2007
Llevé a Pele al cine y le proyecté un documental sobre Verbicaro por el que la oficina de turismo de Calabria promovía visitas a la región, la reelección indefinida del alcalde y el consumo de un vino rosado sobre el que los agentes diplomáticos de Italia en Buenos Aires que me habían dado la copia preferían no opinar (solo uno abrió los ojos como si le hubiera nombrado un veneno).
Estaba hecha por alguien que llevaba una cámara en mano y, a la vez, narraba ante el micrófono de ambiente lo que iba viendo, lo que separaba la realidad geográfica de Verbicaro de la realidad íntima de quien la estaba percibiendo. Realidad y percepción: como siempre, una por un lado y otra por el otro. La idea general, si la había, era la de un cuerpo presente en el lugar de los hechos, explicando y recorriendo los secretos del pueblo con recursos robados al turismo aventura. En posición de espectador, el camarógrafo-narrador-comentarista (y quizás productor) subía a las montañas de Verbicaro y mostraba unas imágenes panorámicas mientras recordaba que el pueblo había sufrido varias epidemias a lo largo de los siglos, sin ahondar en ninguna de ellas.
Podían verse casas antiguas empotradas en los cerros, arcadas y túneles en los que el pueblo se cortaba de golpe para continuar del otro lado de la montaña (eran los únicos momentos donde estaba presente una idea de salida, aunque fuera una salida hacia lo mismo), autos sobre las veredas y bancos sobre los que los ancianos se dormían al sol. No parecía ser un pueblo actual ni del pasado sino más bien un decorado en el que no podían hallarse ni el día de hoy ni la historia de Italia ni la de su naturaleza regional. Cada tanto, la inserción de una foto antigua en blanco y negro se fundía sobre la actualidad colorida de la imagen en movimiento para demostrar que la fachada de esta casa o el perfil de aquel puente no se habían modificado desde su creación.
La sensación de tiempo suspendido que producía la película hizo efecto en Pele: “Y pensar que mamá podría estar ahí”. La veía en Verbicaro, pero no como la niña que mi abuela había sido allí antes de subirse al barco con el que cruzó el Océano el mismo día que se hundió el Titanic (un hecho al que mi abuela se refería como una sobreviviente) sino como la protagonista de un cuadro de eternidad.