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Los pompeyanos volvieron por fin a las felices costumbres de caminar por las calles y saludarse a los gritos durante la reconstrucción de los edificios caídos con el terremoto del año 63. Nerón mandó a sus arquitectos y a sus directores de compras a relevar la ciudad y el paisaje recobró su arrogancia mediterránea. Desde Carrara llegaron cargamentos de piedras que eclipsaron el tráfico de los materiales ordinarios, y los trabajadores de la piedra montaron andamios frente a los comercios, las casas de dos plantas (las islas de los ricos ya habían sido reconstruidas apenas se cayeron) y los edificios públicos marcados con las cruces blancas del inicio de obra.

Los monumentos de la prehistoria relucían en los barrios por ósmosis con la actualidad, y había reuniones continuas en la palestra de ejercicios, donde los pompeyanos jóvenes realizaban rutinas de destreza y ornamentos aéreos y se toqueteaban indistintamente los orificios y las protuberancias, un modo espontáneo que hallaron para escapar del stress de la competencia.

Durante los años de tristeza, las familias se habían vuelto más hacia sí mismas, permaneciendo más tiempo en el corazón-santuario de sus casas, y era muy frecuente (mucho más frecuente que antes del 63) ver a los padres escapar por el posticum al oír los rumores de visitas. Pero ya no. La ciudad estaba otra vez en movimiento, y el clima de euforia impuso nuevamente la comedia de costumbres en casi todas las representaciones teatrales, entre las que descolló Fullonica ergo tripudium, el éxito de la temporada, un homenaje a los bataneros que lavaban togas con los pies a la usanza de los vendimiadores y evolucionaban hacia un baile —un plagio no admitido de la danza de los arvales frente a sus dioses— que luego proliferó como danza típica y más tarde se perdió de vista para siempre.

La aristocracia que había iniciado su linaje en el Lacio recuperó el humor; y los pobres, sus holgadas recompensas a cambio de servidumbres cada vez más variadas y costosas (había demanda de servicios nuevos, y regresaban los que habían sido suspendidos), lo que los convirtió en nuevos ricos que, de inmediato, comenzaron a dilapidar sus fortunas espontáneas en casas que no podían mantener (los neronistas no eran buenos ni malos: eran incorregibles). Los gremios se afianzaron y se hicieron fuertes en las exigencias de derechos colectivos de trabajo. No solo el de los plateros y los tratantes de maderas sino también aquellos que agrupaban a la gente sociable: los durmientes, las gentes que beben tarde y los depravados furunculis.

Pompeya era un negocio redondo. Los vendedores forenses elaboraban sus golosinas en marmitas, a la vista de la gente, y tenían para cada variedad no solo un nombre sino también un tono con el cual nombrarla; y los agitadores políticos habían sembrado las paredes de consignas electorales mientras que los publicistas diseñaban inscripciones sobre compra y venta de bienes y solicitudes de todo tipo, una de ellas muy extraña: “Ha desaparecido de la tienda Tal un ánfora de vino. El que la presentare recibirá 65 sestercios, y el doble si trae también al ladrón”. Entonces explotó el Vesubio y en pocas horas la ciudad quedó cubierta de lava y una tormenta de cenizas convirtió el día más claro en la noche más oscura. La mujer de Perculus fue la primera en derretirse bajo las olas de fuego, lo mismo que sus amigas congregadas en la Casa del Poeta, quienes se retrasaron por negarse a abandonar sus joyas, y así les fue. En la cueva de Diomedes quedaron sepultadas diecisiete personas, y muchas otras, miles, se hallaron luego carbonizadas en las calles, algunas en posición de fuga y otras, las que en vida habían sido más sabias, abandonadas a la resignación. Apenas pudo, Plinio el Joven reportó el hecho en una carta a Tácito:

Mi tío estaba entonces en Messina, población situada a 5 leguas de Nápoles, mandando la escuadra romana. El 23 de noviembre, hacia la una de la tarde, mi madre vio aparecer en el horizonte una nube de forma y dimensiones extrañas. Se levantó mi tío y subió a un paraje desde el cual podía observar bien aquel prodigio. Difícil era observar, a la distancia en que estaba, de cuál de las montañas salía la nube. Se ha sabido después que salía del monte Vesubio, a unas 6 leguas de allí. Era una especie de árbol inmenso, un pino gigantesco, porque después de elevarse muy alto en forma de tronco, la nube se desvanecía en ramas diversas. Veíasela dilatarse y extenderse, y tan pronto aparecía blanca, como cenicienta, como de otros diversos colores.

Mientras se apresuraba todo lo posible el arribo de mi tío, no cesaba de observar el extraordinario fenómeno y de tomar apuntes. Espesas nubes de cenizas calientes empezaban a volar sobre el buque. Piedras calcinadas por la violencia del fuego que las despedía comenzaban a caer en torno de ellos. El mar se agitaba y la orilla se hacía inaccesible, cubriéndose de peñascos desprendidos de las montañas. El piloto aconsejaba a mi tío salir a alta mar, pero mi tío, acordándose de su amigo Pomponiano, que vivía en un pueblito de la costa llamado Estabia, le dijo: ‘Vamos a buscar a Pomponiano’. Llega y encuentra a su amigo dominado por mortales angustias. Le abraza, le tranquiliza y para infundarle confianza se mete en el baño, como de costumbre. Cena enseguida, con su alegría de siempre, o más bien con todas las apariencias de la alegría, lo cual era más meritorio.

Entretanto, en varios puntos del monte Vesubio veíanse brillar grandes llamas que la oscuridad de la noche hacía aparecer más brillantes aún. Después se acostó y empezó a dormir profundamente. Pronto empezó a llenarse de cenizas el patio que daba acceso a la alcoba. En tal cantidad caían que, a poco que mi tío se hubiera detenido, la salida hubiera sido imposible. Se trató en consejo de familia si debían encerrase en la casa o salir al campo, porque las casas estaban tan quebrantadas a consecuencia de las frecuentes sacudidas por los terremotos como si hubiesen sido arrancadas de sus cimientos y vueltas a colocar en su sitio. Decidiéronse por salir al campo. Mi tío y su comitiva salieron cubriéndose la cabeza con almohadones sujetos con pañuelos para defenderse de las piedras. Empezaba el día en otros puntos, mientras la noche, una lúgubre y profunda noche, seguía reinando donde se hallaba mi tío; oscuridad horrible, apenas disipada por los siniestros fulgores del lejano incendio y por el resplandor de numerosas luces. Se aproximaron a un ribazo para examinar la mar, pero estaba muy gruesa y agitada por un viento contrario. Mi tío se había sentado sobre un paño que había mandado extender, y pidió agua. De repente unas llamas que parecieron mayores que todas las que se habían visto hasta entonces y un fuerte olor a azufre pusieron en fuga a todo el mundo. Mi tío se levantó apoyándose sobre dos esclavos, y en el mismo instante cayó muerto.

El espectáculo del tiempo
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