hace mucho que no los veo. ¿Preguntan por mí?”. Me besó. “Si no fumaras tanto te daría más besos. ¿No estarás tomando drogas, no?”. Hablamos de plata. Me dijo que este era el año del ahorro, pero cuando dije que quería comprarme una casa me dijo que no quería escuchar eso. Dijo: “Igual yo creo que las cosas nos van salir bien, que solo tenemos que tener un poco de paciencia y ordenar nuestras cabezas por separado. No puedo pensar en nada sin pensar en vos”. Le pregunté qué quería para su cumpleaños. “Quiero que me regales tu amor”. Dijo que hacía un mes que no veía a mi hijo y empezó a llorar. “Estoy pensando en muchas cosas a la vez, cosas mías que estaban mal. Tengo unos diálogos internos terribles”. Salimos abrazados. Frené en la casa pero no apagué el motor ni las luces. Se abalanzó sobre mí: “Los besos no le hacen mal a nadie”. Me dijo que el miércoles me iba a llamar. Nos abrazamos. Por primera vez en meses rocé la piel de su espalda con la mano abierta. Puse primera. Me preguntó si la estaba echando. “¿Vos querés que te eche?”. “Sí, quiero que me eches”.

Lunes 9:

No nos llamamos.

Martes 10:

No nos llamamos.

Miércoles 11:

Llamó. Me preguntó si quería ir al cine. Dijo que nuestra última salida fue de lo más “simpática”. Le contesté que estaba de acuerdo. Dijo que había pedido el día para no trabajar mañana. Me pidió que la llamara a la tarde. Le dije que podíamos ir a la función de las nueve. Me dijo que, si quería, podíamos ir a cenar después. Le dije que sí. Nos despedimos como si estuviéramos juntos.

Jueves 12:

Me dejó un mensaje: que la llamara después de las ocho y media. Llamé. No había llegado. Llamó. Arreglamos para las nueve y media. Tenía un vestido corto. Sentada, se le veían las piernas. Subió al auto, nos dimos un beso y empezó a contarme cosas sobre su tía Marta, que estaba mal, tenía erupciones, estaba deprimida. Me dijo que si ella se lo pedía se iba una semana a Roma a visitarla. No sentí nada cuando lo dijo: ni rencor, ni envidia, ni celos. Nada. Perdí el hilo de la conversación. Cuando lo recuperé ella se estaba riendo. Bajamos. Elogió mi buzo. Me preguntó quién me lo había regalado. Dije: “Una chica”. Entramos a Piano (ex Presto). Nos sentamos. Me dijo que estábamos muy lejos y se cambió de silla. “Vení, mimoso”. Me besó. Dijo: “Tenía ganas de ir al cine y pensé: ‘¿Con quién puedo ir?’ Con mi nenito”. Pidió salmón. Le pregunté si le gustaba que saliéramos a cenar. “Claro”. Me dijo que sabía que yo me iba a poner el buzo que me puse. Le dije que yo no sabía. “Vos no, pero yo sí”. Me contó que estuvo a punto de ponerse la campera de hilo que le regalé en Chile, y que la usó mucho en Catamarca, y que de Catamarca, le parecía, había vuelto un poco más gorda: “¿Te diste cuenta de que hoy me arreglé para salir con vos?”. Me contó las ideas de Marina sobre la maternidad y me preguntó por mi hijo. Lo nombró y su cara pareció brillar. Me dijo que hacía unos días había recordado una noche en que nos peleamos en mi casa y ella se fue sin que yo saliera a buscarla. Le dije que eso no podía ser cierto. Sin embargo, me avergoncé cuando lo dijo. Después de cenar fuimos a ver “En busca del destino”. Linda, muy linda. En el cine me agarró la mano: “Amo esta mano”. La apoyó en sus piernas. Muy suaves. En un momento me incliné sobre el asiento de adelante y sentí sus caricias en la espalda. Me preguntó al oído si estaba bien. Estiró las piernas hacia mi lado y las apoyó sobre las mías. Durante las tres horas que duró la película no dejamos de tocarnos en ningún momento. Fin. Se dio vuelta y me dijo al oído: “Me parece que te estoy perdonando. De a poquito”. La miré y le dije al oído: “Muy bien”. Nos abrazamos. Lloraba, pero dijo que no lloraba por la película. De golpe comenzó a reírse. Le dije que me encantaba que se riera y que no sabía cuánto me alegraba verla así. Me dijo que el sábado quería ir merendar o a cenar a mi casa, según lo que pasara con el cumpleaños de Claudia Anaya. Le dije que le mandara un beso de mi parte. Dijo: “Hace mucho que no voy a tu casa. Casi no me acuerdo cómo es”. Me preguntó si estaba impaciente. Le dije que estaba bien. Nos abrazamos y nos besamos. Me dijo: “Ya no me hacen daño los malos. No me hacen nada”.

