2006
Los contamos: eran casi cien Porsches que tomaron por 9 de Julio hacia el río y giraron a la izquierda. El semáforo se cerró en mitad de la caravana, pero un policía detuvo el tránsito para que la fila no se cortara. Entendió que la continuidad era lo que le daba sentido al espectáculo y prestó su colaboración sin pensarlo, como si se tratara de una emergencia. Los automovilistas comunes de la avenida lo insultaron a coro pero él se desentendió del tema. Para su protocolo personal de control el deber consistía en dejar fluir lo extraordinario, como si el orden marciano que imponían esas máquinas inútiles fuese un derecho nuevo: el derecho a la extravagancia, que la policía también estaba obligada a proteger (y no estaba mal orientada: era una derivación natural de la defensa de la propiedad).
Los Porsches subieron a los camiones estacionados en una cabecera de Aeroparque. Los camioneros escucharon las recomendaciones de los dueños, en las que se mezclaban la angustia de delegar la custodia de sus joyas ambulantes con comentarios resentidos sobre la Ferrari Enzo, el Lamborghini Gallardo y el Rolls Royce Phantom, competidores directos de sus juguetitos. La preocupación de los millonarios, que era la de una persona en el momento de internar a un hermano, se hacía más visible cuando las conversaciones se interrumpían con los silbidos de las turbinas y quedaban con la mirada perdida en la panza de los aviones que decolaban lentamente, mientras se comían las uñas y experimentaban la orfandad de la que, en alguna medida, disfrutaban por lo novedosa.
Los autos fueron a Mendoza por tierra y los millonarios, en avión. Se alojaron en el Viejo Hotel Plaza y pasaron la noche esperando noticias de la ruta. Iban de la conserjería al lobby, del lobby a las terrazas, de las terrazas a las habitaciones y de las habitaciones al spa —el hotel se había convertido en una convención de nómades que vagaban en círculos—, en el que varios de ellos conversaban sobre el paradero imaginario de los autos para después entrar en detalles y competir entre sí, como maniáticos, sobre las fichas técnicas de sus máquinas que se sabían de memoria, en el caso de los más viejos una memoria agujereada por los bombardeos de la amnesia.
Un enviado de la revista RPM Sport, al que los pilotos habían invitado para tener un testimonio de su aventura —ellos vivían una vida de sueños cumplidos, pero no sabían contarla—, entró al spa y oyó las conversaciones, un tráfico caótico de monólogos sobre divagaciones porscheológicas y silencios repentinos que cada tanto dejaban las charlas al borde de la interrupción. Solo al borde. No había posibilidades materiales para obtener el silencio total que, considerado un elemento de inquietud no aconsejable en los momentos de relax, la inteligencia del hotel lo erradicaba con una música horrible pero efectiva.
El periodista comprobó la eficacia de esa maniobra cuando vio salir del sauna al millonario Raúl Constantino con la cara rosácea, como si lo hubieran hervido, por delante de una nube blanca de vapor que lo seguía, lo alcanzaba y luego lo amortajaba buscando desesperadamente el frío. Apenas Constantino traspuso la puerta en cuyo ojo de buey se había anunciado su presencia, primero como una foto de pasaporte y, luego, como un fantasma plastificado con geles transparentes que se deslizaba sin que pudiese ser visto con claridad (las olas de vapor lo borraban cada tanto, con lo que el fantasma cumplía su función de entidad intermitente o entrevista), les pidió a quienes estaban en el hidromasaje que por favor detuvieran un instante los motores para escuchar la música ambiental: “Che, viejo, háganme la gauchada. ¿Me apagan un minuto?”.
