1983
En el patio de casa mi padre se balancea en una mecedora. Mecerse: una actitud inquietante, de calma llevada al extremo de la insania, expresada en el falso equilibrio del ir y venir. La mirada perdida en la transparencia de las alturas es la del descanso mental que sucede al cansancio físico, una especie de lobotomía por agotamiento. En su mano tiene un serrucho engrasado con el que acaba de cortar a lo ancho los travesaños de la cama matrimonial, en la que desde hace un año duerme solo (mamá ya vive con el arquitecto Rosselli). Todo está a la vista como en una pieza de teatro de una sola escena, es decir: como en un cuadro en el que la escena explica todo (todo lo que ha quedado de una escena anterior, que no se ve). Del colchón abierto en canal se derrama una masa de lana como una nube de cotillón que flotara al ras del suelo. Sobre una pared está apoyado el elástico de flejes metálicos. Mi padre no quiere destruir el emblema matrimonial sin darnos un espectáculo de destrucción, para que veamos cómo se deshacen las cosas en público y, sobre todo, cómo se expone una idea dándole una forma que pueda entenderse sin explicaciones. La cama, que tras los cortes vuelve a oler al árbol del que ha venido, nos dice que lo que ha fracasado es la experiencia universal del matrimonio mucho más que su relación con mamá (de lo contrario, hubiera cortado la cama a lo largo). ¿Dónde duerme esa noche? ¿Es este el comienzo de una vida vertical? Nadie lo sabe. Solo él puede entrar a su cuarto. Le ha sacado el picaporte a la puerta y en su lugar hace girar una tijera plateada a modo de llave. En un momento entra al cuarto y sale empuñándola como un acero samurái, cierra la puerta, carga los restos de la cama, los lleva a la parrilla, los agrupa bajo la toma de aire, vuelca un bidón de nafta sobre las maderas y enciende el fuego, que lo ilumina.