Viernes 13:

No nos llamamos.

Sábado 14:

Me dejó un mensaje. La llamé. Me dijo: “Estás totalmente invitado al cumpleaños de Claudia. Quiero que vengas con tu hijo”. Me contó que estuvo mirando fotos de nuestro primer viaje a Uruguay: “Yo era rechiquita, y más flaca; y vos tenías más pelo, qué te pensabas. Voy para allá”. Llegó y se abrazó con mi hijo. Le trajo libros y dos remeras. Entró a mi cuarto. Se sorprendió al ver que saqué sus fotos. “Seguro que me sacaste porque vino alguien, ¿no?”. Me tiré en la cama. Ella se acostó encima de mí y me olió el cuello: “Tu olor es más rico desde que dejaste de fumar”. Me dijo que le hacía muy bien que yo no le preguntara todo el tiempo cómo estaba: “Me encanta eso”. Le pregunté si estaba bien. “Sí, pero todavía falta para la felicidad. Tenemos que desintoxicarnos primero para tratar de volver a estar juntos, si se puede. No hay que cebarse. Yo voy a tratar de llamarte menos esta semana. Además, todavía no somos novios. Igual, me parece que te estoy perdonando: de a poquito. Yo tengo ganas de verte siempre, pero me parece que en estos días nos estuvimos viendo mucho. ¿Por qué no me decís algo que me tranquilice?”. Dije: “Te digo, tenés que ser más simple y dejar de medir todo: esto es aquello, aquello es esto otro. Sos muy complicada”. “Vos me hiciste complicada. Yo no era así. La culpa es tuya. ¿Vas a venir el sábado al cumpleaños de papá? ¿Te parece que estoy loca?”. Dijo que había que ir “despacito” porque ya habíamos sufrido mucho. Se tiró encima de mí otra vez: “Yo no estoy segura de lo que me pasa, por eso tengo miedo. ¿Te hace mal salir así, de amigos? A mí me hace muy bien, pero ¿te jodo mucho a vos? No. No te jodo mucho”.

La llamé: “¿Estás lista? Mirá que nosotros ya salimos”. Llegamos a Pizza Banana y nos sentamos uno frente al otro. Después de unos minutos en los que la vi dudar, me agarró la mano y me acarició el brazo. Les contó a las chicas que la saqué del portarretratos y puse la foto del perro. Me dijo al oído: “Sos malo”. Un poco más tarde me dijo: “¿Estás con alguien? Si es cierto, quiero que la eches”. En casa acosté a mi hijo y ella lo besó en la frente. En la mesa del comedor estaba la carta que me había mandado Sandro Alonso. Le dije que nos invitaba a Buzios. Me miró: “Bueno, por ahí podemos ir en el verano, ¿no?”. Le dije que se sentara en mis piernas. Apenas se sentó me dijo: “¿Me pedís un auto? Me gustó esta noche. Necesitaba una reunión. Te voy a llamar el fin de semana para ir al cumpleaños de papá. Pero te prometo que en la semana no te llamo”. Antes de irse le dejó una carta a mi hijo: “Después de que te dormiste, tu papá fumó cinco cigarrillos. Te quiero. B.”.

