2004
Tomamos a Carlos Carini como empleado de seguridad de Lumière SRL, la tarea que hacía mi padre sin que nadie se la pidiera. Venía de trabajar en el Hotel Embajador. De inmediato hizo unas maniobras teatrales (ornamentales, expansivas, como las haría un invasor en el momento de invadir) para entrar en confianza. Pero el movimiento del cine fue tan intenso aquel domingo de Pascuas que pasaron desapercibidas. Igualmente nos seguía, a mí o a algún empleado de la planta baja, deslizando temas para conversar, anzuelos con diversas carnadas que el despliegue demográfico del hall hacía imposible que mordiéramos. Entonces, la conversación que él hubiera deseado continuar caía al abismo de la distancia aunque tardaba en apagarse (sabía hablar de lejos). Su carácter, lo que se ve de un empleado mucho antes que su utilidad, reunía rigor profesional y obsecuencia, pero bajo sus maneras diplomáticas fermentaban patologías indefinidas que apenas se asomaban pero podían verse como las rajaduras microscópicas de una represa.
En cuanto pudo —difícil saber de qué manera, pero tal vez lo favoreció su tremendo poder de concentración para detectar distracciones— se lanzó con un relato completo utilizando de pretexto el tema “nieve” (estábamos proyectando La Era del Hielo): “Vos sabés que un día me fui a Bariloche. Bariloche, ¿viste? O sea: nieve, esquí, chocolate Fenoglio, bosque de arrayanes, ropes siberianos: la locura, papá. Yo andaba en el Torino. Pleno invierno. Pero no pasaba nada porque el Torino de esa época, te estoy hablando de 1982, ya tenía encendido electrónico. Cargamos el auto con el botón del hotel y me volví a casa. ¿Botones? Para mí era un botón. Uno: botón. Muchos: botones. De fondo: Paraíso. Escuchá: Cerro Catedral de un lado; Cerro Otto Krause, o no sé cómo se llamaba, del otro. Paraíso. Y niebla, como en Londres. Y le doy, le doy, le doy a la ruta sin parar. Salí un domingo, como hoy, al mediodía; el domingo 3 de agosto de 1982, no me lo olvido más; y no paré hasta Santa Rosa. ¡Mirá esa mamá! ¡Por favor! Mirá las pantorrillas que tiene. Yo te digo una cosa: las minas que tienen pantorrillas con mucho músculo son muy putas. Pero muy putas, ¿eh? Acordate lo que te digo. Santa Rosa, ¿no? Bueno, hice seiscientos kilómetros en medio de la nada, parando una sola vez. Desierto total. Salí, ponele, a la una de la tarde, y a las siete estaba en Santa Rosa; iba despacio porque el Torino te come crudo. En Santa Rosa paré en una estación de servicio, y me bajé a preguntar cómo habían salido los partidos, porque ni la radio pescaba en esa ruta. Yo soy hincha de Independiente, el Rey de Copas, te aclaro por las dudas. El tipo de la estación me miró como diciendo: ‘Este tarado de dónde salió’, y no me contestó. Le volví a preguntar y el tipo me dijo: ‘Señor: Independiente juega el domingo. Hoy es viernes’. ¿Vos sabés que pensé que lo mataba? ‘A ver: vamos de vuelta’, le dije. Y el tipo me miró fijo: ‘Hoy es viernes. ¿Quién sigue?’. Entonces vi el diario sobre una mesa, ¡del viernes 1° de agosto! ¡No se podía creer! ¡Si yo traía en el auto los diarios del sábado y el domingo! Me desesperé y empecé a preguntar qué día era, y todos me decían que era viernes. Salí a la ruta y me vine corriendo para acá, y cuando llegué a casa, tipo ocho de la noche, mi vieja me dice: ‘¿Vos no volvías el domingo? Bueno, mejor, así hoy me acompañás al supermercado’. Yo le pregunté si no estaba cerrado, y mi vieja me dijo: ‘Pero no, querido, en Junín los viernes cierran a las diez de la noche’”.
Carini me miró fijo mientras dejaba en claro que esa pausa se estaba abriendo camino hacia un diálogo que, si no se daba, era porque yo no estaba a la altura de las circunstancias con las que él me había rodeado. Pero no aguantó la tensión del silencio y repitió la pregunta, esta vez lentamente, como una adivinanza o un chiste que no encuentra sentido en un primer momento —el momento del efecto— y necesita ser inducido o revelado: “Los viernes cierran a las diez. ¿Captás? O sea: Viernes”. Luego me miró con mayor profundidad, como perforándome, o con mayor amplitud, porque sin dejar de mirarme miró también a mi alrededor en un esfuerzo por asegurarse de que no iba a irme del sitio de confesor que me asignaba. “¿Y? Perdoname que te trate de vos; serás mi jefe pero sos más joven que yo y te tengo aprecio. ¿No se te ocurre nada? ¿En serio? Pensá. ¿Nada? ¡Abducción, papito! ¿Qué te dice esa palabra? Me cooptaron. ¿Vos sabés lo que es que te coopten? No se lo deseo a nadie. Perdí sensibilidad en la pierna derecha, y creo, creo no: estoy seguro, que me sacaron sangre. Viste que ellos te hacen un hemograma. Y a vos te lo puedo decir en confianza, pero te pido por favor que no se lo digas a nadie: durante meses tuve la sensación de que me habían cogido. No sé por qué, no me duele nada, pero es una corazonada que tengo. Los guachos experimentan con uno. Después la gente habla de la inseguridad. Acá la amenaza es interplanetaria. Y nadie hace nada. ¿Por qué los periodistas no van a ver qué pasa en el Uritorco? ¿Por qué te pensás que el gobernador de Córdoba nunca investigó lo que pasaba ahí? No digo que el tipo sea marciano, pero ¿no te resulta sospechoso?