1995
Charles Karl Smith pasó el domingo de Pascuas en New Hope, Pensilvania, en casa de sus padres, una construcción victoriana de dos plantas apenas más bajas que los fresnos alineados en la vereda. Cenaron pavo a las brasas con ensalada de estación. Bebieron agua y vino. El postre fue brownie con helado de crema y canela, hechos por Laura, la esposa de su hermano mayor, el ingeniero civil William Smith, quien hablaba de grandes obras de infraestructura en forma grandilocuente y puntillosa.
Si lo hacía sobre un puente que pasara sobre una autopista, describía tanto los materiales como las líneas del diseño; y también especulaba sobre su vida útil, los costos de construcción y mantenimiento, y resumía la memoria descriptiva del proyecto, a la que le agregaba el lujo de alguna medida o una fecha (si describía un edificio habitado, podía llegar a enumerar casi en su totalidad el mobiliario de algún departamento, los consumos promedio de energía y hasta a algunos de sus habitantes). O sea: un denso.
Al atardecer, William invitó a Laura al bowling del centro comercial y se fueron sin los niños. Charles se ofreció a hacerlos dormir, les dio la cena y los llevó al altillo, desde donde vieron desaparecer el sol invernal en un repliegue lentísimo y costoso. “Tío Charles: ¿qué es el sol?”, le preguntó George. Su hermano Mark se había dormido sobre las piernas de Charles y respiraba de manera agitada, como si estuviera corriendo en sueños. “El sol es una estrella muy pequeña que nos da la vida”. George no habló, pero durante unos segundos permaneció contemplando el horizonte de oscuridad donde se hundía el reflejo circular y rojizo (restos o recuerdos solares). Parecía contemplar mentalmente la frase, suspendida en su cabeza como un pensamiento que se apagaba en tanto iba cayendo como en paracaídas al fondo su memoria.
El frío de New Hope irradiaba desde los vidrios del altillo. Era un viento inmóvil al que le costaba ganar terreno contra el calor de la casa acumulado en el cielorraso. Las luces de la calle se encendieron luego de dos o tres golpes eléctricos (fueron muchos más pero solo esos dos o tres pudieron verse desde el interior), y las de los altillos vecinos se fueron desplegando en rectángulos de claridad sobre los techos, las canaletas de metal galvanizado y los toldos de plástico a rayas que cubrían la entrada principal de algunas casas de la cuadra.
Para Charles y sus sobrinos, arrullados por la tibieza de ese pequeño horno y el contacto corporal, todo era exterior y, por lo tanto, amenaza. El clima del altillo —el calor flotante, la luz, las alfombras en las que se habían echado— le parecía a Charles el adecuado para que se diera ese estado prodigioso de reciprocidades y transmisiones fluidas entre las partes del todo familiar. Tenía la verga recta y endurecida como una estaca de madera o de hierro. La cabeza de Mark apoyada en su pierna lo mareaba de felicidad. Rodeó a George con un brazo y lo atrajo contra su pecho. Le habló de asuntos de interés general (las funciones del sol, los ciclos de la naturaleza, los climas, la atmósfera, la formación geológica del Gran Cañón, la historia del Súper Bowl) en un idioma de divulgador, y lo fue desnudando con el pretexto de que lo veía muy abrigado; le acarició la nuca y la espalda y lo besó en el cuello. El pequeño George sintió raptos de cosquillas y series más bien cómicas de escalofríos que endurecían todavía más la verga petrificada de Charles. Se bajó el cierre y la sacó (le costó: la cabeza se le trababa en las telas), y empujó suavemente hacia ella el cuerpo de George. Le pidió que se la agarrara con la mano y la sacudiera, y cuando estuvo a punto de acabar lo apartó con suavidad, lo acomodó cabeza abajo sobre la alfombra (ya se había desembarazado de Mark, que siguió durmiendo en el piso), le bajó el pantalón y el pequeño slip de algodón ilustrado con Spiderman y le apoyó la verga en el culito; no de punta sino a lo largo, y la frotó con movimientos muy delicados, un roce apenas perceptible pero suficiente para hacerle hervir la sangre. Cuando sintió que finalmente la línea de leche avanzaba por la pija, llevó una mano a la cabeza y tapó la salida.
“¿Mamá?”. Mark, idéntico a su padre —así como George era un calco de Laura—, se despertó de golpe pronunciando la palabra más importante de su idioma lleno de infracciones. En un resto de salvajismo o idiotez que le quedó de esos segundos de satisfacción, Charles sostuvo la verga con dos dedos en V para que Mark viera la leche que se derramaba como un hilo grueso de cera por el flanco de una vela. Encendió el televisor y lo estacionó en un canal de programación para niños. Los hermanos se acomodaron automáticamente sobre una montaña de almohadones y entablaron un diálogo frenético sobre lo que estaban mirando. La conversación tenía la forma de una escalada de detalles inútiles pero irreemplazables en ese tipo de intercambio; apilaban un dato sobre otro y regresaban a episodios de capítulos anteriores, construyendo una catedral de memoria común iluminada por la erudición inútil.
Charles fue al baño a lavarse la verga, sobre la que se secaba una película quebradiza de semen, abrió la canilla y dejó correr el agua sobre la carne que, pese al frío, no bajaba. Se mantenía como antes, atizada por la temperatura autista del cuerpo, como en vísperas de una nueva actividad a la que Charles respondió cerrando la canilla y limpiando con una toalla las impurezas que se habían concentrado en los pliegues. Comenzó a masturbarse; primero con una caricia suelta, menos una técnica de placer que de medición o control; luego, como siempre: algunos movimientos veloces, y algunos lentos. Imaginó que desnudaba a Mark, de la misma manera —exactamente de la misma manera— que lo había hecho con George, y que el calzoncillo que bajaba también era el mismo, y que eyaculaba como lo había hecho media hora antes, pronunciando el nombre del niño entre dientes, y rodeándolo de palabras adultas.
¿Eso era un acto sexual? ¿El anterior lo había sido? ¿Hubo un acto sexual real seguido de uno imaginario? ¿Habían sido reales los dos?, ¿o a los dos los había imaginado? ¿Ese líquido que en una cantidad insignificante se iba por el inodoro era la prueba física de alguna realidad? Esta vez el frío del agua lo calmó. Abajo se oyeron voces en el silencio —unas risas le sucedieron a la palabra strike—, y el golpe de la puerta de calle seguido de los giros de la cerradura. Los pasos se fueron acercando, aplastados por la alfombra de la escalera. Iluminada por las luces del descanso, Charles vio a Laura espiando a sus hijos, que ya la habían visto pero seguían su juego de vigilancia bajo las normas estrictas de un teatro mudo. Ella lo miró y arqueó las cejas por encima de una sonrisa que Charles amaba en secreto, y rompió el silencio con un apercibimiento de comedia, mientras les mostraba dos bolsas con chocolates: “Me contaron que estos niños bonitos no se han portado bien”.