Domingo 15:

La llamé. Le pregunté si en su casa estaban mi pantalón azul y mi camisa celeste. “Llamame mañana a la mañana y los pasás a buscar. Tratá de que no sea a las ocho”. “Chau, lindo”. “Chau, linda”.

Lunes 16:

Me dijo que fuera a buscar mi ropa al placar. Le pregunté si quería que la llevara al centro. Tímidamente, dijo que no. Le volví a preguntar: “A mí me mirás cuando te pregunto algo”. Se dio vuelta, me miró y me dijo: “¡Noooo...!”. Nos fuimos. Me dijo que el viernes o el sábado iba a ir a lo del padre, y que me iba a avisar para que fuéramos juntos. Me dio un beso, se bajó del auto y me pidió que bajara la ventanilla. Metió la cabeza en el auto y me dijo al oído: “Te quiero, mi amor”.

La llamé al trabajo. Le dije: “No te hubiera llamado si no fuera que acabo de estrenar oficina y trabajo”. Dijo: “Ay..., nooo...”, y empezó a llorar. Le hice burla y le dije que la quería. Me dijo: “Yo también, un poquito: lo mínimo e indispensable”. Me dijo que el fin de semana íbamos a ir a festejarlo. De repente cambió el tono: “¿A la noche va a haber alguna cena? ¿María Bertero ya estuvo en la oficina? ¿Vas a tener secretarias?”. No le contesté. Me dijo: “¿Sabías que Marcela Banfi va a tener un hijo? No se puede creer. Cómo andan rondando, ¿no?”. Le dije: “Habrá que cuidarse”. Dijo: “¡A mí me lo vas a decir!”.

Martes 17:

La llamé al trabajo. No le gustó. Le conté que en un sorteo había ganado una estadía de una semana en Pinamar, con todo pago, salvo unos gastos mínimos que había que pagar con tarjeta. Dije: “No me llegó la renovación y es con tarjeta sí o sí. ¿Me prestás la tuya?”. Me dijo que sí, que iba a pedir permiso en el trabajo para salir un rato: “¿Con quién vas a ir?, ¿qué me vas a dar por el favor? Si es más adelante yo los podría acompañar”. Antes de cortar dijo: “Chau, mi amor. Te quiero”.

Miércoles 18:

La llamé y le dije que me perdonara pero que no iba a pasar a buscarla porque había tenido un día infernal. El trabajo nuevo. Me reprochó que no la hubiera llamado antes. Le pedí disculpas. Dijo: “No, no. Vos tendrías que haber considerado que yo estaba trabajando, y que pedí salir para hacerte un favor. ¿Sabés qué? No hice nada en toda la tarde, con lo cual quedé como una ventajera”. Le dije que no creía que nadie pensara eso de ella. “Perdoname, pero si soy o parezco una ventajera en mi trabajo es asunto mío. Lo que veo es que querés seguir usando mi tiempo como si fuera tuyo, ¿no? No te importa nada. Total... A ver, ¿qué te pasó?, si se puede saber”. Le dije que había tenido la primera reunión importante con Susana Bullrich y que no había podido salir ni avisarle, de lo contrario lo hubiera hecho, y que me estaba instalando en la oficina y viendo a quién llevaba de secretaria: “Creo que al final voy a llamar a Teresa Garro. Me parece que Tere es cconfiable y...”. “¡¿Quién?! ¿Perdón? ¡¿Teresa Garro?! ¿Me estás cargando? ¿Desde cuándo es ‘Tere’? No te entiendo. ¿Vas a llevar a Teresa Garro, esa puta que te deja mensajes en el teléfono como si no supiera que estás conmigo? ¿Te olvidaste que lo hizo sufrir como un perro a Mariano?”. Le dije que fue él quien me lo pidió. Dijo: “Yo pensaba que ibas a llevar a tu gente. No lo puedo creer. Bueno, sí que lo creo. De vos creo cualquier cosa. ¿Qué pasa? ¿Te querés llevar una puta al trabajo? ¿Te gusta, no? ¿Te la querés coger? ¿Por eso la llevás? Pensé que habías cambiado”. No me dejaba hablar. Traté de decirle que habíamos estado muy bien últimamente como para que reaccionara de esa forma. Dijo: “Sí, muy bien hasta ahora que estamos muy mal. La verdad es que no sé para qué me meto si no me importa”. Le dije que no parecía que no le importara. “Y a mí me parece que vos sos un hijo de remil putas”. Y colgó.

