2000

Lorenzo Costa me contó llorando que “por fin” había muerto Laura Vázquez y que la veía en cada cosa. En cada una de las cosas del mundo, y en todas juntas. Y que luego tuvo el reflejo secundario y enloquecedor ya no de sentir que la veía sino que estaba en cada una de esas cosas. Se pasó una tarde resucitándola en fotos, algo que también acostumbraba a hacer cuando estaba viva (evidentemente era su modo más directo de verla); y después de superar el pudor que durante unos días le impidió retomar los aspectos sexuales de la imagen de Laura, sintiendo que había amado a una mujer pero solo podía recordar a una santa, comenzó una etapa de más o menos dos años de pajas auxiliadas por una muda de ropa interior con la que se quedó después de la separación.

En una bolsa encontró folletos, tickets y revistas de un viaje que habían hecho a la montaña. Hojeó una de las revistas de un modo que parecía cumplir más con un control de calidad, displicente y a la vez sabio en su automatismo, que con el viaje regresivo en el que se había embarcado su tristeza. De pronto vio pasar algo entre las páginas, algo vivo e improbable como el cameo de un fantasma. Volvió a pasar las páginas con una paciencia nueva, seguramente importada de otro carácter, y vio fotos de celebridades (en realidad ex celebridades), publicidades de artículos de lujo y acrósticos, horóscopos, sopas de letras. En un ángulo encontró una mancha negra. Detrás de ella llegó el recuerdo armado con el régimen de escamoteo y totalidad de un tráiler. Laura Vázquez tomaba sol en el deck de un hotel frente a las montañas nevadas mientras leía una revista. Gran escena: el recuerdo extendiéndose a lo ancho como un panorama majestuoso. El aire fresco pega invisible y continuo contra Laura que se rasca una cáscara en la rodilla y da vuelta la página con un dedo ensangrentado, dibujando en una línea ancha una curva roja que se va perdiendo, aunque no del todo, en el interior del papel. “Te lastimaste”, le dijo Lorenzo. Laura levantó la revista que le impedía ver las rodillas que usaba de atril y vio el reguero y, más atrás, las moles de piedra clavando sus puntas heladas en la altura.

Lorenzo Costa odiaba con toda su alma que el mundo evolucionara así, con saltos abismales que iban del hecho al recuerdo sin que hubiese nada en el medio que hiciera un poco más llevadera la aparición del segundo; odiaba esa evolución dramática —o trágica— de tener algo en un instante y luego volver a tenerlo, pero perdido. La única prueba de que Laura Vázquez había vivido, de que no era un invento de él ni de la familia, ni de los amigos ni de la guía telefónica oficial en la que todavía figuraba su nombre, ni de las facturas de gas y luz intimándola a regularizar sus deudas después de muerta, estaba en la pequeña mancha de sangre de la revista que una tarde, en el interior de una bolsa transparente, Lorenzo llevó al laboratorio de análisis bioquímicos de Marcelo Ciafardo para saber si de esa partícula fósil que había quedado del cuerpo de Laura podía salir un hijo (mientras me lo contaba, Ciafardo me preguntó si Lorenzo se había vuelto loco).

El fragmento de Laura Vázquez se evaporaba bajo el calor del tiempo. Y si el recuerdo de Lorenzo, estimulado por esa presencia, servía para reconstruir el camino que iba de la rodilla viva de Laura a la mancha de sangre escondida en los tejidos del papel, no servía, en cambio, para que Laura pudiera vivir en esa mancha. No se remontaba el río de la vida. ¿Por qué? ¿Por qué las cosas nunca iban de lo peor a lo mejor? ¿Por qué no se podía empezar alguna vez por el final y terminar en la gloria de un principio?

Pero había algo más de Laura en este mundo: sus cenizas, bajo la custodia de su viudo, quien para Lorenzo era el sucesor accidental, un usurpador sin derechos salvo el que da la cronología (su único mérito fue haber llegado a la vida de Laura después de él). De pronto tuvo el plan en la cabeza de un modo tan claro que sufría por tener que ejecutarlo, es decir por tener que llevarlo al terreno de la imperfección. Habló con un amigo peronista de múltiples llegada al mundo sindical. Al día siguiente dos matones llamaron a la puerta del viudo de Laura Vázquez y, cuando la abrió, le bajaron los dientes con una manopla, lo arrastraron de los pelos por el piso, lo tiraron en un rincón y se llevaron la urna con las cenizas.

El espectáculo del tiempo
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