1974

Avanzamos por un plano sinuoso entre las sierras florecidas hasta llegar al borde de un río. Piedras bajo el curso del agua, juncos bailantes, conciertos de pájaros de los que caían hilos blancos de mierda líquida desde las ramas, arbustos filosos en lo alto y cabras en situación de estatua; ese era el típico paisaje cordobés con el que habíamos soñado y que ahora, que estábamos allí, no parecía incluirnos. Más bien lo contemplábamos como un mundo exterior que se mantenía a distancia de nosotros como un espejismo. ¿Estábamos o no estábamos allí? Estábamos y no estábamos, porque ese allí era un mundo compuesto de una mitad mítica y otra geográfica (estábamos caminando sobre el puente decepcionante y tembloroso que nos llevaba del sueño a la realización del sueño).

Mamá se sacó el vestido y quedó en traje de baño, pero mi padre tardó unos minutos en hacer lo mismo, fuese por la incomodidad que le producía desvestirse como por su costumbre insobornable de retrasar todos los programas familiares. El sol caía fijo sobre nosotros, por lo que el mundo se atascó esa tarde, o se movió muy lentamente llevado por la brisa de las sierras. La cronología perdió su batalla cotidiana y nuestra vida junto al río se llenó de intensidades.

Hasta ese momento habíamos funcionado a la perfección en medio de la prueba mortal de las vacaciones. Las individualidades se habían borrado bajo un acuerdo no firmado de sacrificio amoroso. Podíamos ser parte de lo mismo mientras se evitaran las fricciones con una destreza que casi nunca teníamos, se anularan las cuestiones personales y olvidáramos que cada uno de nosotros era algo más o menos definido en contra de los demás.

Cuando cayó el sol mamá se acercó al río por última vez, se inclinó hacia delante para tomar agua, la tomó, y se mantuvo en esa posición un tiempo artístico o gratuito. En eso se oyó: “¡Qué ojete, mami! ¿Qué coméi?, ¿bulone?!”. La voz había caído desde un mirador de piedra y se multiplicó en ecos que rebotaron contra las paredes de las sierras para ahogarse bajo un coro de risas. El chiste y el festejo fueron una sola cosa —incluso el festejo empezó antes de que el chiste terminara— que ocuparon unos segundos sólidos de sorpresa, perforaron nuestra campana de cristal, apoyada sobre el paisaje donde retozábamos como cobayos en un experimento de felicidad, y dejaron una música de rotura en el aire.

Sobre el balcón de piedra donde se asoleaban borrachos, los jóvenes festejaron con menos euforia la segunda etapa de aquellos gritos. De hecho había disidencias en el grupo, y algo de remordimiento por haber asociado la observación sodomita a una madre de familia. Tal vez el ocurrente vio a mamá sola, desprendida de nosotros, como un cuerpo suelto en la naturaleza y, una vez lanzado el grito entre las rocas, no tardó en arrepentirse. Se hizo un silencio, acompañado por el rumor monótono del río. Mi padre caminó hizo volar por el aire la tapa de la heladera portátil, sacó un cuchillo de punta redonda, prácticamente sin filo, con el que habíamos pelado las manzanas, y avanzó hacia el grupo.

Una luz estelar surgía del pequeño plano inoxidable como de un armamento láser. Iba encorvado, descalzo, en traje de baño, con el cabello revuelto después de haberlo secado al sol. La escena se llevó a cabo en el mismo marco de silencio en el que se había iniciado, pero fue interrumpida por unos hombres que detuvieron a mi padre antes de subir la sierra. Una vez retenido, y protegido por la retención, comenzó a gritar: “¡Hijos de mil putas. Los voy a matar. Negros de mierda!”. Los jóvenes lo vieron descontrolado y emplearon una estrategia irritante de repliegue lento, interminable, mechado con insultos cada vez más gruesos, pero en un tono cada vez más bajo, que le revolvían la herida. Mi padre giró la cabeza como un loco y le gritó a mamá: “¡Es culpa tuya! ¡Loca, como tu hermana! ¿Para qué mostrás el culo?”.

El espectáculo del tiempo
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