Volví a llamarla. Seguía violenta: “¿Pero quién es esa mina?, ¿de dónde salió? Yo no quiero sufrir; y la verdad es que lo lamento porque todo estaba saliendo bastante bien. Vos debés pensar que ya me olvidé de los mensajes que te dejó en tu casa, con esa voz de puta relajada: ‘Hola Juaniiii..., estuve viendo fotos tuyas y me acordé tanto de voooos... Tenés que venir a visitarme, yo te cocino lo que quieras...’. No me olvidé de nada: me pareció que lo había olvidado. Nunca me lo aclaraste del todo. Y ahora la llevás porque me conocés mejor que nadie y sabés lastimarme. Cada vez que te toca defenderme, no lo hacés. Nunca lo hacés. ¿La querés llevar?, ¿eso querés? Si eso es lo que querés, la mato ¿O acaso no tengo derecho a protestar?”. Le dije que si estaba celosa lo reconociera. Dijo: “Sí, lo reconozco, pero también tengo todos los argumentos para explicarte por qué no la tenés que llevar. Ahora: llevala, si querés: nunca te voy a llamar ahí, y nunca te voy a ir a visitar”.

Jueves 19:

No nos llamamos

Viernes 20:

Fui al cumpleaños del padre. Estaba agresiva pero tenía buen humor. “Qué fácil que sería para todos nosotros si vos fueras menos malo”. Estuvimos menos de una hora. Saludamos y nos fuimos. Me dijo que el encuentro no habrá estado a la altura de los últimos, pero que no estuvo mal. Dijo: “¿Te gustó que hayamos hecho un poco de familia? Claro, sí que te gustó. ¿Por qué vas por acá? No me gusta este camino. Es peligroso. ¿Cuándo nos vamos a ver? ¿Me vas a llamar esta semana para pedirme algo? El sábado es mi cumpleaños, ¿te vas a acordar? ¿Me vas a llamar? Me muero si no me llamás”. Frené en la puerta de su casa. Me preguntó si iba a salir: “Sí”. Dijo: “Bueno, salí pero no fumes. ¿Estás bien?”. Me tocó la pierna varias veces y se me echó encima. Dijo: “Estás suave”. La besé. Se resistió un poco. La miré y encendí el motor. Se acercó y comenzó a besarme; abría suavemente la boca y sacaba la lengua muy despacio. Le dije: “Bajate”. Se rio, bajó del auto y me saludó con la mano desde la puerta.

Sábado 21:

No nos llamamos.

Domingo 22:

No nos llamamos.

Lunes 23:

La vi pasar a la mañana por el bar Los Naranjos. Yo estaba desayunando con mi hijo. La llamé y se sentó con nosotros. Mi hijo la invitó a jugar al ahorcado en una servilleta de papel. Me preguntó qué había hecho el fin de semana y le conté que estuve a punto de invitarla a una fiesta de disfraces en una quinta a la que había ido con unos amigos nuevos. Le conté que fue un desastre y que todo el mundo había terminado en la pileta y que duró hasta las nueve de la mañana. No le gustó. Nos separamos en la calle.