La razón de ser del Viejo Hotel Plaza —naturalizar el confort poniendo en marcha una maquinaria infernal de diplomacia, obsecuencia y control subrepticio de pasajeros— llegaba a uno de sus extremos formales con la música que Constantino deseaba escuchar para sentir que sus millones enterrados en paraísos fiscales no habían surgido del mundo de los negocios ni de la suerte ni del mérito personal, sino de algo más profundo: de una aristocracia biológica que lo relacionaba de manera natural con el dinero. Que hubiera nacido pobre no significaba nada, o significaba que dentro de ese niño pobre ya latía el millonario que iba a ser. Esos hoteles no eran para él lugares de paso sino el hábitat donde dos naturalezas, la del hotel como oasis y la de él como ciudadano autóctono del privilegio, se encontraban y se daban la mano.
La música que hacía inclinar su cabeza de self made man con satisfacción coreográfica y vagos riesgos vertebrales era un fondo de melodías de Oriente basadas en secuencias de gongs electrónicos, sobre los que se montaba el canto lejano de unos pájaros que, por la agresividad que el efecto de lejanía no alcanzaba a ocultar, debían ser ejemplares de rapiña, pajarracos de altura o de costa llamando a la masacre de especies inferiores mediante sus insoportables bocinas de combate. “Esto es extraordinario, viejo”, dijo Constantino. “Yo te puedo asegurar que estuve en China y no te puedo explicar la tranquilidad que hay ahí. Es una cultura milenaria. Igual que la de la India. Con grandes pensadores, como Confucio: ‘Una imagen vale más que mil palabras’. Y la paciencia que tienen para todo. Los tipos son señores, viejo. Por algo es un gigante de la economía”.
El gerente del Viejo Hotel Plaza les dio la bienvenida a los participantes del Rally Porsche de la Cordillera, una farsa de competencia en la que no ganaba ni perdía nadie. Lo hizo en una lengua empujada por el idioma español pero rociada, quizás manchada, por una variedad de acentos extranjeros. Las mozas cruzaban el Salón de los Espejos en líneas rectas como muñecas radiocontroladas, ofreciendo bocados microscópicos. Los millonarios abrían sus bocas de par en par y boqueando se lanzaban hacia el stand de agua mineral; y una vez saciados se apoyaban en el mostrador, desplegando una simpatía anacrónica ante las promotoras que, sometidas a una segunda esclavitud —la de ser el público cautivo de esa manga de pelotudos— sonreían por cortesía pero nunca le encontraban la gracia a los chistes, fuese porque no los entendían o porque, pese a todo, estaban demasiado pendientes de la tentación de lujuria que irradiaban.
A la mañana llegaron los camiones y los Porsches se alinearon frente al hotel. Los chicos de la calle que se acercaron a verlos terminaron limpiándolos. Traían baldes que cargaban en las fuentes de la plaza que un siglo antes había sido parte de los jardines del hotel (cuando el hotel fue una mansión) y baldeaban las carrocerías con la seriedad de una misión industrial. ¿Eran niños marginales o una nueva clase obrera encargada de operaciones laborales al voleo? Como si el acto de trabajar hubiera tomado la forma del acto de asaltar, los millonarios no alcanzaron a aceptar el servicio, ni a vetarlo, que los chicos ya los habían rodeado pidiéndoles una propina.
Constantino picó en punta para dejar en claro que tenía la mejor máquina de la caravana (un Carrera 911 último modelo) y que, además, sabía llevarla en la ciudad de un modo frenético, algo que no se recomendaba pero que a él, con más de setenta años, lo hacía acreedor de una de las pocas propiedades que le faltaba: la potencia física. El espíritu juvenil era en cierto modo una segunda juventud que Constantino sabía llevar bajo el amparo de algunas decisiones sabias, como la de no teñirse las canas y aceptar el último modelo de zapatillas Puma, los jeans ligeramente nevados y las remeras de piqué de colores fluo, un set juvenilista que ningún joven de la caravana usaba, salvo los herederos obsesionados con la imitación de sus padres que, a la vez, imitaban a sus hijos mientras rodaba la rueda de las apariencias. Pero había algo que le daba un aire de juventud genuina, tal vez lo único de él que se mantenía joven: su forma de caminar flexible, vital y obediente al patrón del dandy que camina sin que se note que camina, como si flotara sobre un colchón de aire, borrando el carácter laboral o indígena de la caminata —en el hombre que camina hay un hombre antiguo que caza o que huye— para dejar en su lugar la idea de un deslizamiento.
