1976
En el fondo de casa levantaron un galpón con una entrada que apuntaba al norte, en posición agresiva frente a lo ya construido, algo que por lo general se da entre casas de vecinos que se odian. Cualquiera podía advertir que había sido hecha siguiendo la sintonía del disenso y hasta de la invasión respecto del conjunto. Era una casa dentro de otra donde pronto mi padre instaló sus herramientas y una mesa de costura para dedicarse al aeromodelismo.
Una noche me llevó a su laboratorio de miniaturas. Avanzaba en la construcción del modelo Origone, llamado así en honor a un teniente de la Fuerza Aérea Argentina, la institución que para mi padre reunía los valores positivos de la temeridad para aceptar el riesgo del vuelo (aunque también había empleados administrativos, mecánicos de tierra y burócratas, él resumía la fuerza laboral de esa corporación a la que tanto deseó pertenecer en los barones del aire que montaban cazabombarderos en vuelos de bautismo), el saber tecnológico y el espíritu guerrero orientado hacia las hipótesis de conflicto que no obligaba a los pilotos a hacer la guerra pero sí a pensar en ella. Una lámpara iluminaba el trabajo: mi padre apoyaba las costillas del ala sobre la tabla, y las calaba arriba y abajo en pequeños huecos rectangulares en los que se encastraban las varillas de un material más resistente y flexible que la madera balsa. Supongamos que era pino.
Las costillas verticales, y las varillas horizontales, más el enchapado que envolvía la vanguardia del ala, se encolaban con un pegamento a base de thinner, luego se entelaba la estructura con papel barrilete y se lo estiraba pasando varias manos de un líquido denso, hasta darle una forma de cuerpo a aquello que la había tenido de esqueleto. Pero mi padre recién estaba en la primera etapa: desprendía con un bisturí las costillas impresas sobre una plancha de madera de dos milímetros y, una vez que las extraía del molde, las paraba sobre el plano del ala clavado a la mesa y allí las sostenía con alfileres (toda la operación consistía en mantener las costillas a noventa grados hasta pegarles los travesaños de madera dura).
Mi padre amaba el ping-pong porque era la miniatura del tenis; y también amaba el aeromodelismo porque era la versión microscópica del vuelo a vela; y en lo que podríamos llamar vida, amaba la comedia dramática como maqueta de la tragedia, en la que se creía atrapado. Por la simpatía de escalas entre niñez y pequeñez pensé que me iba a dejar colaborar en la construcción, pero se negó arrumbándome del lado de la contemplación, la admiración y el aprendizaje. Apenas lo terminó me dijo que el Origone era mío. Comencé a participar, sin voluntad ni resistencia, en el torneo de la Federación Juninense de Aeromodelismo. Todos los domingos, después del almuerzo, competía en categoría Novatos. Ya vendrían tiempos mejores. Mi padre enganchaba una arandela de acero, a la que había atado treinta metros de tanza, en un anzuelo incrustado en el fuselaje y lo sostenía en lo alto. El viento cruzado abortaba una y otra vez la operación de remolque, hasta que en un segundo de calma me daba la orden y yo, treinta metros más allá, corría en línea recta en dirección contraria a la que se hallaba él y el hilo tendido de modo horizontal comenzaba a subir con el planeador. El momento para desprenderlo era cuando estaba encima de mi cabeza, en el mejor de los casos a treinta metros del suelo, trazando una línea vertical apenas arqueada (como si estuviera pescando en el cielo) que nunca se daba porque los vientos volvían y el planeador se acomodaba a ellos, y entonces quienes los remolcábamos debíamos correr desesperadamente en una y otra dirección, hasta el instante en que, por fin, dábamos un paso firme hacia delante, como en una estocada, y lo desenganchábamos.
Mientras todo esto sucedía, mi padre nunca dejaba de gritarme a viva voz sus instrucciones. ¿Por qué no corría él? No corría porque hacerlo era dar un espectáculo de responsabilidad que prefería evitar. Necesitaba una mediación entre el momento privado de construir el planeador en un clima nocturno de semiclandestinidad, casi en las fronteras de la casa, y su momento antagónico: el momento angustiante, y diurno, en el que había que enfrentar el juicio público sobre el rendimiento del planeador pero también sobre la destreza física de los competidores, imposible de realizar sin cierta soltura teatral que implicaba el empleo de recursos atléticos y coreográficos de los que mi padre carecía pero mi juventud no.
El Origone no andaba bien. Volaba como el orto. Cegado por la amenaza de la destrucción, pero sobre todo por algo que la precedía (el fantasma de la fragilidad), mi padre había reforzado la estructura de la maqueta con una preocupación policial. El planeador se veía bien terminado, conservaba sus líneas y su perfil, pero pesaba mucho, como una nave blindada; tenía un exceso de tela en las alas y unos refuerzos desmedidos sobre las varillas laterales, además de la inserción de doble costilla en zonas en las que el plano indicaba una, y una placa de plástico para marcar la incidencia positiva cuando lo usual era colocar un papel doblado.
Salí —¿salimos?, ¿salió?— tercero en el torneo anual, pero fui el único de mi categoría que no ganó ninguna competencia. La entrega de premios fue durante una cena en el buffet del Aeródromo de Junín, encabezada por un oficial de la Fuerza Aérea que usaba unos zapatos extraños, no exactamente ortopédicos sino tal vez posortopédicos, lo que en el fondo insinuaban una derrota brutal de la ortopedia ante la forma irreversible de sus pies que, apoyados sobre el piso, daban una imagen prodigiosa de paréntesis invertidos, como si se los hubieran trasplantado de una pierna a otra.
Me dieron una medalla de hierro fundido con un bajorrelieve de un Origone cayendo en picada, forrada en el reverso con un círculo de felpa roja que colgaba de una cinta celeste y blanca; y una copa de metal sobre una base de plástico que no se ajustaban muy bien entre sí (de hecho me la entregaron en dos partes). Los empleados del buffet corrieron unas mesas y acomodaron varias sillas en un rincón desde donde se veía la pista —y las balizas: golpes fosforescentes en la oscuridad— para que nos fotografiaran a cada uno de los premiados no solo mostrando las medallas sino también las maquetas que las habían logrado, una manera de no pasar por alto el principio de la aviación que une al hombre y a la máquina como fuerzas equilibradas en la unidad.