2006

Las cinco niñas amish muertas el 2 de octubre en la masacre de la escuela Georgetown de Lancaster, Pensilvania, fueron embalsamadas sin maquillaje y enterradas en ataúdes blancos, como indica la tradición funeraria de la comunidad. A los hombres les corresponden ataúdes negros, y aunque no había muerto ninguno, enterraron un féretro vacío para representar el dolor de los padres. La decisión se tomó la noche anterior al ritual y, posiblemente, forme parte de las tradiciones del futuro. Los servicios fúnebres se realizaron por separado en las casas de las víctimas: cinco cadáveres, cinco servicios. Todo sucedió rápidamente. Los carruajes llegaron al cementerio desde distintos puntos del pueblo, excepto dos, que marcharon a la par por las calles de tierra (eran los que trasladaban los restos de dos niñas que habían vivido en la misma cuadra). Un periodista del Botschaft, el pequeño diario de Lancaster editado en alemán, tomaba notas en una libreta, y se detenía en la descripción de dos niños microcéfalos vestidos de luto e inmóviles en brazos de sus madres. Se hizo un silencio imponente, al que no entró ninguna manifestación de pena. Un coro de mujeres con cofias grises cantó a capela, en el alemán de Pensilvania, un himno sobre la inmortalidad, y luego otro (sobre la generosidad de la tierra), mientras los féretros bajaban a sus huecos por medio de unos arneses de soga.

Esa tarde hubo reunión de deudos y se decidió demoler la escuela Georgetown. Tres grúas alquiladas por la comunidad entraron al pueblo a las dos de la mañana, seguidas por dos camiones equipados con cajas de carga. Los reflectores de las máquinas se abrieron paso en la negrura del campo. Estacionaron sin apagar los motores cerca de la empalizada de la escuela que los padres de las niñas estaban desarmando con pinzas y martillos (uno de ellos, Robert Ash, exaltado, arrancaba las maderas con sus manos lastimadas por las astillas y las arrojaba a la oscuridad, donde se perdían de vista). El olor a gasoil penetró en las veinte o treinta personas que habían llegado hasta allí para ver un show de destrucción que no ocurrió como lo esperaban. La destrucción implicaba que las ruinas fueran el testimonio de que en ese sitio hubo alguna vez algo construido. Pero la comunidad amish no deseaba destruir. La demolición era la primera etapa de un plan más ambicioso: querían que la escuela desapareciera. Que desaparecieran su aula luminosa y sus pupitres, el pizarrón de diez metros cuadrados que ellos mismos habían fabricado y todos los días de enseñanza que hubo allí adentro y, sobre todo, los minutos fatales del exterminio.

El plan era volver a la tierra tal como era antes de ellos: una tabla rasa de naturaleza. Tenían que borrar el progreso, que siempre fue una prueba del progreso del tiempo (por eso los amish lo combatían), y retroceder hacia un origen mítico que borrara la tragedia, sin admitir, siquiera, que la tragedia formaba parte del pasado. ¿Dónde iba a estar la tragedia si la escuela ya no estaba? ¿En qué memoria física? Se llevaron todo: el último clavo, el último tornillo, las astillas del cerco, las baldosas, los techos, las puertas, las paredes y los cuadros colgados en las paredes; y en la superficie removida que quedó en el lugar donde arrancaron la escuela de raíz, colocaron panes de césped para continuar el paisaje verde del entorno. La única concesión fue el roble de la entrada. Debatieron la conveniencia de dejarlo y lo dejaron porque ellos no lo habían sembrado (lo había sembrado la naturaleza con el concurso del azar).

El sol se fue asomando. A las seis de la mañana no quedaba nada. Los camiones cargados con los trastos y los escombros ya estaban en la ruta interestatal, seguidos lentamente por las grúas que se perseguían en fila india por el plano inclinado de la banquina. A la tarde trajeron animales, que pastaron alrededor del roble.

El espectáculo del tiempo
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