Los autos tomaron un camino regional a una velocidad de desfile en la que casi no se oían los ruidos de los motores, excepto el del auto número 23, que trabajaba en siete cilindros. Se reagruparon en una estación de servicio de Uspallata y siguieron hacia el circuito de alta montaña. La ruta seguía una línea paralela al río Mendoza, alimentado por hilos delgados de agua fría —astillas de vidrio casi— que brotaban de los manantiales como si la montaña, inflada de agua, se hubiera pinchado en mil puntos. Las lenguas de espuma se alzaban sobre los cantos rodados y atravesaban los valles. A un lado del camino apareció el Aconcagua como un gigante que se viera de espaldas, encogido, y como apañado por unas nubes frías y pesadas. Surgieron curvas en espiral y los autos se hundieron en el interior de la montaña. Regresaron a la luz y tomaron una subida que daba a una curva cerrada, tan cerrada que vista desde arriba no era una curva sino una rampa que apuntaba hacia el abismo. Una camioneta Mitsubishi verde oliva, que había despertado recelos en la caravana por su modo insolente de infiltrarse entre los Porsches, se acomodó para adelantar a Constantino, quien en ese instante conversaba con el periodista, o más bien imponía sus impresiones sobre la naturaleza que contemplaba: “¡Esto es una belleza! Esto es incomparable. No tiene contra. Decime si no es una postal”.
¿Por qué teniendo una verdad física al alcance de la mano necesitaba reducirla a su representación más ordinaria? ¿Por qué pensaba que la Cordillera de los Andes debía entrar, justo en el momento en que se alzaba como realidad, a una versión microscópica y mecánica de su grandeza? Si a algo no se parecía esa cadena de piedras inconcebibles, en la que los pilotos se internaban sintiendo el vértigo asfixiante de su verticalidad, era a una postal. De hecho, al entreverla de frente desde el cruce de Uspallata ya se había anulado la posibilidad de describirla. Entonces ¿por qué Constantino creía encontrar un beneficio —el beneficio imaginario de la precisión— al emplear una metáfora boba que tanto podía valer para aludir al Aconcagua como a la Torre de Pisa, el Central Park o la Ópera de Sydney? El periodista hizo un comentario mental después de morderse la lengua: “Ay, ¡por favor!, callate la boca, pelotudo. No te aguanto más. ¿Por qué no cerrás el ojete y seguís manejando”; y en ese momento, en el que Constantino percibió la sonrisa de autocensura de su acompañante como un mensaje de admiración, la camioneta verde asomó su trompa y se lanzó cuesta arriba.
Constantino vio que la máquina fantasma no reaccionaba y bajó la velocidad para que ganara terreno respecto de los dos camiones de carga que iban prácticamente pegados delante del Carrera. La camioneta pasó al primero metro a metro y, al segundo, centímetro a centímetro; pero cuando debió surgir el alivio algo falló, escupió litros de aceite por el caño de escape, se desinfló y quedó a la par de la cabina del segundo camión, en bajada y con un camión de frente cargado con rollos de acero. Pensándolo bien, Constantino no estaba tan equivocado. Aludir a la postal como la única memoria posible de un paisaje —incluso como su única realidad— podía ser, por qué no, de alguna utilidad práctica, sobre todo porque esas montañas enormes ya habían pasado y estaban perdiéndose como postales en los espejos térmicos del Porsche.
