2001

“Lo que pasa es que Laura sufrió mucho con el aborto, y no sé si no fue a partir de ahí que empezó a volverse más silenciosa y más triste. Más loca, te diría”. Lorenzo Costa escuchó a la hermana de Laura Vázquez, Marcela Vázquez, y quedó petrificado con un gesto indescriptible (posiblemente nuevo para la especie) que no era el de una persona muerta, pero tampoco el de una persona que estuviera viva del todo. ¿Aborto?, ¿sufrimiento?, ¿silenciosa?, ¿loca? “No tendrías que haberla dejado abortar. Si lo hubieras impedido, tal vez estaría viva, cuidando a su hijo. A tu hijo”.

La voz de Marcela se cerró de golpe, pero el silencio posterior que cayó sobre Lorenzo formaba parte del mismo reproche, le daba un panorama desértico al encuentro y exigía una reflexión en la que Lorenzo debía incurrir para disculparse. ¿Disculparse de qué? El esfuerzo descomunal que hacía para no revelarle a Marcela que desconocía el episodio creó un malentendido tan grande que borró la posibilidad de no saber: era él, justamente, quien tenía que saber todo. Por suerte existía la apariencia, que organizaba como realidad las cosas no acaecidas, y le daba al silencio de Lorenzo un sentido de abstención que solo podía surgir del remordimiento falso del que estaba obligado a regresar para ajustar cuentas con su propia conciencia; hasta que ese silencio, limitado en la monotonía de su abundancia, pero ilimitado en su intriga, dejó un vacío que solo podía remontarse con palabras.

Entonces dijo que tenía negado el episodio del aborto porque el dolor lo había hecho desaparecer; que no soñaba con eso ni lo asociaba con nada, ni siquiera con otros abortos. Era, simplemente, una experiencia anulada: “Lo tengo borrado. Es todo lo que te puedo decir”. La hermana de Laura lo miró a los ojos: “¿No te acordás de nada? ¿Ni cuando lo ves a Jaime? Perdoname, Loro, pero no te creo”.

Lorenzo dejó seis mensajes en el contestador de Jaime Mascetti y, finalmente, fue a su casa. Jaime estaba haciéndole la cena a su hijo, un risotto express: se rehogaba el arroz en una película de manteca, se echaba agua fría y un preparado en polvo y se resolvía el asunto en diez minutos. El resultado era un plato de tradiciones lentas y detallistas hecho sin tiempo, pero con la participación incomprensible de algo que bien podía ser la magia (eran solo los atajos de la industria alimenticia que tendía cada vez más a la precocción).

Jaime Mascetti saludó a Lorenzo de un modo lleno de confianzas corporales apenas ensombrecidas por el recuerdo de esas llamadas insistentes. El hijo de Mascetti saltó a sus brazos, y allí Jaime detectó un problema: Lorenzo había subido y bajado al niño en apenas un segundo, un tiempo muy inferior al acostumbrado. Habitualmente lo hacía girar varias veces sobre su cuello con un movimiento de acrobacia que llevaba peligros fingidos y en el que se asentaba el estilo filial de la relación. “¿Pasa algo?”. Lorenzo habló sin mirarlo: “No, no, coman. Después charlamos”.

Cuando el niño se durmió se insultaron a media voz para no despertarlo. No se golpearon porque los golpes les hubiesen impedido ejercer la plenitud dañina del lenguaje una vez que, desatado de las convenciones del engaño y la cordialidad para las que había sido inventado, parecía orientarse hacia algún tipo de verdad. La pelea corporal no hubiese sido una pelea sino una metáfora de pelea, por eso la evitaron. Lorenzo tomó la iniciativa, y lo hizo empujado por la ansiedad, sin una estrategia al menos pasajera de inhibición, cargando el aire de fuerza estática y violencia real: “¿Por qué no me lo dijiste? ¿Qué pensabas?, ¿que nunca me iba a enterar? Sos un hijo de mil putas, un traidor hijo de puta. Te la cogiste, ¿no? Te estoy preguntando algo: contestame. ¿Te la cogiste o no te la cogiste? Te la cogiste. No pongas esa cara de pelotudo y contestá, y mirame. ¡Cagón!”. La voz de Lorenzo hizo una pausa. Solo la voz, como si el paso del combustible nuclear que la inflamaba se hubiera interrumpido por una milésima de segundo. Pero las palabras siguieron viajando en su vector infernal, un vector ultrasónico de odio que volvió a acelerarse. El living de Jaime comenzó a desaparecer apenas sus cosas se volvieron innecesarias bajo el griterío. Las reproducciones a escala natural de un cuadro de Kandinsky y otro de Miró, intercambiables si se invertían las firmas, resplandecientes menos en sus imágenes que en los marcos dorados que los atrapaban y que Jaime, según le dijo una vez a Lorenzo, había sacado del consultorio porque no podía vivir sin ellos, tampoco estaban ya en la escena. La conversación se daba como un terremoto en el desierto, en el que dos hombres se enfrentaban como animales, con la salvedad casi imperceptible de que lo hacían hablando.

Jaime respiró hondo: “¿Ya está?, ¿eso es todo lo que tenés para decir?”. Lorenzo, que no había fumado nunca, sintió de repente la necesidad biológica de hacerlo. En realidad, esa necesidad era la de matar el tiempo de la pausa que Jaime había hecho entre una pregunta y otra. “Mirá Loro, yo no me cogí a Laura. Vos estás mal de la cabeza. No sé si entendés que soy tu amigo; y si no hablé con vos fue porque ella me dijo que no te mencionara el tema si vos no lo sacabas. A ver si lo entendés. Pensé que te había dado vergüenza hablarlo conmigo. Tanto hinchaste las pelotas con tener un hijo que por ahí pensaste que si me decías que querían abortar yo te iba a decir algo. No sé, es lo único que se me ocurre decir. Lo primero que le pregunté a Laura fue cómo estabas vos, y me dijo que estabas bien, pero que no te sacara el tema. Eso me dijo: ‘Prometeme por él que no vas sacarle el tema’. ¿Qué querías que hiciera? Además, pensé que un día me lo ibas a contar. Si yo hubiera pasado por una situación así te lo hubiera dicho”.

Un silencio verdadero, de abismo, de océano (el ruido de los autos que se filtraba por la ventana era la parte visible del silencio), se hizo presente acompañado por la necesidad de romperlo como fuese posible: con un carraspeo, una tos, un suspiro, el ruido de un objeto golpeando contra otro. Lorenzo intervino: “Pero ¿cómo que estuvo embarazada? No lo puedo creer. ¿Viste el feto?”. Jaime se sobresaltó como si se despertara de una pesadilla para pasar a otra un poco peor. Lorenzo siguió, movido menos por un deseo de saber que por un deseo de dolor, al que volvía constantemente desde que Laura había muerto porque solo así mantenía vivo su recuerdo: “¿Lo viste o no lo viste? ¿Se parecía a mí? ¿Era una nena?”.

El espectáculo del tiempo
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