2000

Lorenzo se encerró en su cuarto con un destornillador Phillips, destapó la urna con los restos de Laura Vázquez y volvió a verla, transformada en un kilo y medio de harina humana que contempló como un desierto arrasado por las lenguas de un fuego infernal que aún seguía quemando. Desde su punto de vista, situado allí donde estaba pero también en un espacio amplio de reflexión donde desde hacía un tiempo hacía consideraciones sobre la muerte de Laura, vio la profundidad y la monotonía de esa materia y la idea de totalidad que se reflejaba en ella, además de la revelación de que el mundo entero y todas sus criaturas habían sido construidos con ese polvo que también era el testimonio de su ruina. Toda la experiencia del mundo se agitaba en esa fórmula microscópica de representación.

Durante varios días Lorenzo dio vueltas alrededor de la caja, cerrando la tapa a la hora del sueño, ajustando a mano los tornillos y volviendo por las mañanas a someterse al magnetismo de su atracción divina. Veló por el contenido a lo largo de horas de silencio. Pero el silencio era imaginario: el televisor estaba siempre encendido, como un convidado de piedra a la ceremonia que transcurría en un suspenso sin sucesos. La mano colgaba del brazo apoyado en el respaldo del sillón, y cada tanto se movía por arriba de la urna abierta —una versión macabra del “toco el aire y no te toco”—, esperando, o demorando, el momento de enterrarse.

Uno de esos días de vigilia Lorenzo salió de la ducha y se tiró desnudo en el sillón. El aire que circulaba entre las ventanas lo secó en un minuto. De repente sintió un acercamiento mental tan intenso hacia la caja que terminó arrastrándose hacia ella. Era su antiguo deseo de Laura que, sin reparar en sus transformaciones, volvía hacia él recuperando el interés por su materia mucho más que por la forma ya desaparecida que lo había enamorado.

Hundió una mano en la caja y todo su cuerpo se estremeció al hacer contacto con la suavidad de los desechos. En dirección contraria a la de su imaginación, la experiencia decía que las cenizas humanas no se levantaban en polvaredas de malón al removerlas, como tantas veces él mismo había comprobado que ocurría con los restos del carbón vegetal al cabo de un asado. La mano desapareció hasta la línea de la muñeca y la hizo girar como un rotor de excavación hasta la base. Se le paró la pija en dos segundos y al llegar al límite de su tamaño sintió el golpe del tope en la punta —una cuerda a punto de cortarse—, desde donde había bajado la piel como el cuello de una polera por el que acaba de pasar una cabeza.

Entró en una dimensión distinta, una dimensión de fe irracional en la materia descompuesta en la que las cenizas no solo representaban el cuerpo: lo eran. Se espolvoreó utilizando las manos como pequeñas palas de jardinería abonando la tierra. El cuerpo de Lorenzo tumbado en el living cambió de color y, excepto la verga —su fragmento vivo—, daba la imagen de un Gólem. Un chorro de leche saltó unos centímetros, llevando en la expulsión la tos de las cenizas que se habían alojado en el cuenco del meato. El polvo que lo cubría absorbió las gotas de inmediato como un chaparrón que desaparece en el desierto y le produjo una reacción de vergüenza y remordimiento. Bajó del sillón en posición de puente invertido, en cuatro patas y cabeza arriba, pasó caminando de esa manera circense por debajo de la corriente de aire que formaban las ventanas enfrentadas y llegó al placar del antebaño, de donde sacó la aspiradora.

La columna de polvo que se levantó al trasluz hacia la boca de la manguera le dio a la operación de limpieza un aspecto de intercambio con el más allá. El cansancio tumbó a Lorenzo en la alfombra. Se durmió por la resaca de la masturbación, un peso que ya no podía sostener, y se despertó de noche con los bocinazos de un embotellamiento. Se arrastró con los codos —mantenía una guerra contra la posibilidad de hacerse ver a través de las ventanas—, encendió la lámpara de pie, sacó la bolsa de papel de la aspiradora, volcó las cenizas en la urna junto a las impurezas absorbidas por la máquina (una moneda de cinco centavos, hilos de alfombra, migas de pan) y atornilló la tapa.

Al día siguiente, apenas abrió los ojos, una luz interior se encendió en él como si se despertara por segunda vez. Corrió al antebaño, subió descalzo a una silla y abrió la puerta del altillo. Con el mango de un paraguas enganchó en la oscuridad la correa de un bolso. El bolso cayó de punta. Le faltaba saber si en el interior habría alguna correspondencia con lo que le indicaba la memoria. Lo abrió y sacó una almohadilla de viaje Samsonite inflada desde ¿cuándo? con el aire de Laura Vázquez. Sin saber, porque no le importaba, si allí había vida encapsulada o aire muerto, apretó con dos dedos la válvula de plástico y tomó desesperadamente el aire de Laura como si hubiera estado atrapado durante siglos debajo del agua.

El espectáculo del tiempo
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