El millonario sentía varias emociones juntas, traducidas a un idioma de epigramas: “Todas las imágenes se borran. La imagen que ahora tengo de la Cordillera se va a borrar. Y también la que tienen de mí los que todavía no llegaron a esta curva y ven la cola de mi súper 911. El tiempo es una línea de imágenes que pasan. Mi dinero hace que las imágenes sean muchas y pasen rápido. Y esta bestia se va a matar. ¿Qué hago?”. La Mitsubishi, ante el fondo de montañas que la realzaban en una imagen de misión militar, quedó suspendida y entregada al impacto inevitable del camión con acoplado que bajaba festejando la bendición de la inercia. Como único aviso del desastre recibió dos golpes cortantes de luces altas que, en las circunstancias en que tuvieron lugar, parecieron una marca de láser entre los ojos de una presa que va a ser ejecutada. Según los cálculos de Constantino, que siempre se anticipaba a los hechos, el impacto sería a la salida de la contracurva que él miraba desde el piso superior de la montaña, donde se escondían los peligros de la distracción por los que se desbarrancaban dos o tres camiones por semana.
La víspera de la tragedia envolvía a los ocupantes del Carrera en un cono de electricidad nerviosa. La camioneta cruzó hacia la banquina contraria —una franja de cinco metros de ripio deslizante entre el camión y el abismo—, aceleró, pisó una piedra que la dejó apoyada en dos ruedas y luego de un instante, que para el piloto fue el equivalente a una semana ininterrumpida de sufrimiento e insomnio, se acomodó otra vez sobre el plano peraltado del asfalto y salió adelante, ileso, apurando el motor hacia su destrucción por derretimiento y dejando atrás una nube negra.
Cruzaron a Chile comentando la suerte de ese anónimo que ya habían perdido de vista, y del que recordaban su rostro en la ventanilla, lleno de frialdad y de recursos ocultos para evitar el accidente. Las montañas ocupaban la totalidad del espacio y parecían, también, ocupar el porvenir (lo ocuparían, sin dudas). De pronto, a pocos metros de la frontera, en el estacionamiento reservado del Hotel Portillo, los pilotos vieron la figura de un Porsche insuperable, el futuro aún no formulado de la marca, muy superior en tecnología y precio a cualquiera de los de ellos, incluyendo el de Constantino, propietario del más caro, lo que no evitó que empalideciera al advertir a lo lejos, como un derrumbe personal que sucedía en otro mundo desde el que le llegaban noticias irreversibles, el brillo del sol sobre el capot de aquello —acaso lo único—, que él no tenía.
El periodista disfrutó en silencio la derrota colectiva de los millonarios a los que les cargaba sus gastos, y el modo en que esa máquina exhibida como un tótem los proletarizó de golpe (miraban el interior formando una cámara de oscuridad con las manos, con una avidez solo comparable a la que produce el hambre). Media hora más tarde los vio desarmados frente a los manjares del comedor con vista al lago que, para ellos, ya no era motivo de recogimiento ante la gracia de la naturaleza sino una situación extraña en la que veían el espejo pero ya no a Narciso.
El periodista miró a Constantino y luego al auto estrella, un Porsche Panamera de prueba, doble turbo, doble embrague —todo doble—, con transmisión PDK y caja de siete velocidades (había dos en todo el mundo: el otro lo tenía el príncipe Alberto de Mónaco). Anotó los datos técnicos en su libreta con la intención de martirizar a Constantino recordándoselos más tarde, y movió la cabeza varias veces hacia los costados antes de dejar hablar otra vez a su otro yo, el verdadero yo que en esas circunstancias no podía abrir la boca: “Cagaste, Constantino. Tu autito es una poronga a cuerda”. El periodista no era del todo justo. Constantino era un buen anfitrión de su vehículo, una buena compañía de viaje que podía sostener conversaciones vivaces, incluso revivir aquellas que estaban al borde de la muerte. No tenía nada personal que reprocharle a ese hombre, excepto que todo el daño que era capaz de hacer —un daño planificado, según él— tenía lugar en el orden casi abstracto del sistema en el que se movía. Podía colaborar con fundaciones benéficas, hospitales públicos, escuelas de frontera, clubes de barrio, Missing Children, el Rotary Club y Greenpeace —de hecho lo hacía—, o darles cien pesos a los chicos que limpiaban el parabrisas de su auto de lujo en el semáforo del Golf de Pilar, pero para el periodista era exclusivamente el hombre que había influido en las últimas catástrofes de la economía argentina, al cabo de las cuales terminaba siendo un poco más rico.
