1994

Bárbara se despertó en casa y escribió en mi computadora:

El sueño de anoche:

Al principio yo tenía un bebé en brazos, y le sacaban fotos. El bebé tenía unos diez o doce meses, era gordito y se parecía a mi hermano cuando era chiquito, o a tu hijo; era una mezcla de los dos. Mi hermano tuvo, como tu hijo —como tenía el bebé del sueño—, el pelo cortado con taza, con un flequillo espeso cayéndole sobre la frente. Yo estaba un rato sosteniendo al bebé mientras un fotógrafo y una productora de modas —una mujer flaca y estúpida como la productora de modas que aparece en televisión— le sacaban fotos. Al final me lo llevaba a una casa de deportes a comprarle una camiseta de Argentina para las fotos. Después yo aparecía en una casa grande. Estaba en el piso de arriba, en mi dormitorio (una especie de cuarto de hotel con pisos de madera, puertas enormes y baño privado), preparándome para bañarme y vos entrabas para decirme que, como la mamá de tu hijo había salido, tenías que bañarlo vos, y me pedías que bajara a ayudarte. Al parecer, todos vivíamos en la misma casa. Yo bajaba y encontraba a tu hijo ya metido en la bañadera, en el antebaño de un lugar espacioso, en cuya puerta estaba sentada tu abuela Juana, que en este caso era flaca y se había sentado a mirar. Yo empezaba a enjabonarlo, le lavaba la cabeza y jugábamos mientras conversaba con vos, que estabas haciendo algo en la habitación de al lado (¿la cena?). La puerta del antebaño estaba abierta, pero no la que la separaba del baño. Cuando yo casi había terminado, esa puerta se abría y se asomaba la madre de tu hijo, que había estado escondida ahí todo ese tiempo para escuchar lo que vos y tu hijo y yo hablábamos. Y yo pensaba: “¿Cómo? ¿Estuvo ahí escondida? Es mentira que salió”. Y me daba mucha bronca y lo dejaba a él medio envuelto en el toallón y me iba corriendo escaleras arriba a encerrarme en mi cuarto. Yo sabía que vos le ibas a reprochar la mentira y que iban a discutir. Al final (este último episodio fue el más largo de todos) yo volvía de algún lado con vos. Y te decía: “Yo me voy para mi casa. ¿Vos qué hacés?”. Y me contestabas que te ibas para la casa de Fulanita. Decías un nombre que no puedo recordar, un nombre cuyas únicas vocales eran la i y la a. Sonaba como Ivana o Marina. Y también me decías que después me llamabas. Entonces yo me tomaba un micro y durante el viaje, no sé por qué, me iba dando cuenta de que me engañabas con esa chica —yo no la conocía, pero sabía que era muy joven—, de que también salías con ella y de que yo había sido muy tonta al no haberme dado cuenta antes. De pronto, la certeza del engaño se me hacía insoportable y me ponía a llorar. Pensé en una palabra en inglés, realize, que quiere decir darse cuenta, comprender algo de repente. Me pasaba eso. Los pasajeros del colectivo se daban vuelta para verme llorar y me daba mucha vergüenza. Y entonces, no sé cómo, tenía un teléfono en la mano y llamaba a tu trabajo, para pedirle a alguien el teléfono de esa chica. Mientras hablaba, la gente no dejaba de mirarme y yo no dejaba de llorar. Me atendía uno de tus compañeros de trabajo, un hombre al que yo no conocía pero que sin embargo sabía quién era yo. Y también sabía quién era la chica con la que estabas. El número de teléfono que me pasaba (y que yo anotaba en un papel cualquiera con una birome que me prestaba el hombre que estaba sentado en el asiento de adelante) empezaba con 3: el número del engaño amoroso; y el de la familia. Cuando yo colgaba, el teléfono desaparecía y el colectivo se acercaba a la terminal. Vos te veías con esa chica; recién entonces yo me enteraba de algo que aparentemente todos, incluso gente para mí desconocida, sabían. Me sentía humillada y herida, y el dolor era tan fuerte que no podía parar de llorar. Lloraba con gemidos y con hipos, y me molestaba que me mirasen. Decidí bajarme y llamarte desde el locutorio de la Terminal de Retiro. No sabía qué te iba a decir, pero tenía que hablar con vos cuanto antes. La Terminal era mucho más oscura y húmeda que en la realidad. Estaba llena de gente con valijas que esperaba o bajaba y subía de los micros, y a un costado, sobre una especie de playón asfaltado, un predio enorme que parecía un estacionamiento, se había instalado un circo. La carpa estaba cerrada porque a esa hora (serían las tres de la tarde) no había función, y los artistas y los animales cruzaban la terminal mezclándose con los pasajeros. Veía pasar un caballo que arrastraba, atados de la cola, los cuartos traseros de otro caballo. El primero, el caballo completo, trotaba, y el segundo también, aunque estaba muerto. Eran dos patas y una cola trotando como si tuvieran vida propia. Veía pasar a varias mujeres vestidas como gitanas; a un potrillo atado a un camello atado a un caballo montado por una de esas mujeres atado a un león y a un hombre de a pie con un látigo que parecía conducir la caravana; y a un elefante de proporciones humanas, que caminaba en dos patas y tenía dos trompas. Yo cruzaba entre esos seres prodigiosos, asombrada y sin dejar de llorar, y entraba al locutorio. Sacaba un número y me ponía en la cola. Había como veinte personas delante de mí. Yo tenía en la mano el papelito con el teléfono de la casa de esa chica, y pensaba en qué te iba a decir cuando me atendieras. No lo sabía, pero tenía la sensación de que las cosas eran irremediables. Era la catástrofe, no había forma de arreglar nada, vos y yo no nos íbamos a volver a ver. La gente me veía llorar.

Fin

El espectáculo del tiempo
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