La llamé al mediodía para invitarla a almorzar. Estaba enojada. Dijo algo sobre la forma en que le conté lo de la fiesta. Me dijo que entre nosotros estaba en juego “todo”, y que tal vez yo no me daba cuenta de eso. Siguió enojada, pero después dijo que no le hiciera caso, que había estado un poco deprimida: “Debe ser por mi cumpleaños. Además hoy a la mañana me llamaste en la calle pero después parecías arrepentido. Yo no estoy bien. Estoy mal, porque quiero estar con vos y no puedo. El fin de semana me dieron ganas de llamarte, pero no te llamé porque no me pareció justo”. Le dije que siempre detrás de ella había una defensa del equilibrio, de las proporciones, de la justicia. Dijo: “Te extraño. Estuve muy mal cuando discutimos por Teresa, esa puta tarada que te quiere coger. Porque vos sabés que te quiere recoger, ¿no? Yo fui la que escuchó el mensaje en el contestador. Parecía que se estaba pajeando. ‘Tere’: putita de mierda. Si no te llamo es porque pienso que vas a pedirme cosas que no te puedo dar, cosas... del cuerpo”. Antes de colgar dijo: “Chau mi amor”. Y yo dije para mí: “La tengo que dejar, la tengo que dejar, la tengo que dejar...”.

La llamé al trabajo porque Gonzalo necesitaba mandarme unos papeles desde Constitución y ella estaba cerca. Me dijo que me los traía pero que no sabía a qué hora iba a volver. Dijo que iba a ir al cine. Le dije que me gustaría ir con ella: “A mí también, pero hoy no”. Le pregunté si estaba viéndose con alguien: “No digas pavadas. ¿Estoy saliendo con alguien porque voy al cine? Estuve todo el fin de semana encerrada. Otro día vamos. Si estás apurado podés ir con ‘Tere’”.

Más tarde me dejó un mensaje: “Te espero mañana a la mañana con el Nesquik listo, hermoso. Besitos. Dale, así nos hacemos amigos”.

Martes 24:

Pasé a las ocho y media de la mañana. Me preparó el desayuno y nos fuimos al sillón. Me contó una historia sobre un arquitecto francés. La había leído en el diario. El cuento era bueno. Vi que mientras hablaba pronunciaba, cada tanto la pregunta “¿sí?”. Era algo nuevo. En realidad, desde que nos separamos comenzó a hablar de otra manera. Había palabras que ya no pronunciaba y otras, nuevas, que usaba con frecuencia. Hacía mucho tiempo que no la escuchaba contarme algo con entusiasmo. Me gustó oírla. Estaba con la cabeza apoyada en mis piernas y yo le tocaba el cuello y la cara, y luego la espalda. Yo ya no soportaba la eterna convalecencia del final del amor que nos convertía en pacientes y médicos al mismo tiempo, atendiéndonos mutuamente a cuatro manos. Me preguntó por mamá y le conté lo de la llamada de la noche anterior. Dijo: “Cuando yo ocupe otra vez mi lugar le voy a decir algunas cositas”. De golpe cambió de tema: “Si todo nos sale bien, podemos llevar al mar a tu sobrino. A tu hijo le vendría bárbaro, y a nosotros también”. Quedamos en que al día siguiente iríamos los tres a Calabria a festejar su cumpleaños. Le pedí que me mostrara las fotos de Valparaíso. Las miramos. Dijo: “¿Querés llevarte algunas?”. Le dije que no. Nos abrazamos. Me preguntó cuándo iba a llamarla. Le dije: “A la brevedad”. Me fui, pero la puerta del pasillo estaba cerrada. Vino a abrirme. Me dijo que no me hiciera el misterioso. Nos dimos otro beso. Me reí. Dijo: “¿Te reís de mí? ¿Qué, tengo monos en la cara?”. Me fui. Y me dije: “Esto se acaba acá”.

El espectáculo del tiempo
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