Llegaron al Sheraton de Viña del Mar. El periodista se alojó en una habitación con vista al Pacífico y corrió la cortinas para ver el horizonte iluminado en la bahía de Valparaíso y los barcos que iban perdiendo sus formas en la oscuridad. Sin embargo no desaparecían completamente porque, aun invisibles, quedaban en el recuerdo con una intensidad mucho mayor a la de la realidad que los había mostrado. Así se durmió, mirando el paisaje, mitad geográfico y mitad mental. El golpe de las olas en los cimientos formaba un sonido espeso que funcionaba como el silencio en el que se hundían, hasta desaparecer, los ruidos menores. Se despertó con la luz del alba y ajustó la mirada sobre la terraza del restaurante Caleta Portales, donde van a hacer ocho años —ya ocho años: no se puede creer— almorcé con Bárbara Rodríguez.
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Si me hubiera tocado estar allí en lugar del periodista habría salido a caminar y a sepultar esos lugares en los que estuvimos desorientados y unidos en el fin de nuestro amor. La vereda del Casino, las calles del centro, el restaurante El Turri de Valparaíso y el ascensor del cerro Concepción, el bar Cinzano, la feria del puerto, el Pasaje Atkinson, el McDonald’s de la costa, el Hotel O’Higgins, las victorias, el reloj de flores, los puentes sobre el agua estancada, y la Quinta Vergara, y la explanada de la Universidad Santamarina, y la esquina de 4 Poniente con la Avenida San Martín: muchos escenarios para una sola escena en la que ya no hay nadie. Cómo me gustaría olvidar todo eso. Si fuese por mí haría desaparecer esos lugares envenenados; y también el pisco sour Capel y sus publicidades callejeras, las monedas chilenas de cien pesos, las micros, los carabineros y las empanadas de vieiras, de cholgas y de locos; y haría desaparecer Reñaca, Horcón, la isla de Cachagua, Zapallar y, por supuesto, más que otra cosa, Papudo, ese pueblo de mierda donde el hundimiento fue total; y todos esos condominios colgados de las barrancas del Pacífico y apropiados por una manga de pinochetistas asesinos culos rotos y la reputísima madre que los recontramil parió (me parece que no me hace bien recordar).
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El periodista leyó su libreta de anotaciones:
“Hotel Portillo. Los millonarios se enferman cuando ven el Porsche que ninguno de ellos tiene. Están desactualizados respecto de su propio mundo (el del consumo, único mundo en el que ‘viven’). Y lo que no tienen los ‘proletariza’ y los humilla según su modo de ver las cosas. Miran el interior de la máquina como si fuesen ‘pobres’ (en este momento lo son). El tarado de Constantino pregunta de quién es. Parece un policía a punto de labrar un acta de infracción. Le dicen que es de un chileno. Se vuelve loco, pero en silencio. Llama aparte al importador que viaja en la caravana y le encarga uno ‘para ya’, ‘para ayer’. El importador le dice que solo hay dos ejemplares de prueba en todo el mundo. El otro lo tiene el príncipe Alberto de Mónaco”.
“Estoy actuando para estas personas porque me pagan, pero cuando recuerde este momento, ¿recordaré mi representación de participante ‘integrado’ o mi experiencia íntima de viaje? ¿Y si recuerdo solamente la representación? ¿Cómo recuerdan los actores sus actuaciones?, ¿como vida o como obra?”.
