1993
No había nubes en el cielo. La inmovilidad de la hierba en las banquinas y el efecto de postración de las vacas pastando traían presagios negativos. Solo las mariposas reventándose contra el parabrisas le daban un poco de vida al viaje. La llegada fue falsa porque estaba recordando, viviendo en un pasado al que todavía no entraba el viaje que se terminaba.
Entré a la clínica y vi a mamá al fondo del pasillo. Por la forma en que temblaba noté cómo estaba sufriendo y la abracé. Nuestra intimidad corporal, rota por los años, regresó por un momento a su origen. La voz de un médico nos separó pero mamá me tomó de la mano para que entrara con ella a la habitación. Marcos Rosselli dormía —moría— conectado a un respirador, y la misma luz que me había acompañado en la ruta entraba como un líquido blanco por las ventanas.
El cuerpo de Rosselli subía y bajaba cubierto por las sábanas, y todas mis ideas acerca de la muerte como un hecho de violencia comenzaron a perder fuerza en medio de esa suavidad ritual. El médico desconectó el respirador. Entonces se oyó un ronquido escapándose de Rosselli, una música desafinada o mejor dicho un sonido de afinación, como de cuerdas ajustándose (me dije: ¡su biografía!) y, luego, la carne volviéndose piedra.
En la mesa de luz había unos papeles escritos por mamá en una vigilia de dos años que por fin terminaba: “Marcuchi de mi alma: el dolor por tu partida no será más grandes que la felicidad del reencuentro. Dios te lleva por compasión. Eso quiero creer. Estos años fueron tan hermosos para mí, y ya no vuelven. Hasta pronto, amorcito. Tu Alicia”.