2003

El abogado que llevaba los asuntos del cine, Franklin Mc Coubbrey, me dijo a último momento que no podía ir a la cena de fin de año de la Cámara Argentina de Exhibidores Cinematográficos porque su mujer quería acompañarlo y él se negaba, y lo invité a mi padre, que aceptó aunque sé muy bien que no le gustan las fiestas. Se hizo en el restaurante Global de la zona de bancos, donde cada día se desataba el after hours de los oficinistas más prósperos de Buenos Aires, un corral de bestias sedientas que se abría hacia un arroyo de alcohol (la cuadra de los pubs irlandeses). Era un típico restaurante argentino de la época, de moda por un plato que hizo furor al enfrentar a los accionistas del restaurante con la Arquidiócesis de Buenos Aires: el chip de ostias, hojas frescas de rúcula, menta, sésamo, tomates secos, jengibre y chiles, llamado Sermón Sex.

Luego fuimos a Paramnesia, un silo portuario restaurado con una combinación inviable de motivos asiáticos y caribeños. La arquitectura y el diseño de interiores se habían estado inclinando juntos hacia la hibridez o la dualidad, la conexión violenta de elementos antagónicos y la superposición de escuelas y Paramnesia era una evidencia más. Pero el hecho fue que a pesar del sueño de sus mentores de trasladarnos a Varadero y a Saigón al mismo tiempo, y no a sus afinidades socialistas del pasado sino a sus geografías disonantes, quienes entramos allí aquella noche lo hicimos en medio de la confusión referencial. ¿Dónde estábamos? La política del lugar era, sin dudas, la de engañarnos para que, al perder la noción de realidad espacial, también perdiéramos la de nuestro yo. De ese modo, además de preguntarnos ¿dónde estamos? nos preguntaríamos: ¿quiénes somos?

Estábamos en ningún lugar, envueltos por una sensación de libertad salvaje a las que contribuían como podían unos tótems de cartón pintado, redes de lianas que caían del cielorraso y unos cocoteros a cuyos pies se cerraba una formación de timbales; pero sobre todo estábamos frente a una amenaza invisible de monos agazapados en las sombras, dispuestos a matarnos o a sumarnos por la fuerza a una comunidad a la que ya no podríamos impartirle órdenes humanas. Lo que nos amenazaba era el fin de las jerarquías que imaginábamos encabezar, así como la muerte de las reglas conocidas y la ilusión de control, sin las cuales retrocederíamos un millón de años.

Los sonidos graves hacían temblar el piso y vibrar los cuerpos, como si batieran los órganos por medio de un poder remoto. No había un sector definido para el baile; se bailaba en el sitio en que se estaba, al costado de la barra y en los baños, solo y acompañado; y tal vez no debiera llamarse baile a ese movimiento que brotaba de la profundidad de los cuerpos. La reproducción de la música en las cabinas, que se alzaban en unos miradores rodeados de una guarnición de juncos, era el resultado de una vanguardia tecnológica que tendía a suprimir los contactos materiales entre las cosas (haces luminosos rozando piezas invisibles); pero el baile era tribal y orgánico, y en él se veían efectos claros pero incomprensibles de un exorcismo de masas.

Una “nena” de no más de veinte años bailaba sobre un sillón como si un espíritu ajeno o una droga se hubiera apoderado de ella hasta aflojar, incluso disolver, todos sus frenos. La miramos desde abajo. Tenía zapatos negros con tacos, medias tres cuartos de tipo escolar —lo cuento y se me para la pija—, una musculosa blanca de algodón ajustada al cuerpo y una pollera negra con el ruedo a mitad de camino entre la rodilla y la entrepierna, de una tela pesada y a la vez volátil que se sacudía con los golpes de cadera como lo hace una campana cuando recibe los golpes de su badajo.

Inclinaba la cabeza hacia delante y echaba hacia atrás el tremendo culo que se movía con ondulaciones inadecuadas para una cópula pero muy efectivas para su evocación. Mi padre —jamás hubiera imaginado de un misógino la naturalidad con que lo hizo— le metió un billete doblado entre la piel y el elástico de la pollera y le dijo alguna barbaridad al oído. Un vigilador vio la escena y retiró el billete, se lo devolvió doblado en dos cerrándole la palma de la mano como si le diera una limosna, y le aclaró —no escuchamos nada pero su mensaje era preciso para todos— que eso no era una danza del vientre sino la utilización libre del derecho que Paramnesia le otorgaba a las expresiones corporales de las jóvenes, por más putas que fuesen.

El espectáculo del tiempo
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