“Me duermo frente a la bahía de Valparaíso. Estoy tan adentro de su realidad que no creo en ella”.
Después fue al Casino, donde se entretuvo con un jugador pobre que conservó unas pocas fichas durante toda la noche y, cuando las perdió, adornó con salvedades su mala suerte. Durante horas las fichas se cargaron de una inminencia de apuesta que nunca llegaba. La ruleta comenzaba a girar y en el momento en que los empleados marcaban la división entre el adentro y el afuera del juego con el “¡no va más!” cantado con la sorna típica de la banca, el jugador pobre codeaba al periodista anticipándole en qué hueco del plato se estacionaría la bola.
La escena se repitió muchas veces a lo largo de la noche. El croupier cruzaba su rastrillo por delante del jugador y lo obligaba a replegarse. Pero lo que el jugador pobre deseaba no era tanto ganar como ahorrarse la apuesta, controlarse, desertar del vicio que lo encendía por dentro. En cuanto a la opinión de sí mismo, se consideraba un ganador prohibido, un afortunado que debido a los poderes que tenía para la anticipación era arrojado al exilio de la apuesta nula. “¿Cachay, huevón? Me quiere garcar. Fijate que cuando me acerco me cierra la apuesta”. Hablaba en un argentino infiltrado de acentos chilenos. De golpe apostó dos veces seguidas al ocho, pero salieron los dos números contiguos del plato. Entonces apartó al periodista con el brazo con el que lo había codeado durante horas, se abrió camino entre el grupo de apostadores que se encimaban entre sí y le pegó una trompada seca a la cara sobradora del croupier. Las fichas volaron hacia las luces blancas que las iluminaban y se unieron en una erupción de plásticos que cayó sobre la mesa y borró las apuestas. Desmayado, el croupier caía lentamente. El gel mantenía erizada las puntas triangulares del peinado, insensible a la agresión; y el rostro, aún en el desmayo, mantenía la vitalidad bronceada que le había dado la cama solar bajo la que comenzaba a asomar la palidez de una hipotensión.
Lo sacaron en camilla con un cuello ortopédico y una máscara de oxígeno (un despliegue innecesario que realzaba la prestación de la cobertura médica), y enseguida se alistó en el lugar un reemplazante tan parecido al anterior que por varios minutos no se le dio crédito a la sustitución, sobre todo por parte de aquellos que jugaban en varias mesas y no habían advertido, por la entrega total de de su concentración a las decisiones insobornables de la suerte, la escena del golpe ni la llegada de los paramédicos ni nada que no fuera un horizonte de números distribuidos en los paños.
Al día siguiente la caravana visitó una bodega en el Valle de Rapel, y el periodista se aisló en un banco de madera para mirar las vides mientras tomaba el vino que había salido de ellas dos años antes de ese momento. Los millonarios se agolpaban en la sala de embotellamiento, fascinados por la línea de montaje y los gritos pelados de una sommelier que los instruía sobre “la industria de la paciencia” y les daba detalles sobre las barricas de los astilleros Mercury, en las que dormía su sueño de exportación una uva merlot sometida a una tortura calculada de sequedad con la que la bodega ponía en juego su prestigio y la curva de ganancias.
Los operarios sudaban de punta en blanco para responder a las exigencias del just in time por el que la máquina le pedía al cuerpo atención y fineza en las maniobras manuales, un sacrificio que el periodista observaba de lejos sin perder el hilo de sus reflexiones sobre el proceso que se iniciaba en la raíz de la vid frente a la que se había sentado, o mejor dicho en la profundidad de la tierra hasta la que esa raíz había podido llegar, hurgando entre las rocas de la precordillera. Tomó nota de lo que estaba viendo y escribió: “No usar esto para la nota de los Porsches. Guardarlo para el momento en que me decida a escribir Literatura”.