2007
Otra vez Pele. Ahora con un derrame en la corteza cerebral. Comenzó a hablar con vocales sueltas, como una máquina alimentada por una sola fase de energía. Se sentó en la cama, intentó ponerse las medias y cayó al piso suavemente. Era menos un cuerpo, es decir un continente, que un contenido denso que se derramaba sobre el dormitorio. La ingresaron a la sala de urgencias, le volaron nuevamente el peinado, esta vez con un corte al ras, le abrieron la cabeza y se la cerraron tres horas más tarde.
El cirujano que dirigió la operación se llama Julián Perrier. Salió con el barbijo colgando y la chaqueta con unas gotas de sangre por las que se pasaba una mano por descuido o perversión. Dijo que le había sacado un coagulo “del tamaño de una empanada”. ¿Una empanada? ¿Una empanada de copetín o una empanada gallega? ¿La empanada era un tamaño o una forma? La metáfora no era lo que hacía fuerte a Perrier; lo hacían fuerte sus silencios y su sonrisa, agradable pero siempre activada fuera de lugar.
Pele subía y bajaba la cama con el control remoto: “Usted sabe Doctor, ay qué joven es usted Doctor, podría ser mi hijo, pero yo no tengo hijos porque me casé grande y Simón nunca quiso adoptar. Le cuento: yo me caí en el sanatorio. El 14 de marzo, cuando le hicieron la conoloscopía, no, la clonos..., pucha, co-lo-nos-co-pía a Simón. Yo, de metida, le quise decir al médico, el Doctor Montagna, que por qué no le daba un analgésico y entonces lo dejé a Simón y me fui al consultorio que está sobre calle Almafuerte, ¡Almafuerte!, ‘Procede como Dios que nunca reza/o como el robledal cuya grandeza/necesita del agua y no la implora’, ¡qué maravilla!, el consultorio que está frente al Hotel del Sol, que es de mi cuñada Tina, divina pobre, que ayer me dio el té, y no va que cuando quiero bajar las escaleras, acostumbrada a bajar y a subir por ahí durante tanto tiempo, imagínese que yo fui a la inauguración de ese sanatorio cuando vivía el Doctor Quattordio, así que fíjese cuánto hace; a cualquier hora que lo llamara venía en su Falcon blanco, hermoso, un Farlaine, no un Falcon, un Farlaine blanco con techo negro, atendió a todos mis sobrinos, él estaba casado con Margot Chidichimo, fuimos juntas al Normal, bueh, ella, en fin, no sé si se lo merecía a Quattordio, y entonces como no había escalera, ni un cartel, nada, que dijera que la habían sacado, me fui por la pendiente, una rampa para discapacitados pusieron, fíjese qué ironía, ¡qué ironía!, y me fui de boca y me rompí la cabeza, con decirle que me dieron tres puntos en la encía, tenía los ojos morados, gracias a Dios no me quebré nada, yo creo que en ese golpe me dio el derrame, ¿no?, porque me empecé a sentir lenta y la semana pasada tenía un dolor de cabeza tremendo, tremendo, pero como el Doctor Melconian, fíjese que hace treinta y cinco años que me atiende, mire si lo conoceré, me dijo que no me hiciera ninguna tomografía, me quedé tranquila... Así que me sacó una empanada, es increíble lo que puede lograr la medicina. Yo siempre digo que la medicina son los médicos: nada más. Bueno, no todos, los médicos no justamente, sino los médicos buenos, porque usted sabe que acá en Junín los médicos son unos comerciantes, cuidado que no todos, pero la mayoría; las enfermeras son otra cosa, las chicas de acá me atienden de maravillas, ayer comí, no, ayer no, hoy, hoy almorcé pollo con gelatina y ellas me daban en la boca, como yo tengo que apoyarme sobre la derecha...”.
Julián Perrier tomó con sus dos manos una mano de Pele y la rescató del pozo más profundo, el del monólogo interior, estacionó su sonrisa sideral en una milésima de segundo en la que también la reguló para que se viera nítida, la miró a los ojos y le dijo, lentamente, como si estuviera aprendiendo a hablar: “Querida. Hoy operé nueve horas. ¿Me quiere decir algo? Porque si no vuelvo mañana”. Desairada por la autoridad y la diplomacia —y el sadismo— de Perrier, Pele giró la cabeza de golpe y me apuntó con la mirada, erguida sobre el cuello delgado mientras la punta de la red que le envolvía la cabeza vibraba como la cresta de un pájaro que no está disfrutando del bosque.