2005

Mi padre se internó sin plata ni obra social en una clínica de Junín famosa por los aranceles exorbitantes de su hotelería. El diagnóstico: infección urinaria. Llegué en dos horas. Entré a la habitación y lo vi echado en un hermoso sofá de tres cuerpos, con un camisón blanco con el monograma de la clínica bordado con hilos de colores, ordenando las imágenes de un televisor de cincuenta pulgadas desde un control extrachato.

El ojo del láser titilaba en la oscuridad como una pequeña baliza agitada por el brazo de mi padre, que también agitaba la aguja del suero clavada en su muñeca. Encendió una lámpara de pie y, señalándome con la mano libre las imágenes de la carrera de la mañana, me dijo: “Ganó Di Palma, nomás. No me digas que no hay acomodo. Gana porque es Di Palma, porque la verdad es que maneja como el culo. Atendeme. Así estamos”. Silencio. “Esteeee... ¿Qué te iba a decir? ¿Los chicos, bien?”.

La clínica era un sistema inteligente palpitando en el interior invisible de una mole fantasma, casi deshabitada —o solamente habitada por una idea de ocupación que no se realizaba—, de una sola planta, enclavada en un parque iluminado por reflectores de altura. En ella había, además de todo lo que no se veía, una posición nítida en favor de la desinfección perfumada y la comunicación radial entre los pabellones. Pero el servicio más novedoso era el de las tarjetas que les daban a los pacientes para consultar, en los lectores de barras de los pasillos, el ritmo de sus consumos sanitarios. Debíamos ochocientos veintisiete pesos, a los que había que sumarle el veintiuno por ciento del valor agregado que el lector pasaba por alto.

Lo llevé a Buenos Aires y lo alojé en casa. La convalecencia era de una semana, pero duró seis porque no quiso perderse el último ataque de Estados Unidos a Bagdad que las cadenas internacionales de televisión prometían transmitir en vivo y en directo, en un nuevo intento por convertir la actualidad en tiempo histórico. Pero esa astilla de tiempo que quizás capturaran se daba a cambio de no poder hacerlo en los múltiples puntos de una guerra que estaba en todos lados: en las calles, en los búnkeres subterráneos, en las viviendas rurales que una brisa inesperada podía voltear como un castillo de naipes y, también, en la imaginación aterrada de cada habitante que esperaba impaciente su propia destrucción, algo mucho mejor que cualquier incertidumbre escondida en los rumores (televisivos) que la profetizaban como una lluvia de luces sobre el fondo nocturno.

Durante varios días, una cámara de la CNN mostró la cúpula dorada de una mezquita. El cuadro, petrificado por la decisión editorial de concentrar en él un emblema de la cultura odiada, era el primer paisaje que sería destruido de un momento a otro y que, por lo tanto, estaba sobreviviendo agónicamente a un futuro que ya había llegado, aunque por ahora sin sus hechos. Antes de desaparecer la mezquita ya era un recuerdo, una forma viajando hacia la nada, hacia el mundo glorioso de las presencias fantasmales que la haría brillar más tarde en la memoria de todos nosotros.

Mi padre estuvo pendiente de ese instante que tardó en llegar. Su especialidad: depender del instante que no llega, someterse a él, vivirlo. Varias noches se durmió en el sillón esperando el ataque. Pero no pasaba nada. Apenas si la quietud de las calles vacías se alteraba por un Jeep del ejército local que frenaba de golpe (las luces de stop cargaban de una novedad insignificante esa quietud) y seguía su camino. Luego, poco más: un pájaro nocturno cruzando el horizonte en un engañoso primer plano, o una mosca girando en espiral adelante del objetivo; y el cielo, cambiando de color con al paso de las horas. Así se estaba dando el suave ataque del tiempo sobre las cosas, menos espectacular que esa guerra del porvenir inmediato, pero más persistente y dañino (durante el primer día de esa espera murieron ciento ochenta mil personas en todo el mundo, casi todas de muerte natural).

Amaba las guerras. No había nada que lo conmoviera más que las historias de destrucción, la tecnología del daño y la dudosa épica de un ataque aéreo con sus aplicaciones ventajosas de violencia masiva y distante. Amaba la superioridad del que atacaba sin riesgo y los encuentros entre fuerzas enemigas desparejas. Le interesaba la idea de anular a los demás y no la de competir en igualdad de condiciones con ellos (por la misma razón no toleraba el boxeo si el nocaut no llegaba pronto). Solo en ese desnivel tenía gracia la experiencia de la acción. Actuar era hacerlo en un estado de fortaleza contra algo que se hallara en estado de debilidad; era atacar y destruir a salvo de una respuesta, y de algún modo era también humillar, subrayar el sometimiento con toda la crueldad que se pudiera para que quedara claro que de dos fuerzas en disputa solo podía sobrevivir una.

Las guerras eran un show de actividad y despliegue, de grandes decisiones tomadas sin perder el tiempo; y mi padre, espectador y comentarista de esos tejemanejes viriles y expeditivos, se veía en ellas como un personaje relevante, un general en el desierto, un führer inoculando sentidos sencillos a las masas descerebradas por la obediencia. Su modelo era el del estratega burócrata, no el del héroe. Era una cuestión de escalas: el héroe era demasiado pequeño para despertar su admiración; y además era —sobre todo— una individualidad, frágil e insignificante, agitándose en la línea de vanguardia como carne de cañón. Un héroe tenía un cuerpo propio, entregado como prenda y sacrificio al riesgo de la acción (todo héroe era, para mi padre, un kamikaze con suerte). En cambio, el estratega intervenía intelectualmente sobre los hechos y a tal distancia que sus decisiones se dirimían en el campo inconsecuente de la abstracción (de hecho, en la imaginación de mi padre, basada en la filmografía de la Segunda Guerra Mundial, los estrategas nunca usaban armas sino un sistema cartográfico que representaba la guerra como un juego).

El espectáculo del tiempo
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